– Si me permiten que les interrumpa un momento -dijo ella-, mi amigo Petru solía vivir aquí arriba, pero ha cambiado de casa. ¿Tienen alguna idea de dónde puedo encontrarlo?
– ¿Petru?
– Es corso. Se cambia de color de pelo más a menudo que yo -repuso ella sonriendo-. Me entienden, ¿verdad?
– No lo he visto hace tiempo -dijo el hombre. Su compañero le dijo algo en árabe-. Lo siento, mi amigo dice que lo vio ayer.
Le dio las gracias y salió por la puerta abierta a un pequeño portal en el que olía a detergente de pino. Una mujer joven vestida con una bata azul y con el pelo recogido en un espeso moño negro pasaba la fregona en los agrietados azulejos.
– Pardon, madame, busco a Petru, un corso. ¿Ha dejado una dirección en la que se le pueda encontrar?
La mujer puso la fregona en el cubo de metal.
– Se ha ido. -Se detuvo y se pasó una mano por la frente-. Aquí la gente no deja direcciones cuando se marcha -dijo. Tenía acento portugués-. Limpio, todo está limpio, el lugar está vacío.
Del bolsillo de la mujer colgaba un pendiente brillante. A Aimée le resultaba familiar. Se quedó mirándolo fijamente.
– ¡Qué bonito! Es un Diamonique, ¿verdad?
La mujer agarró fuertemente el pendiente y retrocedió.
– Madame, ¿se lo ha encontrado usted en las escaleras o en el apartamento de Petru?
La mujer negó con la cabeza.
– Vino una prostituta a buscar a Petru, ¿no? Llevaba bisutería de este tipo -dijo Aimée.
– Yo hago mi trabajo, limpio portales, paso la fregona en las escaleras y…
– ¿Cuándo estuvo aquí? ¿Ayer, ayer por la noche?
La mujer se santiguó.
– Yo no robo.
– Claro que no. Pero, ¿vio usted…?
– ¿Ha dicho que yo lo he robado? -Los ojos de la portuguesa pestañeaban con miedo-. Limpio bien. Verra, mire. No perder mi trabajo. Está herida. Ojo morado, grande, hinchado. ¿Vendrá a por mí?
– ¿Que está herida? ¿Quiere decir que le han pegado una paliza?
La mujer asintió.
– Yo le digo que Dios la perdonará esta vida -dijo la mujer-. Le digo que vaya al Bus des Femmes, que descanse. Ayudan a mujeres como ella. Ella se ríe de mí. Luego lo encuentro esta mañana. -Puso el pendiente en las manos de Aimée-. Lléveselo. No importa. No creo problemas.
Preocupada, Aimée se preguntó si llegaría a tiempo.
Aimée encontró el Bus des Femmes, la unidad móvil que ofrecía ayuda médica, legal, social y práctica a las prostitutas en activo, aparcado cerca de la porte de St. Ouen. Era una hermosa autocaravana pintada de violeta a través de cuya puerta abierta emanaban el vapor y la fragancia del café. En el interior sobre una pequeña mesa estaban unos folletos y la cafetera. De una ventana colgaba una cesta de paja llena de condones con los colores del arco iris y con la leyenda «Cógeme, soy tuyo» impresa. Dos mujeres charlaban sentadas en unos bancos alargados mientras tomaban café. Otra mujer estaba haciendo un crucigrama.
Por su maquillaje, sus minifaldas y sus corpiños Aimée se imaginó que las mujeres se habían tomado un descanso en el trabajo. El aire cerrado y cálido, lleno de aroma a perfume barato contribuía a una atmósfera relajada, al sentimiento de refugio seguro.
– ¿Un café?
Aimée se detuvo delante de una mujer joven vestida con chándal y que llevaba una carpeta bajo el brazo.
– No, gracias -dijo-. Pensaba que quizá Cloclo estaría aquí.
– Soy Odile, la ayuda legal. -Sonrió y le tendió la mano-. ¿Cloclo es tu amiga?
– Por así decirlo, sí -dijo Aimée-. Creo que a Cloclo le han dado una paliza.
Odile asintió.
– Lo vemos cada vez más. Muchas se han trasladado desde los bulevares hasta zonas más discretas: aparcamientos, salones de masaje. Lo que tratan de evitar es a la Brigade des Moeurs, la brigada moral. O trabajan durante la madrugada, desde las tres hasta las siete cuando la mayoría de la gente está en casa durmiendo. Pero ese trasladarse a lo clandestino las hace un objetivo más fácil de los ataques violentos.
Por supuesto.
– ¿Es de Europa del Este? -preguntó Odile-. Esas chicas hacen entre veinte y treinta servicios al día para evitar que sus chulos les den una paliza.
Aimée esperaba que Odile no la hubiera visto hacer una mueca de asco.
– Es algo mayor y trabaja en la rue André Antoine -respondió Aimée-. Es una chandelle -dijo, una prostituta que espera bajo la luz de una farola-. ¿La ha visto?
– Supongo que se da usted cuenta de que respetamos el derecho de las mujeres a su intimidad. Ni los clientes ni los flics consiguen información. Si no la ve por aquí, lo siento, no puedo ayudarla.
– Si la está viendo un médico, ¿podría decirle que estoy aquí? Está en peligro.
– Eso les ocurre a todas nuestras mujeres -dijo Odile encogiéndose de hombros.
Aimée vio los panfletos que hablaban sobre el comercio sexual y los albergues para mujeres en situaciones críticas, las gastadas plataformas de la mujer que estaba haciendo el crucigrama y los moratones en sus piernas que el maquillaje no conseguía ocultar.
– No la he visto -reveló Odile.
Desilusionada, Aimée cruzó el bulevar en dirección al metro. Se imaginaba que Cloclo también había estado buscando a Petru. Puede que hubiera averiguado dónde vivía ahora, pero había desaparecido. Probablemente la estaba haciendo dar vueltas sin más ni más.
Echó un vistazo a través de los cristales empañados de varias cafeterías esperando encontrar a Cloclo, pero no la vio. Al llegar al Café la Rotonde, el último antes de llegar a la estación del metro, miró en el interior. Ni rastro de Cloclo en la barra. Sin embargo, cuando estaba a punto de rendirse, Aimée la vio, acurrucada con su abrigo negro, los pies levantados, sentada en una mesa alejada de la entrada, al lado de la pared sucia de tabaco.
Aimée pidió un brandi y lo pagó.
– Parece que le vendría bien algo fuerte -dijo posando el brandi sobre la mesa frente a Cloclo. La decoración del café parecía ser la misma desde los años treinta, a no ser por el estruendo de la televisión que se oía en todo el bar.
– Otra vez usted no -dijo Cloclo. Pero extendió su mano y cogió la pequeña copa abombada.
– ¿Ha sido Petru el que le ha hecho esto?
– ¿Ese? -bufó Cloclo.
– ¿No iba usted de camino al Bus des Femmes?
– No tienen de esto -dijo Cloclo dando un trago al brandi.
– El Bus des Femmes tiene un médico, Cloclo. Tendría que verla -dijo-. ¿Dónde está Petru?
– ¿Por qué?
Y entonces se derrumbó. Dentro de ella se acumulaban el dolor y la ira.
– Petru es su chulo, ¿verdad? Me mintió, incluso después de que le advirtiera del peligro.
Cloclo hizo un gesto de despecho con la mano llena de anillos de bisutería.
– Me estalla la cabeza. Escuche, me pagó para que le dijera cuando la viera a usted -dijo frotándose la sien.
¿Que le pagó?
– Yo le daré el doble. ¿Dónde diablos está?
Y por primera vez, Aimée vio el miedo en el rostro maquillado de Cloclo.
– Tengo que irme -dijo Cloclo mientras rebuscaba en el bolso.
Aimée se acercó aún más y posó las manos sobre los hombros de Cloclo.
– No hasta que me diga dónde puedo encontrar a Petru.
Cloclo echó un rápido vistazo al café.
– No es seguro. Y no es mi chulo.
Cloclo apuró el brandi.
– Ellos se lo llevaron.
Aimée se puso rígida.
– ¿Quiénes?
– Se detuvo una furgoneta; unos tipos lo agarraron y la furgoneta arrancó.