– No estoy segura -respondió ella-. Compruébelo con su empresa, pero ya le digo que ya han hecho el trabajo. -El perro ladraba más fuerte y arañaba la puerta cerrada de la garita-. Si no le importa…
– Madame, usted tuvo que oír cómo se rompía la claraboya esa noche.
– Ya he contestado suficientes preguntas. Como dije a los flics, había una tormenta.
Para ser una portera cotilla, no se había fijado demasiado.
– Aquí mismo dice que hay que arreglar la claraboya de la parte de atrás del tercer piso -dijo Aimée sosteniendo el impreso-. Lo menos que puede hacer es dejar que lo compruebe.
La portera mandó callar al perro, apoyó la escoba en la pared y posó las manos sobre sus amplias caderas.
– Menos humos, mademoiselle, solo hago mi trabajo.
– Lo mismo digo -dijo Aimée-. Entiendo que no tendrá ningún problema en que suba para mirar si la claraboya trasera está arreglada mientras usted da de comer a su perro. Está que se sube por las paredes del hambre que tiene.
Echa la culpa al perro, a ver si funciona.
– Ya que insiste… -Una expresión de culpabilidad cruzó el rostro de la portera.
Aimée se abrió paso a su lado.
– Perdone.
Tenía que hacerlo rápido. En el tercer piso posó sobre el suelo la caja de herramientas. ¿Y si esos tipos ya habían encontrado la bala? Si eran los que dispararon, ya habría desaparecido. Pero si solo eran unos matones contratados, como esperaba, tenía una posibilidad. Habrían estado buscando exactamente igual que ella. Igual no habían tenido suerte, e igual ella sí la tenía.
Solo había una manera de averiguarlo.
El techo estaba rodeado por un friso de rosas y hojas esculpidas que se mostraba grueso bajo las capas de pintura que había recibido años tras año. Cerca de la claraboya había un banco de carpintero y listones de madera. Estaban rehabilitando todas las viviendas del piso y la puerta de la que estaba vacía ahora se encontraba precintada por un sello de la policía de cera roja. Un lugar perfecto para una reunión secreta. Sin embargo, Jacques había sido atraído hasta el tejado.
Con ambas manos arrastró el banco bajo la claraboya, trepó sobre él, se estiró y palpó, buscando el pasador.
Abajo, el perro ladraba más fuerte. Podía oír la voz de la portera que hablaba con alguien por teléfono y luego sus pasos que subían por las escaleras.
Aimée giró el pestillo y empujó con ambas manos. La pesada claraboya se abrió unos pocos centímetros. El viento entró formando remolinos y arrastrando gravilla y porquería, golpeándole la cara. Pegó otro empujón y la claraboya se abrió hacia atrás abriéndose hacia el cielo.
Extendió los brazos, se sostuvo con los codos sobre el marco, se dio impulso y balanceó las caderas para pasar por la abertura.
Se impulsó hasta el tejado, cubierto ahora por una capa de grisácea nieve sucia. La zona llana del tejado parecía mucho más pequeña a la luz de la tarde. Las tejas de pizarra ascendían y miraban hacia todas las direcciones, como si fueran los bloques de construcción de los niños. Desde el tejado se veía la calle y el edificio donde ella se imaginaba que vivía Paul. Tuvo que haber tenido una visión perfecta. El alto tejado de la iglesia bloqueaba la visibilidad desde cualquier otro ángulo. No era de extrañar que no se hubieran presentado otros testigos.
Y ahí estaba ella, trepando por el tejado aunque se había prometido que nunca jamás. Pero tenía que encontrar la otra bala. Tenía que mantener la mirada fija hacia el frente. Y no mirar hacia abajo.
Perdió pie y se agarró a una tubería de metal. Cerró los ojos, inspiró y expiró. Sus dedos rasparon el áspero metal frío y parecía que el corazón se le iba a escapar del pecho. Inspiró y expiró de nuevo, concentrándose en la respiración e imaginándose una luz blanca, tal y como le habían enseñando en las sesiones en el templo Cao Dai, a la vez que trataba de ignorar el fuerte viento.
Repitió el ejercicio diez veces hasta que sintió un hormigueo de frío en la nariz. Abrió los ojos, más tranquila, e intentó visualizar aquel lunes por la noche: el viento cortante, la ventisca y el lugar donde yacía el cuerpo de Jacques.
Se abrió paso lentamente sobre las tejas hasta la alta chimenea que había trepado con Sebastian, se estiró y encontró el lugar que recordaba. Pasó las manos sobre el áspero estuco que se desconchaba al tocarlo. No iba bien, el lugar que ella había palpado era suave. Se deslizó apoyándose en la chimenea hasta la parte trasera agarrándose fuertemente a la cornisa con una mano mientras con la otra recorría la superficie de la pared.
Aimée sintió que sus dedos se encontraban con un entrante circular, del tamaño de la punta de su meñique. Respiraba agitadamente al tiempo que se intentaba mover. A sus pies se encontraba el canalón atascado por las hojas y luego, varios pisos más abajo, la calle. Su frente estaba cubierta de sudor. Sacó su linterna y vio los restos de pólvora dejados por el disparo en medio de excrementos de paloma blancos grisáceos.
– Mademoiselle, baje por favor. -La voz de la portera la acuciaba a través del viento.
¿Habría subido la portera y sacado la cabeza por la claraboya? ¿No tendría nada mejor que hacer?
– Un moment, se me ha caído la bolsa de herramientas -gritó Aimée.
La linterna dejaba ver la parte roma dorada de una bala incrustada.
– Se ha confundido, mademoiselle -dijo la portera-. ¿Qué está haciendo ahí arriba?
Exasperada, Aimée emitió un bufido y sintió que el sudor le corría por la frente.
– Madame, vuelva abajo. Voy dentro de un momento.
– En su oficina me han dicho…
– Madame, attention, es peligroso. No suba.
Aimée oyó que se cerraba la claraboya. No había tiempo que perder. Necesitaba extraer la bala antes de que la portera volviera con los flics. Sintió que perdía pie y se abrazó a la pared, aterrorizada. Del tejado se desprendieron trocitos de gravilla y miró hacia abajo. Podía escuchar las bocinas y los gritos.
La gravilla cayó sobre un camión que estaba parado en la calle.
Un grave error. No tenía que haber mirado hacia abajo. La invadió un miedo paralizante.
Concentración. Tenía que apartarlo todo a un lado y concentrarse.
Cogió el minidestornillador de su caja de herramientas, raspó la piedra que rodeaba la bala y la extrajo con un rápido giro. Tomó la bala, la metió en una bolsita de plástico y la puso en el bolsillo. Temblando y apoyándose contra la pared, encontró la forma de bajar.
Para cuando regresó a la claraboya, la abrió y se deslizó de nuevo al pasillo de debajo, le habían dejado de temblar las manos.
Echó mano de su bolsa, empujó el banco hasta su sitio y se encontró con la portera en las escaleras.
– Madame, ya está todo listo -dijo-. Ya me marcho.
– Ya lo he comprobado con los cerrajeros; esa mujer no tenía ningún registro.
– ¡Esquizofrénica! Esa mujer nueva es esquizofrénica. -Aimée salió a toda prisa-. Supongo que tengo la tarde libre.
Desde la estación de metro llamó a Viard al Laboratorio Central de la préfecture de police y quedaron en verse. Intentando controlar su nerviosismo, corrió durante todo el trayecto hasta el laboratorio de la policía situado cerca del parc Georges Brassens. En el edificio del ladrillo rojizo se repuso y mostró su identificación policial, una versión actualizada que había hecho a partir del carné de su padre.
Encontró a Viard en la galería de tiro del sótano. De un cable colgaban figuras negras recortadas sobre papel blanco. Por los impactos en los estómagos y los corazones de las figuras, dedujo que practicaba todos los días.