«Si te pica, te rascas», solía decir su padre. Tenía que investigar más. Qué mejor sitio para empezar que la Red.
Buscó en Internet por surrealismo y Max Tardou, y encontró un despliegue de páginas. Comenzó a moverse por ellas. Tardou, un famoso pintor, había huido a Portugal durante la Ocupación al principio de la II Guerra Mundial. Para que luego hablara de haber luchado en la Resistencia. Según un sitio surrealista en Internet, Elise, la madre de Zoe, lo había conocido después de la guerra.
Siguió buscando. Encontró fotos de Elise, una de ellas de perfil tomada en un baile dadaísta en Montmartre. Se veía una multitud con turbantes y bombines y con la letra griega alfa pintada en la cara. Otra mostraba a Elise en un contraluz, con el pelo rubio recogido sobre la cabeza formando un efecto de halo, los ojos achinados perfilados con khol y envuelta en una túnica diseñada por ella misma. Una mujer impactante, reconocida por su poesía dadaísta.
Incapaz de encontrar información más actual, Aimée estaba a punto de dejarlo cuando se dio cuenta de una referencia que mencionaba a Elise Tardou en un documental sobre Lebensborn. Qué extraño. ¿Sería la misma Elise Tardou? Lebensborn se refería al programa nazi de granjas de sementales para propagar la raza aria. Había sido establecido en Noruega, Alemania y en la Europa ocupada. En el documental incluso se mencionaba a un miembro de ABBA, el grupo de los setenta, como un niño de los Lebensborn. ¿Cuál era la relación, si es que existía alguna?
Apuró su café y siguió leyendo. El Château Menier, a las afueras de París en Lamorlaye, limitaba con el único centro Lebensborn de Francia. Aimée no sabía que hubiera existido uno. Se quedó atónita y siguió leyendo. El artículo citaba un extracto del relato de Elise Tardou, identificada como poeta dadaísta, sobre su cautividad en 1944. Lo que leyó la dejó de piedra:
«Había mujeres francesas en el château, aunque no muchas. Pocas lo admiten por vergüenza. No lo escogimos, éramos prisioneras. La mayoría de las mujeres eran prisioneras de Polonia y húngaras de ojos azules. Tenían una guardería que gestionaban como una fábrica de nacimientos.»
1994. Zoe parecía tener cincuenta y tantos años. Una idea terrible pasó por su mente. Imprimió la página y localizó un artículo sobre una colonia de verano de artistas, el lugar favorito de los viejos iconos surrealistas de los sesenta. Se encontraba en Córcega.
¡Córcega! Según el artículo que había leído antes, los Tardou pasaron sus vacaciones en Córcega todos los meses de agosto. Durante años.
Había cogido a Zoe Tardou mintiendo. Ahora pensaba que sabía por qué. Solo tenía que comprobar su teoría.
– ¡Madame Tardou! -dijo, llamando a la puerta de la casa de Zoe Tardou.
No obtuvo respuesta.
Después de llamar durante cinco minutos, cuando ya tenía los nudillos doloridos, se abrió una rendija.
– Hablé con usted el otro día, ¿se acuerda? Tenía un catarro terrible -dijo Aimée-, espero que se encuentre mejor. Le he traído unas pastillas de Ricola para la tos.
– Muy amable.
Aimée le dio en mano la caja de pastillas y se fijó en el pelo rubio con canas peinado en un moño y su figura delgada bajo el jersey de lana. Los sorprendentes ojos color turquesa.
– ¿Puedo pasar?
– Ya contesté a sus preguntas -dijo madame Tardou-. No voy a ir a comisaría.
Otra vez el miedo al exterior. ¿Sería agorafobia?
Aimée puso la bota en la puerta.
– Solo necesito clarificar un detalle para retirarlo de la investigación. Eso es todo.
Indecisa, Zoe abrió la puerta.
– Es usted insistente, mademoiselle -dijo-, pero no tengo nada más que contarle.
– Por favor, no nos llevará nada de tiempo. Ya lo verá. -Aimée se abrió paso a su lado y continuó andando hasta la amplia sala llena de mobiliario art decó. La sala con cortinones negros colgando de las ventanas. Palpó dentro de su bolsa para ver si tenía el cepillo de pelo.
Zoe Tardou, con las gafas de leer sujetas sobre su irritada nariz, estaba de pie con una pintura roja en la mano.
– Estoy revisando las pruebas de mi tratado. Solo puedo concederle un momento.
Aimée se detuvo para mirar las fotos sobre el piano de cola y las estudió en detalle.
– Usted pasaba los veranos en Córcega, ¿verdad, madame Tardou?
– ¿Es eso un crimen?
– Córcega, L'Île de Beauté. Sin embargo, usted me dijo que veraneaba en Italia.
– También íbamos a Italia.
Aimée asintió.
– Su padrastro, Max Tardou, estableció una colonia de arte en Bonifacio donde trató de hacer resurgir el surrealismo. Usted fue allí durante años mientras era una niña. -Aimée acarició la suave cubierta de madera ramín del piano. Señaló una foto, una escena en blanco y negro de personas tomando el sol con un café con toldos en la distancia-. El Café Bonifacio. Todavía existe.
– ¿Qué tiene esto que ver con el resto?
– Usted entiende corso. Y lo habla, ¿no es así?
Los dedos de Zoe Tardou hacían girar la pintura roja una y otra vez.
– Era solo una niña.
– Incluso siendo adolescente tuvo usted que haber veraneado en Córcega -dijo Aimée-. Quizá hasta haya ido a una escuela corsa.
– Así es. Y eso, ¿qué importa?
¡Lo había admitido!
Aimée se acercó más a la mujer.
La pintura se partió con un chasquido entre los dedos de Zoe.
– Las voces que oyó usted en el tejado hablaban corso, ¿verdad? Usted entendía y reconoció los nombres de los planetas y constelaciones.
El miedo brillaba en esos irresistibles ojos azules. Empujó las gafas hacia arriba con dedos temblorosos.
– Puede… sí… no estoy segura.
– Piense. Hablaban corso. ¿Qué dijeron exactamente?
Zoe se cubrió las gafas con las manos, luego miró hacia arriba y asintió con la cabeza.
– Sí, pero hacía mucho tiempo que no oía hablar la lengua. Toda una vida.
– ¿Por qué no me lo dijo? -dijo Aimée controlando su nerviosismo.
– Me resultaba tan extraño escuchar corso que pensé que estaba soñando. No estaba segura…
– Usted miró por la ventana e hizo como que estuviera regando los geranios -interrumpió Aimée-. Es normal. Usted podía entender lo que hablaban. Estaba todo tranquilo, ya que la tormenta aún no había empezado. -Se detuvo y esperó-. Está bien, ya estamos diciendo la verdad -dijo en un tono tranquilizador, pero que incitaba a seguir-. Estamos dando todos los detalles, intentando aclararlo todo, ¿vale? La mayoría del trabajo de investigación depende de estos detalles tediosos, comprobar y volver a comprobar.
Zoe la contemplaba, inmóvil. De la cocina emanaba un aroma a herbes de provence y a algo que se asaba al estilo mediterráneo. Maravilloso. Aimée sintió que su estómago rugía.
– No hay nada de glamour en todo esto, créame -dijo Aimée suspirando y en un tono que intentaba ser lo más neutro posible-. ¿Oyó cómo se rompía el cristal de la claraboya?
Zoe hizo un gesto negativo.
– Sin embargo, reconoció a los hombres en el tejado.
– Pero me… -Se cubrió la boca con las manos, como una niña pequeña que hubiera sido pillada en falta.
– ¿…entró miedo? -Aimée terminó la frase por ella.
Zoe Tardou asintió.
– ¿A quién reconoció?
– No quiero problemas, no puedo meterme en líos -dijo Zoe cubriéndose con las manos como si fueran un escudo y retrocediendo unos pasos-, no puedo verme involucrada. Tengo algo en el horno…