Выбрать главу

– Lo siento, no lo sabía.

– Yo me había alistado borracho, en un momento de idealismo. ¡Qué equivocado estaba! -Golpeó con el pie un terrón de tierra-. Nada va a detenerlos, ni a ellos ni a esos promotores que están destripando la costa y arruinando la tierra…

– ¿Así que ahora le echas la culpa a Felix? -Sus ojos echaban chispas.

– He hablado de los promotores que están arruinando la tierra. -Sus pies aplastaron el hielo entre el empedrado-. ¿Qué tiene él que ver con eso?

– Como si no lo supieras. Sus contratos militares, la promoción en la que está implicado… por qué está allí ahora mismo. Ha habido otra crisis en el contrato con el ministerio. Está haciendo las cosas lo mejor que puede con respecto a la isla.

¿Lo mejor que puede?

– No lo sabía. Has cambiado, Marie-Dominique. En algún momento pensé… -Se detuvo y cascó una ramita de olmo con los dedos. No podía contenerse más-. Nunca lo entendí. Ahora ya puedo imaginarme lo que ocurrió. Tu impetuoso primo Giano nos vio en la cueva y causó problemas. Así que tu familia te envió a París para arreglar un matrimonio con Felix.

– Evité la vendetta.

– ¿La vendetta? -Ella sonaba igual que su propia madre-. Las cosas han cambiado. A los jóvenes no les importa, odian las rivalidades y las muertes. Tendría que haberme plantado y haber hablado con tu padre. O puede que la vendetta solo sea una excusa. Te mostraste de acuerdo en casarte con un hombre rico. Puede que lo que de verdad querías era la buena vida. Pero ¿Felix? ¿Un viejo interesado? -Quería morderse la lengua. No era eso lo que quería haber dicho.

– ¿Cómo puedes criticar a Felix? -dijo ella mostrando el dolor en sus ojos-. A alguien que está intentando ayudarte… ayudar a tu carrera. Pero, como siempre, atacas sin importarte los sentimientos de los demás.

Lucien se sintió invadido por la vergüenza y la ira. ¿Lo habría entendido todo mal? Sin saber qué hacer, bajó la mirada. Era como si las piernas no le respondieran. Se encontraba desgarrado, paralizado. Sabía que tenía que marcharse.

– Esto es lo que echo en falta, el aroma a hierbas silvestres -le dijo.

– Este lugar no tiene ojos, pero lo ve todo -le recordó Marie-Dominique.

¿Podría ver también su interior? ¿Y ella?

– Llego tarde a mi siguiente trabajo -dijo Lucien haciendo que sus piernas se movieran por fin.

El rostro de ella estaba cubierto por las sombras.

– Sigues siendo un terrible mentiroso, Lucien.

Ella pasó a su lado lentamente y se detuvo. Se paró de pie en las escaleras, y las gotas de lluvia brillaban a la luz de la luna en su abrigo de lana. De espaldas a él, le temblaban las manos enguantadas.

– No lo entiendes.

Y entonces él se dio cuenta. Para ella, él solo había sido un capricho. Un amorío del que se recuperó fácilmente.

– No tienes oídos para escuchar lo que te estoy diciendo -dijo Marie-Dominique.

Había cambiado. Se había endurecido. ¿Dónde estaba su Marie-Dominique con los pies cubiertos de arena y las manos sucias de aceite de oliva?

Se oía el ruido de sus tacones al bajar las escaleras de piedra y cuando él miró, ya había doblado la esquina.

* * *

Lucien se subió el cuello del abrigo y se quedó mirando la bruma que flotaba sobre los edificios a sus pies. Tenía frío y estaba solo, con el murmullo de París ahí abajo. Ahora mismo tendría que estar grabando, pero Felix estaba en Córcega, los flics y ese Petru estaban conchabados contra él y Marie-Dominique había vuelto a abandonarlo. Tal y como decía, la vida puede cambiar en un instante. Y la suya lo había hecho.

Lo perseguía la mala suerte. Su grand-mère lo llamaría «el mal de ojo». Supersticiones, todo supersticiones. Él creía en la ciencia, en el empirismo. Sin embargo, le vino a la mente la imagen de la vieja mazzera, «la bruja» la llamaban en el pueblo. Se suponía que sabía cómo levantar maldiciones.

Vio sus penetrantes ojos topacio en su cara arrugada, su toquilla negra que olía a las hierbas que utilizaba, la cruz de plata deslustrada y los amuletos que llevaba alrededor del cuello. Todavía llevaba pantalones cortos y dormía en el ático bajo la claraboya cuando la visitó. Las palmas de sus manos estaban cubiertas por un sarpullido y había intentado esconderlas bajo el pupitre de la escuela. El chico mayor al que le había pedido que le hiciera un tirachinas las vio y le puso en ridículo llamándole leproso.

Desesperado por librarse del sarpullido, cruzó la puerta abierta de la mazzera. La casa de piedra de una única habitación olía a humo y grasa de cerdo. De las vigas de madera colgaban filas de chorizos ahumados y jamones curados. Acurrucada junto a la chapa de madera con su cafetera de esmalte descascarillado la vieja bruja elevó la vista.

– Petit, ¿has venido a comprar mi sanglier?-preguntó con una curiosa voz aguda.

Ella curaba y ahumaba las mejores salchichas de jabalí del pueblo.

– N-no exactamente -tartamudeó.

Sus ojos, como los de una joven, penetraban el humo en el ambiente.

– Non, claro que no. Necesitas mi ayuda -dijo-. Ven aquí. Enséñame tus manos.

Sorprendido, dio un paso adelante junto al perro que dormía hecho un ovillo a los pies de ella.

Levantó las palmas, con la mirada baja, y se las mostró.

– Mamá ha probado ungüentos y jabón de aceite de oliva, pero nada sirve.

– Quieres que desaparezca y que tus amigos dejen de reírse de ti.

¿Cómo lo sabía? Él asintió mientras balanceaba los pies con sandalias sobre los irregulares listones de madera del suelo.

– Es una señal, petit. Pregúntate por qué.

Confundido, retrocedió unos pasos.

– Se supone que usted…

– Yo veo cosas. -Se le quebró la voz y el perro golpeó el suelo con la cola-. Has olvidado una promesa, ¿verdad?

¿Una promesa? ¿Quizá no había dado de comer a las gallinas esta mañana?

– Quiero decir que has olvidado lo que llevas dentro, muy dentro. Así que los espíritus te han enviado algo que te lo recuerde.

Hizo el signo de la cruz sobre su frente y pecho tres veces mientras murmuraba palabras en una lengua que no entendía. Sonaba como latín.

– Todas las noches, durante tres noches, mira al cielo y pide la ayuda de tus antepasados.

Vertió unas hierbas y grasa de jabalí en un pequeño mortero y las machacó con una maza hasta formar una pasta de olor fétido.

– Después extiende esto sobre tus palmas -dijo-. Tres noches, no te olvides.

Rebuscó en el bolsillo y sacó un ramito de salvia que él mismo había recogido y se lo entregó.

– Merci, eres un buen chico -dijo ella-. Haces honor a la tradición.

Durante tres noches, mientras contemplaba las relucientes estrellas, se santiguó e hizo esfuerzos por pensar. Le vino a la mente la promesa que había hecho a su abuelo de continuar con la tradición musical familiar. Según se aplicaba la horrible pomada flotaba sobre él el rostro de su abuelo fallecido.

Al cuarto día se sentó en el pupitre de la escuela y vio que el sarpullido había desaparecido. Y también el chico mayor.

– Se ha ido a vivir a Bonifacio -dijo la maestra.

Con tirachinas y todo.

Nunca supo si lo que funcionó fue esa repugnante pomada o sus exhortaciones, o las dos cosas.

Pero ahora no había ninguna mazzera que pudiera levantar la maldición. Esparció un puñado de migas de pan para los mirlos apostados en la rama de un desnudo sicómoro y comenzó a bajar las escaleras.