Subieron varios tramos de escaleras de la escalinata de azulejos marrones. Aimée recordaba que cuando era pequeña las contaba. Seguían siendo los mismos quinientos treinta y dos escalones. Cuando llegaba arriba, si los había contado bien, su padre le daba un Carambar. En la Dirección de Aplicación de Ordenanzas volvió a mostrar su identificación.
Isabelle retrocedió cuando vio al grupo de policías que estaban en lo alto de la escalera.
Un flic de uniforme los condujo a lo largo de un pasillo de altos techos en el que pasaron de largo una serie de despachos con la puerta abierta. Sus pasos resonaban en el reluciente suelo de madera. Unas pocas cabezas levantaron la vista cuando entraron al largo pasillo con arcos del ala del procureur général. Aimée podía oír a alguien que se reía y retazos de conversación: «Salvo que sea el milagro de los panes y los peces, su vista coloca al tipo en la boulangerie en el momento del asesinato». También olía el aroma del café.
Se detuvo. Isabelle se había parado en seco y se estaba abrochando el abrigo, con los labios apretados.
– Me marcho.
– ¿Qué ocurre, Isabelle?
– Olvídalo -dijo Isabelle negando con la cabeza.
A Aimée la entró el pánico. Quisiera decir que era demasiado tarde. Que mucho dependía de ella. En su lugar, asintió.
– También a mí me pone nerviosa este lugar.
– Stupide, me marcho. No puedo verme involucrada.
– Ya sé que es pedirle mucho -dijo Aimée, sudando-. No insistiríamos, René no sería tan persistente a no ser que fuera absolutamente necesario. Recuerde, no tiene nada que ver con usted o con Paul.
– ¡Qué fácil es decir eso para usted! -exclamó Isabelle al tiempo que se giraba para marcharse.
Estaba asustada, probablemente nerviosa y necesitaba algo de beber. Aimée tenía que encontrar la manera de llegar hasta ella y convencerla. Rodeó con su brazo los delgados hombros de Isabelle.
– Tiene razón, Isabelle, para mí es muy fácil decirlo. Puede dejarme ahora mismo, bajar las escaleras y marcharse. Sin embargo, han asesinado a un hombre y usted tuvo la mala suerte de ver los disparos. Y si no habla, los asesinos se saldrán con la suya. Seguramente volverán a hacerlo. Además alguien está detrás de Paul…
Se detuvo. Isabelle no la miraba a los ojos. Estaba tan cerca y, sin embargo…
– Voy a recoger a Paul -dijo Isabelle-. Lo llevaré con mis hermanas a Belleville.
– ¿Me está diciendo que olvidará todo esto cuando haya salido al muelle o cuando lleve a Paul a otra escuela? ¿No se estará preguntando si el tipo que buscaba a Paul aparecerá de repente en su puerta? ¿No se preocupará pensando que esta vez lo encontrará?
Los ojos de Isabelle se nublaron.
– Estuve un tiempo en la cárcel. Fue hace años, pero no se tomarán en serio lo que diga.
– Eso ya está pasado. Usted sabe lo que significa estar en la cárcel. Es donde irá mi amiga si no nos ayuda -dijo Aimée-. René ha encontrado un sitio para usted y para Paul. Un sitio seguro. Por favor.
– Mademoiselle Leduc -llamó el flic aclarándose la garganta al tiempo que les hacía un gesto con la mano para que se acercasen-, les recuerdo que la Proc tiene una agenda muy apretada.
Las arrugas en las comisuras de los labios de Isabelle se habían relajado un poco.
– ¿Hoy? -preguntó a Aimée-. ¿Podemos ir hoy?
– En cuanto hable usted con la Proc. Lo hará bien, solo tiene que decir la verdad. La Proc es una persona justa. Recuerde eso.
– Entrez -llamó una voz de mujer después de un único golpe en la puerta.
El flic abrió la puerta y con un gesto les indicó que entraran. Techos altos, ventanas con vistas al Sena, una foto enmarcada de Mitterrand con la banda azul, blanca y roja de Le Président. El despacho en una codiciada esquina indicaba el estatus de Edith Mésard.
La Proc llevaba el cabello rubio y lacio retirado detrás de las orejas. Con su traje verde oscuro de Rodier y sosteniendo un dosier en sus manos, tenía un aspecto formidable. Esa era la palabra que Morbier había utilizado para describir las habilidades fiscales de la Proc. Junto a su escritorio estaba sentado un hombre de pelo blanco.
– Bon, sea breve, mademoiselle Leduc. Tiene quince minutos -dijo la Proc.
– Gracias por sacar tiempo, madame la Proc -comenzó Aimée.
– Supongo que no le importa que esté presente un asesor de Asuntos Internos -comentó Edith Mésard-. Le interesa lo que pueda deducirse de todo esto.
El hombre del pelo blanco y complexión rubicunda desbordaba su traje azul marino de doble botonadura. Sus ojos se movían rápidamente en su dirección, examinándolos. ¿Quién era?
– Mucho mejor -repuso Aimée aclarándose la voz-. Este es mi socio, René Friant; Isabelle Moinier y usted es…
– Ludovic Jubert -dijo, sin quitarle los ojos de encima.
Sintió que un color se le iba y otro se le venía y pesadez de plomo en los pies. Por fin le había hecho salir. Sin embargo, la invadía el miedo.
– Monsieur Jubert, usted trabajó con mi padre, ¿verdad? -Se detuvo buscando las palabras-. Llevo tiempo intentando hablar con usted.
– Eso tengo entendido, mademoiselle Leduc.
¡Concentrarse! Tenía que concentrarse en sus reacciones a la vez que lo que dijera resultara comprensible para la Proc.
– Se pueden poner al día más tarde, seguro -dijo Edith Mésard con voz calmada en un tono de acero-. ¿No dijo usted que era urgente, mademoiselle Leduc? La escucho.
– La noche en la que mataron a Jacques Gagnard, mademoiselle Moinier, que vive en la rue André Antoine en el edificio de al lado, vio tres fogonazos. Creo que eso significa que se hicieron tres disparos. Creo también que una bala con alto contenido en estaño y que está siendo analizada actualmente en el laboratorio de la policía, y no la Manhurin de la agente, fue la responsable de los restos de pólvora en las manos de Laure Rousseau.
– Y, ¿qué quiere decir con eso?
– Que Laure no disparó contra su compañero.
– No entiendo -dijo Edith Mésard-. ¿De dónde ha salido esa bala que está siendo «analizada»?
– De lo alto del tejado. Yo extraje la bala de la chimenea.
Ludovic Jubert no había abierto la boca. Ni siquiera había pestañeado. Tras él, los copos de nieve flotaban en la ventana y se mecían en el tráfico que se movía a paso de tortuga en el muelle. Luego desaparecían a sus pies en el peltre del Sena.
– ¿Quién cree que disparó a Jacques Gagnard?
– Otra vecina escuchó a hombres hablando en corso en el andamio que rodea el tejado.
Edith Mésard miró a Ludovic Jubert. Aimée vio que él se encogía de hombros ligeramente.
– Espere un momento afuera con su socio, por favor -pidió Edith Mésard.
– Parece que has visto un fantasma -dijo René.
Ella asintió y se sentó a su lado en un banco de madera. El radiador del vestíbulo chisporroteaba y de él emanaban pequeñas ráfagas de calor.
– Y lo he visto. En carne y hueso.
Al lado de un tiesto con una palmera había un carrito de metal con varios cafés.
– ¿Me lo cuentas tomando un café?
Ella asintió.
Él se acercó hasta el borde del banco, deslizó unos francos en una lata que tenía una nota pegada que decía «dos francos s'il vous plâit», llenó dos tazas de plástico con el café y le pasó uno a ella.
– Tiene que ver con mi padre, y con Jubert.
– ¿Con tu padre?
– Y con un encubrimiento. -Suspiró, se recostó en el respaldo y le contó lo que Laure había apuntado sobre el hecho de que su padre había estado envuelto en algún tipo de encubrimiento y sobre la supuesta relación entre Jubert y la explosión en la place Vendôme que había matado a su padre.