– Siga andando -dijo ella.
La cosa iba de mal en peor. ¿Qué hacía aquí Lucien Sarti? ¿Y el tipo ese? ¿La habría preparado Cloclo una trampa?
– Rápido -dijo señalando a Lucien una verja abierta. Esperaba que condujera a otra calle y poder escapar.
– Mire, no sé quién es usted o por qué sabe mi nombre -comenzó a decir él.
– Las explicaciones, más tarde -repuso ella.
Él dudó. Ella lo arrastró del brazo y corrieron delante de contenedores llenos bajo una fila de rosales cubiertos, cual fantasmas, con un plástico transparente para protegerlos de las heladas. La tranquila impasse estaba rodeada por casas de dos pisos. Una calle sin salida. Aimée notó que se le aceleraba el pulso. ¿Adónde podrían ir?
Por detrás de ellos resonaban pasos. Ella giró a la izquierda, subió por un estrecho cantón mal asfaltado y se agachó detrás de un seto húmedo, mientras le tiraba del brazo para que se uniera a ella. Se agazaparon en el canalón de desagüe y sintió que el pantalón vaquero que cubría su muslo rozaba el de ella. Tenía una mirada intensa y podía sentir su cálido aliento junto a su oreja.
– ¿Por qué la persigue ese tipo? -preguntó.
Ella se puso un dedo sobre los labios. De su mochila sobresalía la funda de un instrumento. A su derecha se alzaba una casa de la época de Luis Felipe y las ventanas redondas oeil-de-boeuf sobre la fachada parecían ojos vigilantes. No podía ver que existiera alguna puerta que llevara desde el patio a otra calle.
Sintió que se le erizaba la piel y tomó aire. Los pasos pararon. Luego siguieron. Y entonces se quedó todo tranquilo.
Él la miraba fijamente mientras el agua del canalón gorgoteaba sobre sus pies.
– Se ha marchado -dijo-. Vamos.
Tenía las largas pestañas negras de Sarti tan cerca que podía ver cómo se le rizaban.
Aimée se levantó y se sacudió las empapadas hojas secas. Sus medias estaban sucias de grasa y mugre. Debía serenarse e intentar sonsacarle información.
– Usted estaba buscándome. ¿Por qué? -preguntó él.
– Lo vi en Montmartre la noche en la que dispararon a un flic.
– Espere un minuto -dijo él con los ojos entrecerrados-, ¿cómo me ha encontrado? No me gustan los flics. Como usted.
– ¿Le disparó usted?
Se quedó con la boca abierta.
– ¿Qué clase de flic es usted?
¿Por qué tenía que parecer vulnerable y feroz a la vez?
– Cargaron a mi amiga con el asesinato -le dijo-. Y no soy una flic. Soy detective privado.
Antes de que pudiera hacer más preguntas, se levantó la puerta automática de un garaje dejando ver un Mercedes último modelo conducido por un hombre con bigote y el ceño fruncido.
– Allez-y! ¡Están ustedes en una propiedad privada! -dijo.
Con pasos rápidos, volvieron por donde habían venido. Ella echó un vistazo a la calle. No venía nadie. Tomó aire y se quedó paralizada.
El hombre que la había amenazado, junto con otros dos con gorras negras, salían sonriendo de un portal. Habían llegado refuerzos.
– Así que a ti también te gustan los extranjeros -dijo el tipo al que había pegado la patada-. Parece corso, mi especialidad.
Ella echó una rápida mirada al cantón y lo reconoció como el tipo de sitio en el que, en el pasado, los vendedores ambulantes guardaban los carros por la noche. Pegada a la pared estaba la caja de una alarma contra incendios. No había tiempo para nada más. Rompió el cristal de un fuerte golpe con el codo y tiró de la manilla. Solo se oyó un fuerte zumbido. ¿No se suponía que estos cachivaches emitían un ruido de sirenas antiaéreas a todo volumen?
En un portal apenas se dejaba ver otro tipo con pelo negro rizado y que llevaba puesta una chaqueta de cuero y botas. Sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Podría haber sido el hermano del músico. Un hermano gemelo. Se le aceleró el corazón. Si era al que se refería Cloclo, ¿podrían estar todos metidos en la misma historia?
El músico le arrebató el cuchillo y la empujó tras él.
Escupió y dijo algo en corso. Ella sintió que se tensaban sus hombros, expectante.
– Espere, son cuatro… -comenzó a decir. Tenía las palmas de las manos húmedas. ¿Dónde podrían ir?
Cerca de ellos escucharon el fuerte ulular de una sirena. Para que luego hablen de la alerta máxima y la rápida respuesta de los bomberos. ¿Habría llamado a los flics el dueño del Mercedes?
Las sirenas aullaban más cerca. Más fuerte. Y la banda se disolvió, incluyendo el doble del músico.
Ella no podía controlar el temblor de las manos, pero no quería estar ahí cuando los bomberos bloquearan la calle mientras trataban de encontrar el fuego. O cuando aparecieran los flics.
– Vamos. Tenemos que hablar, vayamos a un sitio seguro -dijo Lucien Sarti palpando el cuchillo-. Quien quiera que seas.
Jueves por la noche
René se paseaba sobre las desniveladas tablas del suelo en el exterior del apartamento de Paul. Polvo de escayola se desprendía de la pared y un olor a moho se filtraba por la claraboya. Por lo menos no tenía que vestirse de Toulouse-Lautrec. Ahora mismo desearía tener una copa de ron caliente que le diera valor.
Había dejado otro mensaje en el teléfono de Aimée. Solo le había contestado el buzón de voz. Oyó que las escaleras crujían y subió una mujer de treinta y tantos años con el pelo teñido de henna sujeto con un pasador verde. Sus ojos le recordaron a los de Paul. Vestía una falda larga negra y un poncho, y llevaba una bolsa de la compra llena de botellas de vino.
– ¿Qué desea? -preguntó en un tono desabrido.
– Madame, conocí a Paul…
– ¡Ah, el actor! Paul me ha hablado de usted -interrumpió-. Escribió una redacción maravillosa gracias a usted.
René dudó. Le gustaría que Aimée estuviera con él.
– La verdad es que esperaba poder hablar con usted y con Paul.
– Quizá otro día -contestó ella.
¿Qué debería hacer? Ella estaba haciendo un esfuerzo por encontrar la llave mientras sostenía la pesada bolsa.
– Deje que la ayude -dijo él.
– Non, merci, puedo arreglármelas.
– ¿Le importa que espere a Paul?
– ¿Por qué? -la sospecha nublaba su mirada.
René retrocedió.
– Hay un asunto importante…
De repente, su rostro mostró una expresión de pánico.
– Nos está vigilando, ¿verdad? De los servicios sociales.
– Para nada -dijo René sorprendido.
– Conozco a los de su tipo. Colándose en nuestra vida. ¡Quiere quitarme a Paul!
– Tranquila, madame -dijo él desesperado-. Míreme. No sé nada de los servicios sociales ni nada parecido. Lo que sé es que Paul es un chico listo. Inteligente, con talento, pero tímido.
Una cierta sombra de vergüenza cruzó su rostro.
– Es tímido, oui. Es culpa mía, ¿verdad? Eso es lo que usted dice.
– Tenemos que hablar de algo. Por favor, hablemos dentro, no en el descansillo.
– ¿Hablar? Tengo la casa hecha un asco. -Ella dudaba.
– Tendría que ver la mía.
Pinchándola un poco más la persuadió para que entraran. Para cuando acabó de ayudarla a retirar los platos de la pequeña mesa, se estiró, aclaró dos vasos y los puso sobre la mesa, la cadera le estallaba de dolor por culpa del frío. No había calefacción en el pequeño apartamento de una habitación con el techo abuhardillado. Pero estaba ordenado a pesar del sofá cama, el escritorio y las sillas de época desparejadas que se apretaban en el espacio.
– Hace frío, ¿eh? -dijo.
Ella señaló la cocina y sacó las cosas de la bolsa.