Él entendió el mensaje de sus ojos.
Un momento después sacó una cadena con llaves junto al marco de la puerta. Ella las fue probando hasta que una encajó, la giró y abrió la puerta.
– Merci -dijo al tiempo que le devolvía las llaves-. Allô? -Llamó a la puerta de Nathalie.
Encontró a Nathalie tirada sobre su propio vómito sobre el suelo de parqué. A través de su boca abierta la respiración silbaba laboriosamente. A su lado yacían el teléfono y el bote con las pastillas.
Aimée sintió pánico, la agarró por las axilas, la arrastró hasta el pequeño cuarto de baño y puso su cabeza sobre el inodoro.
– ¡Vamos, Nathalie! ¡Echa el resto! -la urgió.
Nathalie giró la cabeza y su pelo negro se quedó pegado en sus delgados pómulos.
Aimée echó mano de los guantes de goma que estaban al lado del frasco de limpiador Cif al lado de la ducha, se los puso y metió un dedo en la garganta de Nathalie. Se produjo una fuerte arcada seguida de vómito, todo encima de los zapatos con tacón de leopardo de Aimée y sobre el suelo, pero nada dentro de la taza.
¡Y por quince francos más, los podía haber impermeabilizado!
Entonces Nathalie vomitó de nuevo, y esta vez apuntó bien.
– ¡Nathalie! ¡Nathalie! ¿Me oye?
Su cabeza reposaba sobre el borde del inodoro.
Estaba claro que ya la había interrogado lo suficiente sobre la afición al juego de Jacques.
Aimée se quitó los zapatos, los puso en el lavabo y los limpió con un trapo. En la otra habitación cogió el teléfono y marcó el 17 del SAMU, el cuerpo de ambulancias, y dio la dirección.
– He encontrado a Nathalie Gagnard inconsciente con medio frasco de Ambien, la he hecho vomitar…
Se oían chasquidos y sonidos de fondo como el ruido de las olas.
– Dense prisa.
– Mandamos una ambulancia que ya está en la zona -dijo una operadora de voz tranquila-. Tardará dos o tres minutos.
– Hay varios tramos de escaleras.
– ¡Ah! Uno de los especiales de Montmartre -dijo la operadora-. Así que nada de médicos nenazas para este servicio. Gracias por avisar.
– ¿Tengo que hacer algo?
– Mire si hay más pastillas.
Aimée rebuscó por todo el suelo y encontró varias pastillas en las ranuras entre los listones de madera.
– Acabo de recoger más Ambien del suelo.
– Asegúrese de que no tiene nada en la boca y de que puede respirar, de que no exista ninguna obstrucción.
La camilla que transportaba a Nathalie golpeaba la pared y uno de los voluntarios, que llevaba un brazalete del Hôpital Bichard alrededor del brazo, echaba juramentos. Aimée cerró la puerta del piso de Nathalie tras ellos, utilizó el resto del Cif para limpiar todo lo que había en el suelo y puso sus zapatos a secar cerca de la salida de aire de la calefacción. Una vez hecho todo eso, localizó unos granos de café en el congelador de Nathalie, que era tan grande como un camión, los molió y encontró una cafetera Alessi de metal machacada por el uso. Encendió el gas, que cogió vida con una llama azul.
No se marcharía del piso hasta que encontrara alguna prueba que documentara que Jacques jugara. Las dos habitaciones, situadas en la esquina del edificio, permanecían prácticamente intactas y tenían un alto techo hueco y esculpido. Se dio cuenta de que una vez fueron parte de un salón de baile. Permanecía un cierto encanto decadente a pesar de su reconversión en sala de estar y un rincón para dormir.
Mientras la cafetera vertía goteando el café y emitía su ruido siseante, registró el apartamento. No había escritorio, archivos o libros. Nada. Solo un montón de sobadas revistas Marie Claire y un periquito dormido en una jaula cubierta y con una caja de comida para pájaros debajo. ¿Dónde guardaba Nathalie sus cuentas, los cheques y los recibos?
Buscó en los armarios de la cocina, bajo la alfombra de sisal, desenfundó el sofá, comprobó las tulipas de las lámparas y palpó bajo la mesa, por ver si encontraba algo pegado con cinta adhesiva. Nada. En el armario de Nathalie encontró una selección de faldas, camisas blancas, varias chaquetas y un vestido negro, además de un surtido de pañuelos de colores para adornar su guardarropa básico.
¿Nunca llevaría vaqueros?
Aimée se puso de rodillas y dio en el blanco. Bajo la cama de Nathalie encontró un abultado archivador verde oliva. Lleno de muescas, viejo y… cerrado con llave. Lo sacó de debajo de la cama, lo arrastró por el suelo hasta la cocina y allí hizo girar su lima de uñas en la cerradura. En lugar de abrirse, la cerradura se atascó y se rompió. ¡Menuda suerte! Pensó que eran gajes del oficio, un acompañamiento perfecto para una noche muy agitada: le habían puesto un cuchillo en la garganta, se había encontrado con un sarcástico y melancólico artiste cuyo tacto quería olvidar, el recuerdo de Felix Conari, de su afiliación con la Iglesia y con el Estado, y solo una referencia entre dientes de una empastillada Nathalie a la afición al juego de Jacques. Y luego el añadido especial de Nathalie, ¡vomitar sobre sus zapatos de tacón buenos!
Estaba determinada a encontrar algo mientras se secaban sus zapatos, así que escarbó en los cajones de la cocina, encontró un mazo para la carne, concentró toda su energía y golpeó la cerradura con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que saltó.
Se encontraba mejor e intentó forzar el cajón de arriba haciendo palanca, pero acabó utilizando un abrelatas para abrirlo por un lateral. Dentro se guardaban notificaciones bancarias en carpetas que se remontaban a varios años atrás. El segundo cajón contenía cartas y el tercero, sobre todo, recetas y recortes.
Revolvió dos terrones de azúcar moreno en la descascarillada taza de café y bebió a pequeños sorbos, al tiempo que bostezaba mientras inspeccionaba los archivos. Los estados de cuentas de los últimos cinco años requerían una tediosa comprobación. Abrió la ventana, una sola rendija, intentando así mantener la mente despejada. A sus pies yacían los esqueletos cubiertos de escarcha de las vides que producían una cosecha todos los otoños. El orgullo de Montmartre, pero ácido. Un gusto adquirido. Encontró una manta de ganchillo azul y envolvió sus pies con ella.
Papeles de bancarrota, la sentencia de divorcio. Se inclinó hacia adelante y comenzó a trabajar. En la ventana de Nathalie, las lastimeras notas de alguien que ensayaba con un violonchelo acompañaban el sonido del goteo del hielo al derretirse.
Se trataba de una aburrida rutina de comprobación de notas financieras escritas a mano y documentos del banco impresos. Al cabo de media hora descubrió las discrepancias. Importantes. Y fácil efectuar un seguimiento, una vez que hubo descubierto el patrón a seguir.
Los cuantiosos ingresos habían comenzado hacía tres meses, coincidiendo con la sentencia de divorcio de los Gagnard y con la bancarrota. ¡Ningún flic pluriempleado ganaba cincuenta mil francos al mes trabajando a tiempo parcial! No le extrañaba que Jacques hubiera convencido a Nathalie para que mantuviera la autoescuela. Era el lugar perfecto para disimular el montante de francos que se depositaban cada mes desde hacía tres. ¿Sería una simple forma de ocultar un chantaje?
Mientras miraba la limpia y práctica cocina y los muebles del apartamento instalados a partir de kits de montaje de Ikea, dudaba sobre si ella compartiría con él esos aires de grandeza. Simple avaricia, exigiendo siempre más… ¿habría sido eso su perdición?
Pero todo esto no disipaba la posibilidad de que lo que había matado a Jacques era algo que él conocía.
Con las pocas máquinas trucadas que había visto, dudaba de que Zette pudiera permitirse un pago de cincuenta mil francos al mes. Jacques podría haber recogido dinero de otros pequeños propietarios de bares y haber acaparado el distrito. ¿Seguiría un patrón?