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– Así que ¿me está diciendo que Georges Rousseau aceptaba sobornos y se convirtió en corrupto -dijo-, pero fue condecorado y ascendido porque se necesitaba su red de confidentes? Entonces ¿por qué Laure cree que el corrupto era mi padre y que la prueba está en un informe?

– Utilice su imaginación -dijo él.

– ¿Me está usted diciendo que el padre de Laure señaló al mío y lo culpó de sus propios errores?

– Más o menos.

– ¿Dónde está el archivo?

– Los RG congelaron la mayoría de ellos.

– No le creo -dijo ella meneando la cabeza.

– Mademoiselle, le conviene hacerlo. -Se levantó-. Sigue usted siendo la pequeña revoltosa, ya veo -dijo-. La niñita de papá. Su padre quería un chico, ya sabe.

¡Hijo de puta! Eso dolía. ¿Cómo podía saberlo?

Se agarró al borde de la butaca con los nudillos blancos. No le dejaría ver cómo la habían desestabilizado sus palabras. Se acordó de las divagaciones de Laure y de los comentarios que Morbier había garabateado en el periódico.

– Todo esto tiene que ver con la investigación sobre los separatistas corsos de hace seis años, ¿verdad? El asunto sobre de dónde conseguían las armas. Ese es el informe secreto. Mi padre estaba trabajando en ello, ¿no es así? ¿Con usted?

Ludovic Jubert apagó su cigarrillo y asintió.

– Su padre siempre dijo que era lista -dijo.

– ¿Tenía todo eso algo que ver con la explosión en la place Vendôme que lo mató?

– Para nada. Es como se lo he contado. Volvamos al presente, ¿de acuerdo? -Abrió un cajón del escritorio y sacó un archivo.

– Creemos que este hombre dirige una cédula separatista en Montmartre. Contamos con usted para encontrarlo -dijo entregándole la ficha-. Mire dentro. Es un terrorista corso, un miembro de la Armata Corsa, responsable de las amenazas de bomba a la Mairie y de atracos en los que se han utilizado armas robadas hace seis años.

– ¿Armas de Europa del Este?

– Traídas de Croacia y almacenadas por nuestro ejército en Solenzara, por lo menos hasta que desaparecieron hace seis años. Durante este último año han aparecido en París con una regularidad alarmante.

– ¿Cómo lo saben?

– Tenemos orejas grandes, mademoiselle.

Orejas Grandes… ¿Franchelon?

Abrió la ficha y se encontró con la imagen de Lucien Sarti que la contemplaba.

Viernes por la mañana

Laure se incorporó en la cama del hospital, con el teclado del ordenador sujeto sobre la mesa como si fuera un atril.

– Très bon, está usted progresando maravillosamente, el comisario está encantado de que pueda utilizar este equipamiento especial -dijo la joven terapeuta con una sonrisa resplandeciente-. Cada vez que pulse una tecla, yo copio la letra. Hasta ahora ha dicho: «Me acuerdo» y lo que parece ser un nombre y un número de teléfono, ¿no es así?

Laure pestañeó. Ojalá dejara de caérsele la baba y pudiera darse prisa. ¿Por qué no llamaba a Aimée esta mujer de voz edulcorada?

– Informaré al agente de guardia y veremos lo que podemos sacar de aquí. -Dio unos golpecitos a Laure en el brazo-. Quiere escuchar inmediatamente cualquier cosa que pueda usted saber que pueda ser útil en su investigación. -Laure pestañeó dos veces para decir que no.

Deslizó su dedo en las letras «a…h…o…r…a».

– ¿Ahora?

Laure pestañeó. Por su barbilla fluía la fría saliva y sintió que los hombros resbalaban en la maldita almohada.

– Perdone, Laure -dijo la terapeuta-. Primero tengo que comprobarlo con el agente.

La terapeuta salió de la sala. Laure resbaló aún más hacia abajo y su cabeza se hundió en la almohada. Y entonces vio el lapicero. Lo atrapó entre el dedo pulgar y el índice. Ojalá pudiera golpear el auricular del teléfono para separarlo del aparato. Lo aplastó con todas sus fuerzas. El manoseado auricular se tambaleó, pero permaneció en su sitio.

Volvió a intentarlo, está vez haciendo cuña con el lapicero por debajo y elevándolo. Cuando cayó el auricular, oyó el tono de marcación. Rápido, tenía que hacerlo rápido antes de que regresara la terapeuta o el mensaje grabado dijera: «Si desea hacer una llamada…».

Pulsó las ocho cifras del número de Aimée. ¿Dónde estaba el botón para llamar?

Escuchó pasos y vio el uniforme azul.

– ¿Qué está haciendo?

Viernes por la mañana

Aimée entregó los francos a Pascalou, el carnicero de su barrio, que se limpió las manos en el sucio delantal con manchas rojas que le presionaba su rotunda figura.

– Te he puesto un pequeño vicio -dijo sonriendo-. Algo que le gusta a Miles Davis.

– Lo mimas mucho, Pascalou -respondió ella.

– Ya es hora de que tenga un amigo especial, Aimée -contestó amonestándola con el dedo.

¿Y yo qué? Aimée solo sonrió.

– Merci. -Se metió el cambio en el bolsillo y sujetó el paquete envuelto en papel parafinado blanco con los trozos de pierna de cordero para Miles Davis. Las campanillas de la carnicería tintinearon cuando cerró la puerta.

No hacía ni treinta minutos que había escuchado a Jubert describir la cédula terrorista que ocultaba armas en algún lugar de Montmartre. Ella no había mencionado nada con respecto a Lucien Sarti. No podía imaginárselo. Le seguían machacando las sospechas sobre Jubert. ¿Mantendría su parte del trato por lo que se refería a Laure?

Tenía que encontrar a Petru, cada vez más convencida de que él era la clave de todo y no Lucien. No había motivo para informar a Jubert todavía. Le entregaría un terrorista, pero no sería el que esperaba.

Primero tenía que trabajar en lo de Franchelon para averiguar cómo habían seguido el rastro de la red terrorista hasta llegar a Lucien Sarti.

Llamó a Saj, encargó comida india en el passage Brady y encendió el portátil en su casa. Para cuando llegó Saj vestido con un amplio abrigo afgano bordado de lana shearling, sobre la repisa de la chimenea ya había colocado las pakoras y el thali vegetariano y el vapor que emanaba de la comida empañaba el deslustrado espejo de detrás. El olor a comino y a curry de coco llenaba el salón de su casa, desdoblado en despacho.

– Huele de maravilla -dijo él.

– ¿Listo para hacer horas extras? -preguntó ella-. Creo que te va a gustar este proyecto.

Saj echó un vistazo a la pantalla del portátil.

– Franchelon, ummm. ¿Así que estamos trabajando sobre el espionaje en red por satélite? -preguntó.

– ¿Espionaje en red? Me gusta -dijo, mientras sus dedos seguían tecleando-. Buzón secreto digital, ¿has oído hablar de eso?

Él colocó el abrigo detrás de la silla y se quitó las sandalias.

– Es lo que yo hago continuamente. ¿Dónde está René?

– En su casa -repuso ella recostándose en la silla-. Trabajando.

– Así que están vigilando vuestra oficina igual que la última vez, ¿verdad?

Saj era listo.

– ¿Quién es esta vez?

– Se supone que separatistas corsos, o la mafia local disfrazada de Armata Corsa. Unos tipos encantadores, de cualquier forma.

Saj se detuvo sosteniendo un trozo de pan Naan de ajo a medio camino entre la mesa y su boca.

– ¡Y que luego digan que no eres un imán para los chicos malos! No lo entiendo. René y tú trabajáis en seguridad informática. ¿Cómo puede ser que te veas envuelta en algo con esos salvajes?