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– ¿Cuánto hace que Petru trabaja para usted? -preguntó Aimée.

– Unos seis meses. Hace un poco de todo -contestó Felix Conari-. Su primo se casó con mi hermana. Es de un clan diferente al de Marie-Dominique.

– ¿Puede esto explicar que la haya tomado con Lucien y haya saboteado su contrato de grabación?

– Los impulsivos corsos no me dicen nada, mademoiselle -dijo Conari-. Me casé en una familia y trato de ayudar a la gente como Lucien cuando puedo, pero las ofensas del pasado no me interesan.

– ¿Fue una de sus tareas cubrir el asesinato de un flic en el tejado del edificio frente al suyo durante la fiesta?

– ¿Petru? -exclamó Conari abriendo mucho los ojos-. ¿Cree que disparó a alguien? No, estaba sirviendo la cena, en la mesa. Tú lo viste, Lucien. Todos lo hicimos.

– Una testigo oyó que había hombres en el tejado hablando en corso -repuso ella.

– ¿En medio del estruendo de la tormenta? -dijo Conari meneando la cabeza.

– Creo que a la policía le interesará todo esto, monsieur Conari. Principalmente si se enteran de que usted ha contratado a un sospechoso terrorista corso.

Lucien retorcía las manos al tiempo que agarraba fuertemente la funda de su instrumento musical.

– ¿Terrorista? ¿Petru? Tiene que haber un error. Puede que se haga el machito… -Conari apoyó la punta de un dedo en su párpado inferior, un gesto pasado de moda que quería decir «¿me estás tomando el pelo?»-. Quiero ayudar, pero no tengo ni idea de por qué dejaría información falsa. Puede que mi mujer lo entendiera mal.

– Pero usted ha dicho que ha desaparecido.

– Tenemos que arreglar esto. -Conari sacó su teléfono móvil y pulsó la marcación rápida-. Petru, ya he vuelto. Tenemos que hablar -dijo antes de cerrar el teléfono con un ruido sordo-. Ha salido el buzón de voz. Les avisaré en cuanto me llame.

– ¿Qué número tiene? -dijo ella. Aimée grabó el número en su teléfono al tiempo que Conari se lo mostraba.

– ¿Vive con usted?

Conari hizo un gesto negativo.

– Petru vive en algún lugar del quartier.

– ¿No sabe dónde vive?

– Se acaba de mudar, pero es muy discreto sobre muchas cosas -dijo Conari-. Ahora que lo pienso, es muy extraño.

– ¿Dónde vivía antes?

– Cerca de la place Froment, encima de una tienda de ultramarinos turca -respondió Conari.

– ¿Puede ser un poco más exacto, monsieur Conari?

– Una vez lo recogimos allí -dijo-. Yo esperé en el coche al lado de la tapia del cementerio. Veamos, recuerdo que lo recogió mi chofer. La tienda tenía de todo: comida, narguiles, hasta vídeos turcos.

– Tengo que marcharme. Tengo un bolo, Felix -dijo Lucien, cambiando de hombro la mochila.

– Lucien, créeme. Mademoiselle Leduc, siento lo ocurrido. Petru tiene mal genio, pero ¿largarse así? No entiendo nada.

– ¿Dónde estaba usted, monsieur Conari?

– Estoy negociando con el ministerio. Es muy difícil si tenemos en cuenta cómo estos ataques separatistas agravan la situación.

Toda la culpa era de los separatistas, y todavía no le había contestado.

– ¿Dónde estaba usted, monsieur Conari?

– La isla de la belleza. Córcega -suspiró.

El sacerdote hizo un gesto a Conari para que se acercara.

– Perdonen, tengo que dar las gracias al padre.

* * *

– Lucien, exactamente ¿dónde viste esas luces?

Aimée temblaba frente al edificio en cuyo tejado habían disparado a Jacques.

– Las luces salían de por encima de la barandilla. Desde aquí se ve el agujero -señaló Luden.

– ¿Dónde?

Le rodeó la cintura con las manos, unas manos fuertes, y la levantó. Sus ojos solo se encontraron con un agujero negro como el carbón rodeado de escarcha.

– Puntos de luz que se movían -dijo él.

¿Un túnel?

Él volvió a dejarla en el suelo. Apoyó las manos en sus caderas un momento más de lo estrictamente necesario.

– Mañana husmearé por la antigua casa de Petru, si la encuentro. Mientras, si vuelve a aparecer, llámame. -Le entregó su número-. ¿No tienes móvil?

– Va contra mis principios -repuso Lucien.

Era una molestia, y hacía más difícil localizarlo.

– Si Petru se cruza en mi camino, me ocuparé de él. -Lucien se echó al hombro la bolsa-. De verdad que llego tarde al trabajo.

– Mira…

– Deja un mensaje a Anna en Strago.

– Ya lo he hecho.

– Solo un consejo. -Hizo una pausa, su rostro en medio de las sombras-. Una chica como tú debería mantenerse alejada de tipos como ese.

Enfadada, Aimée retrocedió un paso. Sus tacones se hundieron en la nieve medio derretida.

– ¿El tipo del cuchillo? ¿Qué crees? ¿Que yo lo he invitado? Me persigue -dijo ella-. Y después de que yo encontrara ajusticiado a Zette, el dueño del bar, me amenazó. Otro corso.

Al otro lado de la pared se podía oír cómo una lata chocaba contra el suelo y los chillidos de un gato. Ella hizo una pausa.

– Con los que debo tener cuidado es con los que son de tu tipo.

Entonces él rodeó su cintura con sus manos y la besó en las mejillas, unos besos suaves, cálidos y prolongados. Ella tomó aire envuelta en su calidez y el húmedo regusto de su chaqueta de cuero. Flotaba en el aire una fría promesa de nieve.

– Especialmente los de mi tipo, detective -le susurró al oído.

Ella lo miró hasta que desapareció entre las sombras y se extinguió el eco de sus pasos, todavía sintiendo su calidez en su rostro.

Jueves por la noche

Laure intentó gritar, pero de su garganta solo salían sonidos ahogados. Las verdes paredes parecían distintas, la habían cambiado de sitio.

– Enfermera, la paciente está agitada. Monitorice el electrocardiograma. ¡Ahora!

A su lado se hallaba un médico con bata blanca, y su prominente nariz y su identificación plastificada reflejaban la luz de las parpadeantes máquinas.

– Laure, tranquilízate, no hagas esfuerzos. ¿Puedes sentir esto?

Un pellizco. Frío.

Ella negó con la cabeza. Pensó que había negado con la cabeza. Solo se movían sus dedos pulgar e índice. Se concentró.

– Pestañea, Laure -dijo él-. Una vez para decir «sí» y dos para decir «no». ¿Puedes hacerlo?

Laure pestañeó dos veces.

– ¿Qué es eso? ¿Estás tratando de decirme que no sientes nada?

Ella pestañeó de nuevo dos veces. Sintió que los ojos se le salían de las órbitas. Él no podía ver sus dedos moverse sobre la blanca sábana. Quería gritar: «¡Mira, mis dedos!». El médico se inclinó hacia adelante y su estetoscopio se balanceaba sobre su pecho bajo las blancas sábanas.

Hazlo. Tócalo. Demuéstraselo.

Pero su mano no respondía. Siguió con la mirada el recorrido que haría con los dedos; casi podía sentir la suavidad del disco de acero, su frialdad al tocarlo. Pero al igual que un motor que se cala, que trata de arrancar, tose, se ahoga y petardea hasta detenerse, el resto de su cuerpo no cooperaba.

– Dale dos miligramos de Valium -dijo el médico-. Tenemos que controlar los temblores o se soltarán los tubos.

Mirad mis ojos… ¡mis ojos! Pestañeó dos veces rápidamente. No más medicamentos, no más atontarle la mente y las palabras. Tenía que comunicarse, contárselo.

Encontrar a Aimée.

– Doctor, está intentando decirnos algo -dijo la enfermera-. Esa dosis la va a dejar inconsciente.

– Hágalo, enfermera.

Laure tiró del estetoscopio con tanta fuerza que se soltó de su cuello.

Jueves por la noche