– ¿Paul? -contestó René, aliviado.
El pálido rostro de René resplandecía a luz de la farola. De alguna parte les llegaba el tenue maullido de un gato y unos pasos que corrían.
– Tu madre está muerta de preocupación -dijo René-. Hace un frío que pela. ¿Dónde está tu abrigo?
– ¡Otra mentira! Maman sabe que soy yo el que cuida de los dos -dijo con mirada desafiante aunque le temblaban los labios-. Soy el hombre de la casa.
René no supo qué decir cuando oyó al vacilante «hombre de la casa» con la cara sucia de tierra y calcetines de marcianitos desparejados, uno azul y otro amarillo, que se le veían por encima de sus zapatos de lluvia.
– Vamos arriba, Paul -dijo-. Si lo que quieres decir es que te mentí sobre lo de Toulouse-Lautrec…
– No eres detective -interrumpió Paul.
– Soy detective informático -contestó René.
– Demuéstramelo.
Se oía el eco de pasos en la distancia.
– Aquí tienes mi tarjeta -dijo René mientras miraba nerviosamente a su alrededor y trataba de empujar a Paul para que avanzara-. ¡Y contento con que no le he dicho nada a tu madre sobre los aviones! Ahora vete para dentro antes de que te congeles.
Jueves por la noche
Aimée viró bruscamente en las escaleras cubiertas de hielo para evitar a una señora mayor con un schnauzer. Trepó los interminables tramos de escaleras y de nuevo metió la lima de las uñas en su teléfono móvil. Tenía un mensaje. ¿Por qué no había sonado? ¿No habría cobertura en la butte? ¿O sería porque le faltaba la antena? Si René había ingresado en el banco el dinero de Varnet se compraría otro teléfono.
Escuchó el mensaje.
Ruido de interferencias y luego la voz de René: «Aimée -se oía a René jadear-. El solar de la rue André…».
La línea volvió a hacer ruidos y el mensaje se cortó. ¿Habría intentado René investigar sin ella y se habría metido en problemas?
Dio dos vueltas alrededor del cuello a la larga bufanda de lana y se la ató con un nudo al tiempo que se adentraba corriendo en la fría noche. Era mejor olvidarse del poco frecuente metro nocturno. Llegaría antes a pie.
Preocupada, Aimée pasó de largo corriendo la empinada rue des Saules y la perlada cúpula del Sacré Coeur que se vislumbraba sobre los oscuros tejados. Bajó a toda velocidad por la serpenteante rue Lepic con sus contraventanas. En el exterior del Jungle, el club senegalés de la rue Gabrielle, se juntaba un numeroso grupo de gente y se podía oír el sonido de la música que llegaba desde dentro.
– ¿Dónde vas con tanta prisa? Hemos cogido mesa, ven con nosotros -gritó un hombre.
– Non, merci -dijo ella esquivando al hombre que se reía al tiempo que sus pasos resonaban en los irregulares adoquines.
En la place Emile-Goudeau se resbaló al pisar el agua que manaba del canalón y casi perdió pie. Pasó por el lavadero Bateau-Lavoir, el antiguo estudio de Picasso y Modigliani y ahora una galería de arte. Casi sin respiración, se detuvo junto a la fuente Wallace de verde metal y deseó que los pies no le dolieran y que su camisa no estuviera empapada de sudor. Entonces corrió escaleras abajo. No quedaba mucho, solo unas pocas calles más suponiendo que pudiera seguir corriendo.
Sentía que no le llegaba el aire, pero cruzó una place des Abesses azotada por el viento y se mantuvo a la izquierda. Bajó la escalinata agarrándose a la doble barandilla y pasó de largo la estación de Cloclo en la entrada de un edificio adornado con medallones de piedra. Ni rastro de Cloclo, solo oscuridad.
La rue André Antoine estaba desierta si no fuera por el viento que la azotaba. Entonces distinguió dos figuras, dos pequeñas figuras, apenas visibles en la entrada de un edificio.
– ¡René!
Mientras se acercaba vio que su acompañante era un niño pequeño de mirada desafiante y que estaba temblando. Aimée se quitó el abrigo.
– Debes de ser Paul -le dijo arropándolo con su abrigo.
– ¿Dónde tienes el ordenador?
– En la oficina -repuso ella tomando aire.
– Ya era hora, Aimée -dijo René.
– He encontrado a Nathalie Gagnard con una sobredosis de pastillas -repuso ella-. A la pobre le están haciendo un lavado de estómago, pero encontré los asientos bancarios de Jacques y algo más que merece la pena leer.
Él respiró hondo.
– Lo siento. Igual me he pasado. Varnet ha soltado la pasta, esa es la buena noticia. Somos solventes.
Paul le devolvió el abrigo bruscamente, entró corriendo en su edificio sin decir una palabra y cerró la puerta de un portazo.
– ¿Qué es todo esto, René? -preguntó Aimée-. ¿No has convencido a la madre de Paul para que le dejara declarar?
– Nuestra testigo es la madre. Vio tres disparos.
– ¿Tres? Pero ella bebe, ¿no? Yo pensaba que Paul…
– Te lo cuento mientras volvemos -interrumpió René.
Viernes por la mañana
Aimée giró el mando de porcelana blanca de su bañera con patas. Gracias a Dios se había encendido el calentador. Vertió esencia de lavanda. La bañera emanaba vapor cuando hundió las frías piernas y los pies doloridos en el agua caliente.
Su mente vagaba mientras inhalaba la lavanda con un toque a limón. La historia de la madre de Paul que René le había contado, los nombres de los planetas, la frase «buscando el tren», lo que mencionó Borderau sobre la filtración de datos codificados y el papel impreso que había encontrado entre los archivos de Nathalie. Todo le daba vueltas en la cabeza, como un remolino. Cinco minutos más tarde, cuando el agua solo le llegaba a las caderas, la llama del gas chisporroteó y se apagó.
Estupendo.
Se secó con una toalla y se vistió con la gastada bata de franela de su padre y con calcetines de lana. Con el papel impreso trabajó con el ordenador portátil en la cama buscando y seleccionando páginas de codificación. Sin ningún éxito. Necesitaba a Saj.
Cuando el cielo se teñía del naranja del amanecer, se acurrucó bajo el edredón y se durmió, agotada. La despertó el teléfono en su oreja y cuando abrió los ojos vio el cursor del ordenador portátil parpadeando al lado de su cara.
– Allô?
– Aimée, tenemos un grave problema -dijo René-. Maître Delambre se ha marchado a Fontainebleau a una vista. Isabelle se está arrepintiendo. Dice que no puede testificar. ¿Qué hago?
No podía dejar que se le escapara la testigo.
– Nos vemos en el quai des Orfévres, 36 -repuso ella-. Tráela contigo, sea como sea.
Llenó el lavabo con cubitos de hielo y metió la cara para despertarse. Manteniendo la respiración, mantuvo la cabeza sumergida hasta que se le durmieron los pómulos. Se puso medias negras, una falda de lana y un jersey negro de cachemira y subió la cremallera de las botas hasta la rodilla. Cuando ya estaba en la puerta cogió el abrigo y luego echó a correr escaleras abajo mientras repasaba los labios con carmín rojo Stop Traffic.
Llamó a la Proc según corría a lo largo del muelle. Era su única esperanza. Ocho minutos más tarde se juntó con René y con Isabelle, que se acurrucaba al lado de la garita del guardia. Por encima de ellos las nubes color gris metálico amenazaban nieve. Alrededor de sus tobillos se arremolinaban las hojas húmedas que el viento impulsaba desde el canalón.
– Bonjour, tenemos una cita -dijo, mostrando su identificación a dos guardias con uniforme azul.
Condujo a René y a una vacilante Isabelle hacia el patio de la préfecture y torció a la izquierda bajo los arcos que llevaban a las anchas puertas de madera marrón.
– ¿Dónde está Paul? -preguntó Aimée.
– En la escuela -contestó Isabelle mirando a René-. ¿Dónde está su ordenador? Usted dijo que trabaja con ordenadores.
– Algunas veces tenemos que hacer las cosas de forma anticuada -repuso René.