Aimée analizó la calle mientras vigilaba el bloque donde se encontraba el Kabab Afrique.
Jueves por la noche
Lucien empujó para abrir la cubierta de chapa ondulada que habían clavado sobre la puerta del almacén, se deslizó hacia fuera y se echó a la espalda la caja de música.
Tres años en París y no había conseguido nada.
Se imaginaba que Kouros se habría retractado del acuerdo de grabación bajo la sospecha de que él pudiera tener relación con los terroristas. Y ahora, en lugar de un contrato con Soundwerx, tenía a la ley tras él y, casi peor, un tipo corso había intentado incriminarlo como terrorista.
En la húmeda calle, los clientes hacían cola fuera del local del kebab. Se fijó en una mujer con chaqueta vaquera y pelo pincho que miraba un escaparate dándole la espalda. Sus largas piernas cubiertas por medias negras finalizaban en tacones de aguja.
Podría también llamar al organizador del festival de música étnica de Châtelet y concertar una cita. Como sus trabajos de discjockey tenían lugar en clubes alternativos que los flics no vigilaban, podría sobrevivir.
Pasó de largo el Kabab Afrique, con las contraventanas abiertas de un verde descolorido. En ese momento preferiría una galleta canas trelli, el tradicional picoteo corso para tomar con vino por la tarde. Y tener cerca las casas de piedra color rosáceo y amarillento bañadas por el sol y regodearse con los últimos rayos cobrizos del día. Sin embargo, se encontraba en un callejón densamente poblado de edificios del siglo XIX de un gris plateado iluminados por la pálida luz invernal.
La mujer que llevaba la chaqueta vaquera le estaba preguntando algo.
– Pardon, monsieur.… -Se le cayó la bolsa en el empedrado delante de él.
Él se agachó para recuperarla al mismo tiempo que ella. Sus cabezas se chocaron y se tocaron sus manos.
– Ha sido culpa mía, lo siento -dijo ella.
Sus mejillas sonrosadas, ojos enormes y su llamativo rostro le hicieron perder el equilibrio. Se había olvidado de que existían otras mujeres, otras mujeres que merecieran la pena.
Y entonces vio el miedo en sus ojos. Ella agarró fuertemente la bolsa, se incorporó y dio un paso atrás. Se abrió paso doblando la esquina en dirección a un estrecho callejón, distanciándose.
¡Mujeres! Se colocó bien la funda de la cetera y miró calle abajo. Le horrorizó ver el brillo de un cuchillo esgrimido por un hombre que había arrinconado a la mujer contra un montón de muebles rotos.
Jueves
Laure podía oír las voces. Voces lejanas, salpicadas con pitidos y con el ruido de pies que se arrastraban. Frío, tenía mucho frío. Y sentía la cabeza pesada y como llena de algodón. Trató de hablar, pero le estorbaba la lengua seca y pastosa.
– ¿Qué ocurre? -le dijo una voz joven al oído-. Bien, ya sé que lo estás intentado.
¿Qué eran esos ruidos? Los sonidos, los quejidos. Salían de ella misma. Sintió un dolor punzante en el costado. Un relámpago blanco cruzó frente a sus ojos. Luego la miraba un rostro sonriente y una toalla húmeda y templada le acariciaba la frente. A su lado, el monitor tintineaba.
– Hola, Laure. Ya estás de nuevo con nosotros, ¿verdad?
Laure hizo un gesto afirmativo y sintió un latido sordo detrás de los ojos.
– Prueba esto.
Cubitos de hielo recorrieron sus labios y su lengua pastosa los chupó ansiosamente.
– Despacio, Laure. Tienes sed, ¿no? Tómatelo con calma.
Sintió que le ponían mantas calientes sobre los pies y bolsas de agua caliente apuntalando su costado. Las chupadas de hielo estaban muy frías y resultaban revigorizantes. Gotas de agua se abrían camino por su garganta ansiosa y reseca.
Fue consciente de las sombras en la fila de camas, el trajín de las enfermeras y el tono monocorde de fondo del sistema de megafonía.
– Ha venido alguien a verte, Laure -dijo la voz-. Dice que es un viejo amigo, un amigo de la familia.
La vigilaban unos ojos caídos y un hombre se sentaba en la silla junto a la cama. El hombre asintió con la cabeza.
– Nos tenías preocupados, Laure. Tienes mucho mejor aspecto. ¿Te acuerdas de mí, Laure?
La fiesta de despedida por la jubilación, el café y Jacques. Todo volvía con nitidez. Era Morbier, el viejo colega de su padre.
– No necesitas hablar -le dijo-, apriétame la mano si me entiendes.
Pero ella tenía que hablar, contarle lo del tejado, el andamio… tenía que hablar. Sobre cómo volvió en sí, y sobre los hombres y la nieve sobre su cara. Y sobre cómo se habían reído. Esos hombres. Y su pistola, la otra pistola. Alguien había cogido la suya. Y lr había pegado una patada cuando intentó recuperarla. El brillo del metal en el bolsillo del hombre. Cómo todo se había vuelto negro de nuevo.
Habló, pero de su boca no salió ningún sonido.
Jueves por la noche, más tarde
Aimée maldijo su mala suerte. El tipo que la había seguido tras el asesinato de Zette la amenazaba con un cuchillo delante de su cara.
– No haces caso, ¿verdad? -dijo el tipo. La había arrinconado contra un montón de sillas rotas y mesas viejas empapadas por la lluvia que estaban apiladas en un callejón como prueba de un desahucio. Esta calle se encontraba fuera del circuito habitual y estaba desierta.
– No sé a qué te refieres. Me estás confundiendo con otra.
Ella quería saber para quién trabajaba. Por qué la amenazaba, y precisamente en ese lugar. Pero lo primero es lo primero.
– Ya lo entiendo, chavalote. Si te gusto, solo tienes que pedirlo. -Sonrió y señaló el Hôtel Luxe, un destartalado y decadente hotel ennegrecido por el hollín que se encontraba al otro lado de la calle-. Para ti, un tratamiento especial por quinientos francos.
Sus ojos mostraron la sombra de una duda. No era el tipo de puta al que estaba acostumbrado.
– No necesito pagar -se jactó mientras se le acercaba-. Tú eres de las curiosas, metiendo la nariz en todos los sitios.
Sus pantalones de cuero brillaban con las gotas de lluvia. Únicamente tenía que esperar a que se acercara un solo paso más.
– El respeto es una calle de doble dirección, chavalote -dijo Aimée sonriéndose y lamiéndose los labios-. Aparta esa navaja y ven aquí.
Durante una fracción de segundo de indecisión, le pegó una patada en la rótula con todas sus fuerzas. Él se retorcía de dolor, abrazándose la rodilla y pegando alaridos. La navaja cayó sobre el empedrado de la calle con un ruido metálico. Menos mal que llevaba tacones de aguja.
Recogió la navaja y se marchó. Se tropezó con la pata de una silla, se puso en pie rápidamente y se impulsó por encima del muro de piedra cubierto de musgo. En la esquina volvió a chocarse con él, con el tipo del portal con el que acababa de darse un cabezazo. Los ojos hundidos de un negro intenso, los rasgos marcados, el pelo negro rizado y con patillas: tal y como había dicho Cloclo, era atractivo.
– Parece que se las puede arreglar sola -dijo.
Esta vez había tenido suerte y deslizó el cuchillo en el bolsillo.
– Usted es Lucien Sarti, ¿no es así?
Su mirada preocupada se tornó en sospecha.
– ¿Quién es usted?
Y entonces llegó el peligro caminando por la calle. El tipo, cojeando, tenía un teléfono móvil pegado a la oreja. ¿Estaría pidiendo refuerzos? La amenazó con la pata de madera de una silla rota.