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René miró su reloj y se puso tenso.

– Es tarde. ¿No tendría que estar Paul ya en la cama? ¿Dónde está?

– Escondido, como siempre. Pero, antes o después, siempre vuelve a casa.

– Isabelle, podría estar en peligro. ¿Ha pensado en eso? ¿Estaba la luz encendida cuando puso la mochila sobre la mesa?

Su mirada cambió de expresión. Se le había ocurrido algo.

– ¿Qué pasa, Isabelle?

Ya fuera por el vino o por el calorcito que se desprendía del horno, o por las dos cosas, se frotó la mejilla y se mostró dispuesta a dar más información.

– El tipo ese preguntó a mi vecino por Paul. Es tosco, arrogante y se abre paso a empujones en el quartier. ¿Por qué buscaría a Paul?

René sintió que le daba un vuelco el corazón.

– Puede que Paul se esté escondiendo de alguien. Igual por eso llega tan tarde.

O igual lo habían cogido. ¿Dónde diablos estaba Aimée?

Ella agarró el vaso de vino. Le temblaba la mano, derramó rojas gotas sobre la mesa. René pensó que eran igual que la sangre.

– Tendremos que cambiar de piso -dijo ella.

– No pueden escaparse -le dijo él-. Llamen a la policía.

– ¿A la policía? No.

– Si él está en peligro, tendrá que hacerlo. Cuando lo encuentren, puede contar al abogado lo que sabe y los dos estarán seguros. Se lo prometo.

Por lo menos eso esperaba.

Ella dudaba.

– Me mantengo lejos de los flics, estoy fichada.

– No importa lo que ocurrió en el pasado -repuso él-. Piense en Paul.

En su rostro podía ver la lucha por la que estaba pasando.

– Podría venir a casa en cualquier momento.

René esperaba que así fuera. Si no, tendría que buscarlo.

– Ahora dígame dónde podría estar escondido.

Jueves por la noche

– Así que, músico, ¿por qué te persigue ese tipo? O ¿es al revés? -dijo Aimée. Su aliento, un rastro de vapor, se disipaba en el aire de la noche sobre la pista de hielo iluminada al aire libre en la rotonde de la Villette-. Necesito saberlo.

– Los dos lo necesitamos -repuso Lucien Sarti recostándose en la barandilla y mirando hacia el suelo.

Unos pocos patinadores, la mayoría parejas a esta hora de la noche, cruzaban el hielo. La música casi ahogaba el distante chirrido de los frenos de la estación de metro de superficie de Stalingrad.

– Es el que está intentando que me acusen de algo.

– ¿De terrorismo? -preguntó ella-. ¿Es miembro de tu comando separatista, eh, canalla?

Él negó con la cabeza.

Tras ellos se percibía la cúpula de la rotonda de La Villette, una arcada circular con el frente de columnas dóricas y que había sido cuartel durante la Comuna y luego depósito de sal. Delante de ellos tenían la ancha cuenca de negras aguas que fluía a sus pies y se estrechaba en el canal Saint Martin.

Por lo menos estaban en un sitio público al aire libre, aunque solo unas pocas personas, acurrucadas para protegerse del frío helador, esperaban haciendo cola en la crêperie.

En su frío muslo todavía notaba la calidez que había sentido cuando el muslo de él la había rozado. El instinto le decía a gritos que tenía que ser el otro tipo al que Cloclo se había referido. ¿Acaso no la había defendido Lucien Sarti? Pero: «Nunca des nada por supuesto». Ese había sido el lema de su padre.

Él sacó el cuchillo del bolsillo y lo mantuvo en la mano. Una gastada empuñadura de madera y hoja de sierra.

– Es un cuchillo de los que se utilizan para limpiar el pescado -dijo-. El arma que se utiliza en los muelles de Bastia.

Ella sabía que también se utilizaban en las cocinas de los restaurantes. Entonces vibró su teléfono móvil. ¿Sería René? Presionó «Responder».

– Aimée, perdona que te avise tan tarde. -La penetrante voz de Martine, su mejor amiga desde el lycée, retumbaba al otro lado-. Gilles ha matado más faisanes de los que podemos comer en toda la vida. Los he desplumado, cubierto de hierbas y se están asando. Y tenemos un Brillat-Savarin perfecto para después de la cena. Di que Guy y tú vais a venir, por favor.

Por esa época, Martine habitaba el mundo del distrito 16. Veladas y châteaux el fin de semana. Cortesía de su novio, Gilles. Pero a Aimée ese entorno le resultaba muerto y demasiado formal.

– Martine, no puedo hablar -susurró volviéndose hacia el canal.

– ¿Te has vuelto a pelear con Guy?

– ¿Eh? ¿Qué dices?

– Ya me has oído, Aimée.

No tenía sentido disimular. Más valía decirle la verdad. Nunca podría mantenérsela oculta a Martine durante mucho tiempo.

Se cubrió la boca con la mano.

– Guy me ha dejado, Martine -murmuró-. No es un buen momento. -No sabía dónde meterse, apurada por si Lucien Sarti podía oírla.

– Entonces ¡claro que tienes que venir! -dijo Martine elevando la voz ronca-. Está aquí el colega de Gilles de Le Point. Te gustará.

¿El periódico conservador de derechas conocido por sus nostálgicos artículos sobre la era de de Gaulle? Probablemente no.

– Mira, me está siguiendo un tipo… -susurró Aimée.

– Como suele decirse, lujuria siempre, pero amor siempre. ¡Fijo que no pierdes el tiempo! -dijo Martine-. ¿Es un chico malo?

– Malo malísimo.

– Tiens! Quieres decir… nom de Dieu! ¡Otra vez no! ¡No me digas que te estás metiendo en líos!

– Luego, Martine. -Cortó la comunicación y se volvió.

– Tu chico se ha marchado, ¿no?

Ella hubiera querido colarse por la tapa de la alcantarilla a sus pies.

Sarti recostó sus largas piernas contra la verja de la pista de patinaje. El brillo de las luces del muelle se reflejaba en sus ojos. Ojos perdidos en la distancia.

– Mi chica… la que una vez fue mi chica… ahora pertenece a otra persona.

– Lo siento. -La había pillado de improviso y no sabía qué más decir. Esas cosas pasaban, como bien lo sabía ella.

– La vida es como un tren -dijo él en voz baja-, y yo me bajé demasiado pronto.

Quizá ella también. No lo había intentado lo suficiente con Guy. Ahora de alguna manera sentía que ella y Sarti compartían algo, como si remaran en el mismo bote.

Tenía que volver al grano.

– Hablemos de ese tipo, del que quiere colgarte el muerto. ¿Es tu doble? ¿De qué lo conoces?

– ¿A Petru?

– Si ese es el que se parece tanto a ti.

– Es de otro clan -le contó Lucien Sarti-. Somos diferentes.

¿Otro clan? Sonaba anticuado, isleño.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella. Mantenía la vista en el escaso número de personas en el puesto de crêpes bajo los arcos. Del puesto colgaba una lámpara de queroseno. Podía escuchar el roce de los patines en el hielo, la risa de las parejas aquí y allá, y los compases de un vals de Strauss mecidos por el viento.

Aunque tendría que parecer temeroso, Lucien Sarti más bien parecía estar triste y melancólico. No parecía un asesino.

– Echo en falta el ritmo de vida en el pueblo -dijo-. Aquí la gente toca la bocina en los semáforos rojos y corremos de una estación de metro a otra. Corriendo, siempre corriendo. En Córcega el ritmo de vida es humano.

– Pues parece que Petru se ha adaptado estupendamente -repuso ella-. ¿Para quién trabaja?

– Deberías saberlo -contestó él.

Ella pensó con rapidez. Por supuesto. Yann Marant dijo que Lucien Sarti había llegado tarde a la fiesta.

– Tú estabas en la fiesta de monsieur Conari. ¿Qué tienen que ver Petru y sus matones?

– ¿Sus matones? Lo único que sé es que ella… alguien me ha advertido de que Petru ha hecho llegar panfletos terroristas al estudio de grabación y lo ha arreglado todo para que me arresten.