Marie-Dominique se deshizo de los recuerdos. Por lo menos aquí no era objeto de constante escrutinio en una aldea aislada con su arcaico código de honor y presidida por un patriarca cuyo otro trabajo era regentar una tienda de ultramarinos. Puede que París fuera gris, que la gente viviera los unos encima de los otros, pero aquí el dueño del café estanco de la esquina conocía su nombre, pero no su historia. Hasta que Lucien volvió a aparecer en su vida.
En la enorme cocina gurmé en la que nunca cocinaba, cortó un trozo de baguete y extendió con descuido brebi, un tipo de queso de cabra corso, mientras se imaginaba la expresión de horror que pondría el alterado fotógrafo si lo supiera. Ella había oído cómo le decía a una jovencita alta y espigada: «¡Sal! Te hincharás. Los diuréticos tardan demasiado en hacer efecto, haz algo inmediatamente».
Y ella, obediente, había ido a vomitar al cuarto de baño.
Le llegó el sonido de una voz desde el estudio de Felix. ¡Felix! ¿Habría cambiado los planes? Ansiosa, abrió la puerta para sorprenderlo y se quedó mirando.
Petru, el administrador de Felix, repanchigado en un sillón de cara a la ventana y murmurando en el teléfono particular de Felix. Le irritaba la forma en la que Petru asumía sus funciones en ausencia de Felix. Cuando Felix lo contrató ese año, ella lo había apodado «el guardaespaldas». Hoy tenía el pelo negro. Ayer era rubio platino; se lo teñía más a menudo que los estilistas con los que ella trabajaba.
– … Por supuesto, Lucien está implicado -estaba diciendo Petru, riéndose en voz baja.
¿Implicado? Ella contuvo la respiración, tiró hacia atrás de la suave manilla de bronce y puso la cabeza en el hueco entre la pared y la puerta. Lo que oyó la dejó atónita.
– Los flics lo arrestan en el estudio -dijo.
¿Lo arrestarán o había sido arrestado? ¿De quién hablaban? ¿De Lucien? Él había negado que tuviera algo que ver con la política, pero ¿decía la verdad?
– Panfletos de la Armata Corsa, lo típico.
Justo lo que ella había pensado. Lucien estaba con la Armata Corsa. ¡Qué mentiroso!
– Ya está todo organizado. Los pondré allí yo mismo.
El corazón le dio un vuelco. Con razón la conversación le había sonado ambigua. Petru estaba saboteando a Lucien.
– Dentro de menos de una hora -dijo, y se volvió hacia la librería.
Ella no escuchó el resto. Estuvo a punto de entrar hecha una furia y enfrentarse a Petru, pero se dio cuenta de que explotar no beneficiaría a Lucien si ya existían pruebas contra él. Tenía que advertirlo, abortar los planes de Petru, pero ¿cómo?
Los corsos se traicionaban los unos a los otros, pero nunca traicionaban a alguien de fuera. A no ser que… Miró su reloj Patek Philippe que Felix le había regalado en su boda. Corrió al pasillo de entrada, cogió rápidamente sus zapatos y el abrigo y ya en la calle llamó a Felix. Comunicaba.
Le dejó un mensaje. Le temblaban las manos mientras pulsaba los números. Todo ocurría de nuevo.
Miércoles por la noche
– El estado de mademoiselle Rousseau no ha cambiado -dijo el doctor Huissard del Hôtel Dieu con voz preocupada.
Aimée había tardado veinte minutos en que un contacto en la préfecture le diera autorización y había pasado otros veinte de departamento en departamento en el hospital hasta que pudo hablar con el doctor que estaba tratando a Laure.
– Es joven, eso que tiene a su favor -dijo el doctor Huissard-. Estamos haciéndole pruebas. Esta misma noche le haremos un escáner CT. Por ahora eso es todo lo que podemos hacer.
– Por favor, no piense que estoy diciéndole cómo tienen que hacer su trabajo, doctor, pero su servicio proporciona atención básica -dijo intentando tener tacto-. ¿No pueden transferirla a un área del hospital más especializada?
¿Debería decir a Guy que la recomendara? A pesar de la escisión quirúrgica de su relación podía llamarlo. Quizá él podía ayudar de alguna manera. Por Laure era capaz de suplicar.
– Doctor, yo conozco a un oftalmólogo.
– No se permiten especialistas externos. Ya la están tratando los especialistas de aquí.
– Según creo, su estado se está deteriorando, o podría hacerlo. ¿Por qué no…?
– No debería decirle esto. -Oyó que el médico suspiraba-. Ya he solicitado que se ocupen los de neurología. Ahora mismo están saturados. Tan pronto como haya una cama libre, está la primera en la lista para una consulta de neurología. Puede que la trasladen en el plazo de una hora o más tarde esta noche.
– ¿Puedo verla?
– No se admiten visitas. Está en un estado crítico. En la sala de detenidos no estamos equipados, ya lo sabe.
– ¿Cuánto falta para que…?
– Mademoiselle, le prometo que es la siguiente en la lista -dijo el doctor Huissard en un tono no especialmente desagradable-. Tengo que seguir haciendo la ronda.
– Merci, le agradezco su esfuerzo, doctor -dijo Aimée.
Abrió la nevera del tamaño de una caja de zapatos que había bajo la encimera de la cocina. En la misma balda que la botella de champán y el yogur caducado había un paquete de restos de carne envueltos en papel parafinado blanco.
– Miles, à table -dijo mientras ponía los trozos de carne en su descascarillado cuenco de Limoges.
Miles apareció con lo que parecía ser un trapo en el morro.
– ¿Qué has encontrado esta vez?
Lo dejó caer al suelo, le lamió la pierna y se inclinó sobre su recipiente.
Ella lo recogió. Era la toalla de Guy. Percibió el aroma de su jabón de vetiver.
– Yo también lo echo de menos. -Y el labio le temblaba al hablar.
Miles Davis miró hacia arriba desde el borde de su cuenco con la cabeza inclinada hacia un costado. A veces juraría que podía entender.
Encendió la radio, un rectángulo de los sesenta con una pegatina de «¡Johnny Halliday en directo en el Olympia!» que se había encontrado en la calle. Sintonizó una emisora en la que emitieran uno de esos programas en los que la gente llamaba para participar. Pero los oyentes que lo hacían para quejarse del gato de su vecina o de la subida de impuestos en los cigarrillos no ahogaban sus pensamientos sobre Guy.
En la siguiente emisora había una entrevista con la voz profunda, vagamente sexi, de madame Claude, famosa por su exclusiva maison close que había recibido una clientela ministerial de élite en los años setenta. Ahora madame Claude traficaba con sus memorias en lugar de con las chicas de alto standing.
Cambió la emisora al programa de Macha Meryl en la RTL, un momento intime para los que se encontraban perdidos, para los que habían sido despechados. Macha, una terapeuta sin miramientos, llevaba años repartiendo consejos en los programas de madrugada de la radio, del tipo de amores difíciles, a menudo a aquellos oyentes que habían sido rechazados y se encontraban sin amor. A los patéticos como ella.
– Querida oyente, c'est simple -decía Macha-. Un hombre abandona por dos razones: por otra mujer o porque la mujer que él pensaba que amaba no es la mujer que él pensaba que era. Et voilà, no hace falta ser ingeniero aeronáutico para esto. ¿Cuál es mi consejo para cuando un hombre nos abandona? Cierra la puerta tras él.