El olor a tomillo se hizo más fuerte.
– Todo lo que necesito es un nombre -dijo Aimée sonriendo mientras buscaba una libreta en su mochila de piel.
– No sé cómo se llama. El que yo reconocí… bueno, de todos modos no quiere decir que disparara a nadie.
– Por supuesto que no, tiene usted razón, pero puede ayudarnos a encontrar al que lo hizo, ¿no lo ve? Necesitamos su ayuda.
Zoe Tardou dudaba.
– ¿Vive aquí?
– Lo he visto por las escaleras, pero no lo conozco.
– ¿Cómo es?
– Tenía el pelo decolorado la última vez que lo vi. Se lo cambia. La verdad es que no lo sé, no creo que viva aquí.
Aimée tomaba notas en su cuaderno.
– Pero, ¿podría ser que trabajara en el edificio? ¿O para alguien que vive aquí?
– Es demasiado vulgar -repuso Zoe encogiéndose de hombros.
¿Sería ese el tipo al que se había referido Cloclo? ¿O simplemente un obrero, como Theo, que había ofendido su delicada sensibilidad?
– ¿Vulgar? ¿Quiere eso decir que era uno de los obreros de la construcción? ¿Uno de los hombres que están trabajando en la rehabilitación del edificio?
– No era un obrero. Hacía comentarios groseros, pero vestía ropa de diseño negra, a la moda.
– ¿Era joven?
– No me fijé.
– ¿Qué me dice del otro hombre?
– Lo único que vi fue su espalda.
– ¿Oyó usted el disparo o vio el fogonazo?
Madame Tardou negó con la cabeza.
– Cuando oí las voces que hablaban de constelaciones… lo que dijeron estaba mezclado con palabras que no tenían nada que ver.
– ¿Qué oyó usted?
– No se lo dije antes porque no tiene ningún sentido. -Zoe se detuvo y se frotó la mejilla.
– Siga, está bien -dijo Aimée tratando de controlar su impaciencia.
– Dijeron «treno», un “tren”; «parolle», que significa “palabras”, pero no tenía sentido o no parecía querer decir nada especial. Hablaron sobre los planetas y sobre trenes. No, hubo algo más… es cierto… «cincá», buscando algo, dijeron “buscando”.
¿Planetas, trenes y búsqueda, charla sobre Córcega y luego un asesinato?
– ¿Está segura?
– Los corsos no articulan, se comen las consonantes al final de las palabras. -Zoe posó la mirada en su escritorio atestado de cosas-. Pero lo que sí hicieron fue repetir un viejo dicho que yo reconocí.
– ¿Cuál?
– «Corsica audra di male in peglyu» -repuso Zoe moviendo la cabeza-. «Córcega siempre irá mal», típico de su talante pesimista teñido de orgullo -repuso Zoe encogiéndose de hombros, exhausta, como si ya no tuviera nada más que decir-. Me dolía la cabeza y me encontraba fatal. Me acosté y debí de quedarme dormida viendo la tele. Eso es todo.
Aimée la creía, pero tenía que comprobarlo.
– ¿Qué programa estuvo viendo?
– ¿Qué programa? Una vieja película de Sherlock Holmes. Lo malo es que me perdí el final. Ahora tengo que trabajar -dijo, ansiosa porque se fuera Aimée-. No sé nada más.
– Una cosa más -dijo Aimée. No sabía cómo decirlo-. Admiro a su madre. Hace falta tener valor para hablar de Lamorlaye y del Lebensborn. ¿Por qué finalmente…?
– ¿Habló de su cautividad? ¿De la forma en la que utilizaban a las mujeres? -preguntó Zoe, todo de un tirón. Por un momento, Aimée vio la misma mirada melancólica que había notado en la foto de Elise.
Aimée asintió.
– Maman decía que el pasado era demasiado doloroso para seguir soportándolo. Cuando se dirigió a ella el director del documental, sintió que ya era hora. Mi madre decía que no merecía la pena el esfuerzo que supone ocultar algo tan terrible.
– Necesitó un valor tremendo.
– Y lo extraño fue que, después de eso, volvió a escribir poesía. Era como si hubiera desaparecido el peso de su historia.
– La respeto por haber hablado -dijo Aimée.
Zoe frunció el ceño con rabia.
– Mi padrastro no -dijo-. La echó e intentó desheredarme, pero murió antes de poder hacerlo.
– ¿Desheredarla porque su padre era un alemán? -preguntó Aimée.
– ¡Esos miembros de la Resistencia que observaron la Ocupación desde la distancia, resultaron ser los más heroicos de todos!
– Lo siento -Aimée no sabía qué más decir.
– ¿Que lo siente? -dijo con una breve risa-. También lo sentían las mujeres, y nosotros, los niños. Hijos del enemigo. Educados en la culpa por ser lo que éramos. El hecho mismo de nuestra existencia suponía un motivo de vergüenza. Si fue porque era muy joven o porque en el caos de la retirada alemana de 1944 no me pusieron en el lugar adecuado, eso no lo sabré nunca, pero no me llevaron a Alemania como a los otros -continuó-. Mi madre me encontró en una sala con telescopios, un observatorio pegado al château que habían convertido en orfanato. Tuve suerte. Otros que fueron desplazados al final de la guerra fueron criados en casas de acogida casi sin comida, separados de su herencia cultural y se convirtieron en marginados inadaptados. Abandonados por sus padres, que nunca los habían buscado porque habían muerto o porque querían olvidar, muchos acabaron en hospitales psiquiátricos. Por lo menos, yo encontré a mi padre biológico, que estaba vivo después de todo este tiempo.
Aimée la miraba fijamente, incrédula.
– ¿Lo conoció?
– Un viejo y triste caballero que vivía en Osnabrück. Se acordaba de mi madre. Después de la guerra, regentó una farmacia -dijo sonriendo-. Había estudiado Historia Medieval en la universidad.
Jueves por la noche
Una vez en la calle, Aimée se ató el cinturón de su abrigo de piel. Las palabras de Zoe le habían causado una honda impresión. No era de extrañar que evitara a las autoridades. Su historia no parecía ayudar, pero por lo menos había admitido que escuchó palabras en corso. Aimée examinó el callejón. No había ningún tipo con plumífero.
¿Cómo podía advertir a Cloclo de que su «estación» estaba siendo vigilada?
Aimée subió las escaleras hasta la place des Abesses. Allí vio grupos de CRS vestidos con buzos azules, armados con subfusiles Uzi y patrullando a pie por las calles. Definitivamente, esto quería decir que existía una amenaza terrorista. Sintió una opresión en el pecho. ¿Qué estaba ocurriendo?
Entró en un café en el que hacía buena temperatura y cogió un periódico para ver si podía averiguar algo. Se sentó junto a la ventana con vistas a las escaleras que llevaban al callejón, un lugar privilegiado desde el que vigilar a Cloclo.
Frotó el cristal empañado con su mano enguantada. La asaltaron nuevas preocupaciones. Cloclo albergaba cierto rencor hacia el tipo «grosero», ese al que Zoe Tardou acababa de describir. Podría decir algo para librarse de él. Sin embargo, si Cloclo hablaba con él, Aimée estaría lista y a solo unos metros de distancia.
Varios jóvenes, desempleados a juzgar por la hora del día, jugaban al futbolín. Aimée pidió un croque-monsieur a una camarera con rosas rojas tatuadas en el brazo.
En la calle, los transeúntes se apresuraban en la luz gris del atardecer y se ocultaban tras los decadentes edificios de piedra. La niebla se posaba sobre los escalones. Aimée trató de evitar la mirada depredadora de un hombre vestido con vaqueros negros y un jersey azul de cuello cisne que estaba al lado del futbolín. Tamborileó con los pies siguiendo el ritmo de la emisora de música tecno y abrió el periódico. En los titulares leyó: «La policía antiterrorista descubre explosivos atribuidos a la Armata Corsa».
Sintió que se le tensaban los hombros. Eso explicaba la presencia de los CRS afuera en la plaza. Durante un momento sintió miedo. ¿Otro edificio minado con explosivos?