Abrió el archivo de su portátil que había copiado de la STIC y revisó la información sobre Jacques Gagnard. Dos minutos más tarde lo encontró. Qué estúpida. Tenía que haberlo comprobado antes. Había servido en el ejército en Solenzara y lo habían despedido por mala conducta. ¿Sería por el juego? Había ocurrido hacía seis años. ¿Por vender las armas desaparecidas? Pero los ingresos de dinero en su cuenta eran recientes.
– ¿Qué está pasando por esa cabeza de pelo pincho?
– Pensamientos ilegales. -Le sonrió ampliamente-. Acaba las pakoras y enséñame el portal de Franchelon.
– Mira, yo soy un hacker, y puedo entrar en los sistemas informáticos. También me encargo de codificar. ¿Qué tipo de trabajo es este?
– Uno importante. ¿Puedes apuntar a los posibles centros de decodificación en Francia o, mejor aún, en el área de París?
– Comprueba esto -dijo Saj-. En el área de París, en el suburbio de Alluets-le-Roi, la DGSE tiene una gran instalación de parabólicas y de otro tipo de antenas -dijo Saj mientras abría un correo electrónico-. Pero, según mi amigo, también manipulan la información interceptada aquí mismo en París.
– ¿Dónde? -Aimée se levantó.
– En la piscine -dijo él.
– ¿En una piscina?
– Así la llaman. Está en el boulevard Mortier, justo detrás de la piscina municipal. -Se refería al cuartel militar en Belleville bordeando la périphérique y que en el siglo XIX había sido sede del batallón 104 de Le Mans.
– Así que, en teoría, ¿la filtración de datos codificados saldría de ahí?
Saj sonrió.
– Estás decidida a encontrar una relación, ¿no?
Se estaban acercando, lo presentía. Podía olerlo. No solo humo, sino chispas que podían avivarse hasta convertirse en fuego.
– Míralo de este modo -dijo-. ¿Qué harías si tuvieras las habilidades necesarias y teniendo acceso a esta información codificada averiguaras la existencia de una agenda oculta que, digamos, vende documentos militares o ministeriales, planes para Córcega? ¿O armas robadas?
– Los mejores planes, los que de verdad funcionan, son los más sencillos -repuso él.
– ¿Sencillos? Tú me dirás…
Según él hablaba, una idea iba tomando forma en la mente de Aimée. ¿Sabría Jacques quién estaba proporcionando las armas? ¿O cómo?
– ¿El ideal? Un tipo que sabe de programación, probablemente alguien externo, ya que el Ejército no ha formado todavía a muchos de ellos. O quizá sea parte del equipo que instaló el sistema, o instaló una línea de fibra óptica para la comunicación por satélite, por ejemplo. Conoce el programa ya que lo ha instalado o lo ha diseñado. Conoce sus puntos débiles. Un día algo falla y reparándolo o analizando el sistema se da cuenta de que constituye la puerta trasera por la que se accede a información valiosa. Puede ser que esto sea así solo durante unas horas, o durante un período de tiempo, o quizá se las pueda arreglar para tener la puerta abierta durante una hora una vez a la semana. Y entonces vende este tren de datos.
Un genio. Eso es lo que era Saj: un genio.
– ¡Una puerta trasera, por supuesto! Y ¿qué ocurre con la clave de decodificación?
– Buena pregunta. Nadie puede leer los datos sin la clave. Esa es la parte del dinero, descifrarlos. Digamos que proporciona la clave por un precio, pero solo es válida una vez. La cambian constantemente.
Si Saj podía pensar así, existían muchas posibilidades de que alguien más lo hiciera.
Entregó a Saj el recorte impreso que había encontrado entre los archivos de Nathalie.
– ¿Como esto?
Saj echó un vistazo al recorte y dejó escapar un silbido.
– Deja que lo mire con detalle. Tienes una mente perversa, Aimée -dijo, mientras comenzaba a teclear sin parar.
– Mira quién fue a hablar. -Recogió su bolso. Era hora de echar a andar-. Llámame cuando encuentres algo.
Aimée cogió el metro hasta la estación Guy Moquet, llamada así en memoria del miembro de la Resistencia comunista de diecisiete años. Se detuvo en el andén y vio una copia de su última carta detrás de una placa de cristal. Había sido escrita desde la cárcel y estaba fechada en 1943. Diecisiete años. Lo que se le quedó fue que su única preocupación era que su muerte hubiera sido en vano. ¿Qué pensaría ahora si viviera?
Intentó hablar con Cloclo, pero no obtuvo respuesta. Subió las escaleras del metro y salió al aire frío que helaba los huesos. Echó a andar rue Lamarck arriba encorvada para protegerse del viento y dejó atrás un aparcamiento, una funeraria, una pequeña tienda de instrumentos musicales de la que salía un hombre con la funda de un violín y un zapatero con el alto escaparate lleno de miniaturas de zapatos de porcelana. Al llegar a la place Froment se encontró frente a seis pequeñas calles que se cruzaban en una isleta ovalada frente a un café con un cartel rojo en el que se leía: «Tabacos». Al otro lado de la isleta se hallaban una escuela para motoristas, una panadería con los paneles de cristal pintados al estilo de la belle époque con descoloridas escenas de trilla, un moderno bar restaurante y una farmacia con la cruz de neón encendida sobre el escaparate. Un enclave burgués. ¿Se habría confundido Conari? ¿Habría hecho el viaje en balde?
Pasó al lado de una tienda de ultramarinos árabe con recipientes de frutas y verduras expuestos en el exterior bajo un toldo. Enfrente se encontraba el Hôpital Bretonneau, que fue en el pasado un hospital infantil y que ahora estaba habitado por okupas a juzgar por el grafiti que decía: «Arte libre, artistas libres». Era enorme y cubría la mayor parte del bloque.
Giró hacia la rue Carpeaux y entró en el café de la esquina que olía a perro mojado. Había un spaniel tumbado detrás del mostrador, al lado de su dueño, que tenía un teléfono móvil en la oreja. Por lo que parecía, el café había sido decorado por última vez en los años cincuenta.
El dueño la saludó con la cabeza, con el teléfono sujeto entre el cuello y el hombro.
– Monsieur, estoy buscando una tienda de ultramarinos turca -dijo Aimée.
Señaló con el pulgar hacia el ennegrecido muro del hospital que rodeaba el cementerio de Montmartre.
– Merci.
¿Cómo se habrían sentido los pacientes ante la vista que se contemplaba desde sus ventanas, un cementerio con árboles dispersos rodeado por una alto muro que contenía el lugar del descanso final de Émile Zola, entre otros?
Sin contar con el viñedo y los cementerios, el hospital ocupaba una de las mayores parcelas de la zona. En el muro habían colocado un cartel que confirmaba el acuerdo de demolición y reconstrucción fechado en 1986, pero aún no habían reconstruido el lugar.
Después espió la tienda de ultramarinos turca, un establecimiento a pie de calle con recipientes con fruta, salsa de tomate Parmalat y un polvoriento narguile en el escaparate. En el interior se oía el lamento de música turca y dos hombres jugaban a las cartas sobre el mostrador junto a la caja registradora. La estrecha tienda estaba llena hasta las viejas vigas del techo de conservas, sandalias de goma, artículos sueltos y cintas y videos turcos.
– Bonjour, messieurs -dijo, cogiendo una botella de Vittel y dejando unos francos sobre el mostrador-. Salaam Aleikoum.
– Aleikoum Salaam -respondió el más viejo de los dos hombres devolviendo el saludo.