Y había sido cariñoso, especialmente los últimos días. Hablar con él todos los días, a veces dos veces, que le dijera que la necesitaba, que solo ella podía ayudarlo, y que todo saldría bien.
Dejaría el cuerpo, marcharían a Saint Raphael y comprarían aquel pequeño bistró. Pero ahora, gracias a esa llorica celosa, todo había terminado.
¿Una prueba? ¿Qué más necesitaban además de la pistola humeante de Laure? Esos juges d'instruction cada vez ponían las cosas más difíciles. Tal y como Jacques decía pronto tendrían que grabar en vídeo el crimen antes de que detuvieran a alguien.
¿Qué es lo que había escondido Jacques la noche en la que ella llegó pronto a casa? Grogui, se estiró para recoger las pastillas y las recogió de una en una, puso algunas de ellas de nuevo en el tarro y tomó dos más. ¿O fueron tres?
Quedaba poco que pudiera consolarla. La mayoría de los días solo se relacionaba en el trabajo o con la cajera del Casino, el supermercado, que vivía en el piso de abajo. Su vida había sido mecánica y carecía de vida desde que Jacques se marchó. Y ahora se había ido para siempre.
El Marie Claire se cayó al suelo. Sus músculos se relajaron. Se le nubló la mirada y vio como un aura de luz color vainilla que entraba por la ventana desde la calle. ¿No hablaba su horóscopo de un sol de colores…?
Jueves por la noche
– Lo siento, no hay nadie más -dijo el ama de llaves de Felix Conari-. ¿Petru? No lo he visto. Los señores han salido.
– Por favor, tengo que ponerme en contacto con monsieur Conari -dijo Aimée.
– ¿Monsieur Conari? -dijo el ama de llaves apurada-. Ha ido derecho desde el aeropuerto a los servicios religiosos de la iglesia Saint-Pierre de Montmartre. Es lo único que sé.
– Merci -dijo Aimée cortando la comunicación.
– Tengo un bolo -repuso Lucien.
– Primero vamos a la iglesia.
El taxi se detuvo en la rue Saint-Rustique, la calle más antigua de Montmartre y que era lo suficientemente ancha como para un carro del siglo XII. Ella entregó treinta francos al conductor.
– Quédese el cambio -le dijo, quizá esperando ganar el karma que le permitiera conseguir un taxi a última hora de la noche, y él sonrió.
Había un canalón por el medio de la calle, como si fuera una costura del revés. La calle conducía a la iglesia Saint-Pierre, una iglesia construida sobre las ruinas de templos romanos dedicados a Marte y Mercurio. En el siglo V se había erigido allí una abadía que luego se convirtió en la cuna de la Compañía de Jesús. Ahora constituía la capilla más antigua de París; durante la Revolución fue una oficina de telégrafos, en la guerra franco-prusiana, un almacén de municiones prusiano y durante la época de la Comuna, una fortaleza contra los comuneros y las masas hambrientas a las que no quedó otro remedio que cazar ratas.
Las puertas italianas de bronce tallado permanecían abiertas y dejaban ver una capilla de piedra medieval iluminada por velas. Un pequeño grupo de gente abandonaba la misa. El patio, que habitualmente estaba lleno de turistas, aparecía desierto en esta noche de invierno.
El perfume empalagoso del incienso hizo que le picara la nariz. Sus pasos resonaban mientras pasaban de largo la estatua de Marie Thérèse de Montmartre y caminaban hacia las columnas coronadas por hojas esculpidas.
Felix Conari saludaba al sacerdote con un apretón de manos y sostenía su mano entre las suyas. A su lado se encontraba un hombre de pelo gris vestido con traje oscuro, corbata roja y camisa azul, el uniforme típico de los tipos del ministerio. Era un rostro que ella había visto a menudo en el periódico junto al del ministro de Interior.
La Iglesia y el Estado. Malos socios. No le gustaba nada.
Conari la vio. Si se sorprendió, no lo demostró. Instantes más tarde, se excusó y se unió a ellos.
– Perdone, monsieur Conari, pero su ama de llaves…
– ¿No se lo ha dicho mi mujer? ¡Ah! Se me había olvidado que estaba en una recepción, pero me alegro de que me haya encontrado. -Conari le rodeó los hombros con el brazo a Lucien-. Ça va, Lucien?
Lucien asintió vacilante.
– Hemos celebrado la misa anual en memoria de mi hermana. Vamos, hablemos fuera -dijo Conari. Tenía la corbata de seda arrugada y los ojos tristes y enrojecidos. Cerca de la columna recogió su abrigo marrón que descansaba sobre un portatrajes con una etiqueta de Air France.
En el exterior de la iglesia, a la que daba sombra el Sacré Coeur, se abotonó el abrigo y los condujo a la verja del cementerio adyacente. La neblina coronaba la parte alta de la rue Mont-Cenis, la calle que en el pasado fue una antigua ruta de peregrinos.
– Tenemos que aclarar este malentendido, Lucien -dijo Felix.
El oscuro cementerio, con el cartel que decía que abría una vez al año, dejaba entrever sarcófagos que se hunden, inclinados cual ebrios. Druidas, romanos, hombres de la Edad Media: de alguna manera, todos yacían ahí abajo.
– ¿Cómo podemos ponernos en contacto con Petru? -preguntó Aimée.
– Se suponía que tenía que haber venido a buscarme al aeropuerto.
– Nos amenazó hace dos horas.
– No lo he visto desde el lunes -repuso Conari-. No lo entiendo.
Parecía estar tan perdido como ella. Ella pensaba que Conari tendría las respuestas. Se había agarrado a posibles conexiones como a un clavo ardiendo, y ello estaba impulsado por un sentimiento en sus entrañas sostenido solo por una conversación en corso escuchada por casualidad, el cuerpo de Zette colgando de la puerta de un servicio, lo que vio desde el tejado un niño de nueve años, unas luces por la noche en una obra y un regusto amargo en la boca con respecto a Ludovic Jubert.
– Felix, ¿qué está ocurriendo? -preguntó Lucien.
Conari suspiró.
– Yo también estoy preocupado -dijo-. Petru no ha devuelto mis llamadas.
– Petru ha tratado de incriminarme, y me ha estado siguiendo.
– ¿En serio? ¿Te ha amenazado, Lucien? -Conari hizo un movimiento negativo con la cabeza-. Petru es muy impulsivo y a veces se pasa de la raya. Pero esto me da asco.
– ¿Qué se pasa de la raya, Felix? -dijo Lucien-. Ha colocado información en el estudio que me relaciona con los terroristas y luego ha puesto a la policía sobre aviso.
– Eso me dijo Marie-Dominique -dijo Conari-. Por fuera es una golondrina, pero por dentro es un halcón protector, como todas las mujeres de Vescovatis.
Lucien sintió que una vena latía en su frente, a duras penas visible bajo uno de sus rizos negros. Así que la mujer de Conari había avisado a Lucien.
– ¿Por qué, Felix?
– Pregúntaselo a él -dijo Conari-. He tratado de localizarlo desde que me llamó Marie-Dominique. Tiene que haber un malentendido, pero no te preocupes. Salvaré el acuerdo con Soundwerx.
– Pensé que Kouros se había echado atrás. -Los labios de Lucien se tensaron.
– Lucien, hijo, ¡firmamos el contrato! -repuso Felix-. Míralo desde el lado positivo.
– Pero Kouros no lo firmó -negó Lucien con la cabeza.
– Un apretón de manos suyo es su palabra. ¿Te acuerdas, Lucien?
– No si existe el mínimo tinte de la Armata Corsa. Lo dejó bien claro.
– Tenemos un contrato, Lucien -dijo Conari-. Haré que vayas al estudio de grabación en cuanto pueda. Ahora mismo tengo que concentrarme en mi contrato para la construcción.