– No está mal -dijo-. ¿Sabes lo que dicen los de inmigración?
– ¿Qué nuestros objetivos negros difieren de los suyos blancos, lo que demuestra nuestras prioridades?
– Tú lo has dicho, no yo -dijo sonriendo-. Tengo un rompecabezas para ti.
– Que sea interesante -dijo Viard devolviendo a un cajón la SIG Sauer automática y quitándose las gafas de seguridad y las orejeras. Llevaba el laboratorio de balística, y le debía una a Aimée. Ella le había presentado a Michou, el vecino de piso de René, un travestí que trabajaba en un club de Les Halles. El mes pasado Michou y Viard habían celebrado seis meses juntos, todo un récord para él, y habían invitado a Aimée y a René a su cena de aniversario.
– ¿Sabrías decir si una bala es responsable del residuo de este informe? -Le entregó una copia del informe del laboratorio que había conseguido de Maître Delambre-. Viard, fíjate en el noventa y ocho por ciento de contenido de estaño que aparece en esta columna. Cualquiera que haya cargado una Manhurin sabe que esa pistola no dispara balas con un alto contenido en estaño.
– Por supuesto. También veo que los residuos se encontraron en las manos del sujeto -dijo él.
– Hablemos en tu despacho -sugirió Aimée.
Su despacho, en el segundo piso, contenía el típico escritorio de metal y estanterías a reventar con libros sobre balística y manuales de pistolas; el suelo estaba cubierto por una alfombra beis indescriptible. Como contraste, al lado de la ventana con cortinas había unas baldas llenas de orquídeas. De apariencia exquisita y delicada, habían echado raíces en corteza de abeto, turba, pearlite y limo. Sus pétalos abarcaban todas las tonalidades del púrpura, desde el lila claro hasta el más profundo, casi índigo. Otras eran amarillas y algunas blancas. Eran como mariposas atrapadas en mitad del vuelo.
– Tienes más orquídeas.
– Las variedades mexicanas y sudamericanas, como estas Phragmipediums crecen con fuerza en condiciones de luz indirecta -repuso él mientras las humedecía rociándolas con el agua de una botella.
¿Se ocuparía Viard de sus orquídeas para encontrar la belleza que estaba ausente en su trabajo? Se fijó en que las arrugas alrededor de su boca eran más profundas y su ceño más pronunciado. ¿Le agotaría no haber salido antes del armario?
Sobre su mesa colgaban carteles de exposiciones de pistolas y un espectro en color que mostraba el recorrido de las balas en tamaño aumentado, con forma de arco como si fuera un arco iris.
– No soy de las que apuestan, pero te apuesto un franco que los residuos de ese informe salieron de aquí -dijo Aimée tras sacar la bolsita del bolsillo y balancearla frente a él.
– ¿Un franco?
– Arriesgaré una botella de Château Margaux.
Él silbó, incrédulo.
– ¿Sabes cuánto cuesta hacer estas pruebas, Aimée?
– Como contribuyente, yo las pago -dijo, negando con la cabeza.
– Tú y unos cuantos más. Escucha, el presupuesto de mi departamento no puede absorber esto. Ni siquiera Asuntos Internos.
¿Sería por eso por lo que Delambre había rechazado la idea? ¿Sabría que no tenían presupuesto para pruebas especiales? ¿Y el procedimiento no lo exigía?
– ¿Así que Asuntos Internos corre con los gastos?
– Con la mayoría, solo la prueba básica. El procedimiento habitual, fin de la historia. -Meneó la cabeza mientras seguía humedeciendo las orquídeas-. Ya sabes que si pudiera, te ayudaría. Es imposible, lo siento.
Se le ocurrió algo que quizá funcionara.
– Pero, Viard, el ministerio está involucrado. Junto con Asuntos Internos. ¿No te lo había dicho? -Sabía que de alguna manera tenía que haber alguna conexión. Ahora mismo no sabía cuál. Eso podía esperar-. Había supuesto que lo sabrías.
– ¿El Ministerio del Interior? -Se encogió de hombros, posó la botella sobre la mesa y rebuscó en su escritorio-. No he recibido ningún requerimiento o papeleo.
– Vamos a ver, ¿cómo se llamaba el que estaba a cargo? -Se pasó los dedos por el pelo pincho y echó un vistazo a los manuales apilados de la SIG Sauer-. Empieza por J. Jubert, eso es, Ludovic Jubert.
– En ese caso, bueno… -asintió él.
Ella trató de que no se le notara la sorpresa y estaba ansiosa por averiguar en qué departamento trabajaba Jubert.
– Se me ha olvidado en qué división está.
– ¿Hay incompatibilidad entre el residuo de bala de una Manhurin y el que se encontró en las manos de la agente? -Viard estaba observando el informe del laboratorio.
– La hay, sí. Por favor, comprueba también que el contenido en estaño de esta bala es compatible con el residuo en las manos de la agente.
Esperaba haber dejado suficientes muestras de residuo en la pared de la que había extraído la bala para que los flics pudieran hallarlas más tarde.
– Bueno, si paga el ministerio… -Se le iluminó la mirada y extrajo un impreso de solicitud-. Supongo que, en lugar del requerimiento, podría poner «aprobación en marcha».
– Una idea estupenda.
A pesar de su ansiedad por localizar la situación de Jubert, ahora no tenía que desviar a Viard de su intención de realizar la prueba, o levantar sospechas preguntándole sobre cómo llegar hasta Jubert.
Viard se puso los guantes de látex y le cogió la bolsita. Lo tenía atrapado.
– ¿Qué es lo blanco?
– Un regalo de los dioses paloma.
– ¡Ah, merci! ¡Fascinante! -repuso él sacando las gafas del cajón de su escritorio. Le había cambiado la voz, era más aguda, vibraba con entusiasmo-. Un alto contenido en estaño es la firma de los modelos de Europa del Este que estos días son muy populares en el mercado.
Algo resonó en el fondo de su mente. Las palabras de Borderau. Piensa.
– ¿Me estás hablando de las armas de Europa del Este utilizadas por la Armata Corsa?
Podría jurar que casi se frotó las enguantadas manos de alegría.
– Llevo desde la Conferencia de Bucarest del año pasado deseando probar esto. -Miraba fijamente la anodina bala con punta de cobre-. Yo diría que es una marca búlgara, pero deja que haga una prueba que vi hacer en una Sellier-Bellot.
Por lo menos el departamento de Jubert pagaría la cuenta de las pruebas realizadas en una Sellier-Bellot, lo que quiera que fuera eso. Le gustaba el hecho de que fuera algo caro y de que a Viard casi se le hiciera la boca agua por llevarlo a cabo. En su fuero interno, sentía que podría exculpar a Laure. Y encontrar al culpable.
El tiempo se hacía eterno. Pasarían horas, quizá incluso un día, antes de que Viard la llamara con los resultados. Mientras tanto, tendría que ocuparse de asuntos que había mantenido apartados.
Salió de la estación de Les Halles y encontró un cibercafé con taburetes de rejilla y las paredes empapeladas con carteles que anunciaban el festival de música étnica de Châtelet. El ritmo monótono de la música trance competía con el resoplar del vapor de la máquina de café. Entregó diez francos a una camarera con ojos de corderito, vestida con pantalones de campana con dibujo de cachemir, encontró un ordenador vacío y se conectó. Primero buscó el nombre de Ludovic Jubert en la página del ministerio. Una vez más, no encontró nada.
Era hora de concentrarse en lo que había percibido tras las respuestas dudosas de Zoe Tardou, tras su comportamiento asustadizo. Había tenido intención de volver a hacer una visita a la solitaria medievalista que vivía en un elegante piso art decó frente al lugar en el que fue asesinado Jacques.
El tallo de geranio. ¿Habría visto madame Tardou el asesinato mientras regaba las flores de la jardinera y no había dicho nada por miedo? Ella había mencionado que oyó que alguien en el tejado mencionaba los nombres de planetas en una lengua distinta. ¿Sería corso? Una anomalía llamó la atención de Aimée: si Zoe era la hijastra del conocido surrealista Max Tardou, ¿por qué había vivido en un orfanato? ¿Cómo cuadraba eso?