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– ¿Unos tipos con gorras negras y plumíferos, uno de ellos con mala dentadura?

Cloclo asintió.

– ¿Dónde fueron?

– Se largaron a toda velocidad, no sé adonde.

Aimée vio los cardenales rojos en el cuello de Cloclo y se imaginó su desolador futuro. Tiró el pendiente y cincuenta francos sobre la mesa con marcas de agua.

– Vaya a que la vea el médico, Cloclo.

Viernes, a última hora de la tarde

La oscuridad había teñido la húmeda calle repleta de taxis y autobuses. Los transeúntes se aferraban a sus bolsas de la compra y se apresuraban con los cuellos del abrigo levantados para protegerse del aire gélido.

Aimée estaba desconcertada, no sabía hacia dónde ir, dónde seguir investigando. Llamó a Strago, pero no obtuvo respuesta. Entonces se le ocurrió una idea.

Sebastian, su primo, conocía el ambiente de los clubes. Contactó con él en su tienda de marcos en Belleville. El ruido de fondo del golpear de los martillos le decía que su primo pequeño se había quedado hasta tarde trabajando.

– ¿Sebastian?

Los golpes cesaron y fueron reemplazados por el lento zumbido de la sierra.

– Es un pedido urgente, Aimée -dijo-. Doce láminas que enmarcar y colgar para un restaurante que abre mañana. No tengo tiempo de trepar tejados esta noche.

Su negocio había despegado. Ella se sentía orgullosa de él. Y llevaba ya cuatro años limpio y alejado de las drogas.

– Una pregunta: estoy buscando un discjockey que pincha vinilo, Luden Sarti. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

– ¿Cuál es el alias?

– ¿El alias? Ni idea. Es un músico corso, toca una mezcla de tecno y música polifónica.

En el silencio que siguió podía escuchar el ruido del afilado y perforado del metal.

– Podría pinchar un estilo totalmente distinto de su propia música.

– ¿Qué quieres decir?

– Jazz tradicional, cibernética, electrónica, industrial de los ochenta, trance. Cualquier cosa.

No tenía toda la noche. ¿Cómo podría encontrarlo?

– Sebastian, por favor sé más concreto.

– Los discjockey ofrecen un servicio a la multitud asidua a los clubes, así se ganan la vida. Los buenos crean su propio estilo y lo protegen. Llevan una doble vida. Sé de un flic que pincha vinilo cerca de République, pero nunca lo sabrías. Un sitio barriobajero y sucio lleno de góticos, punkis, heavies y sin techo.

¿No había dicho Lucien que él dormía en cualquier sitio?

– ¿Cómo se llama?

– Gibus, en la rue du Faubourg du Temple -repuso él.

– Gibus… ¿es ese el argot para un sombrero de copa?

– Eso es. Todos pinchan ahí en algún momento.

Podía empezar por ahí. Y con un poco de trabajo, tenía el atuendo adecuado.

* * *

Encontró Gibus en una calle estrecha bajo las vías del tren. No tenía nombre en el exterior, solo una rozada puerta cubierta de grafitis frente a la que fumaban unos cuantos góticos. Podía escuchar el aleteo de las palomas según emprendían el vuelo desde las roñadas vigas sobre sus cabezas.

La galería cubierta estuvo en su momento ocupada por almacenes para las mercancías que llegaban por ferrocarril. En la actualidad, carteles recién pintados anunciaban que era el lugar escogido para un centro de Internet y software denominado «Silicon Alley» patrocinado por el Gobierno. A juzgar por las paredes desconchadas y los edificios dilapidados les faltaba mucho camino por recorrer.

Aimée atravesó la puerta después de entregar veinte francos a un cabeza rapada con varios dientes de oro.

– ¿Hay discjockey hoy?-preguntó.

Él asintió y desató la gastada cuerda de terciopelo de la entrada que conducía a un pasillo con paredes rosas fluorescentes.

– Hoy tenemos noche gótica. Cuidado con los escalones.

Gótica. No parecería estar demasiado fuera de lugar con su largo vestido negro de red y las enredadas extensiones morenas. Si Sebastian le había dado las indicaciones correctas alguien que estuviera metido en el mundo de los discjockey conocería a Lucien. Descendió a oscuras, agarrándose a la barandilla de metal de una estrecha escalera de caracol y, para no caerse, vio por dónde iba, palpando la húmeda pared del pasillo subterráneo abovedado que vibraba al ritmo del heavy metal. Tenía las manos húmedas y cubiertas de una pátina aceitosa.

El pasillo se ensanchaba formando una caverna que olía a papier d'arménie, las antiguas tiras de color rosa oscuro que se doblaban como un acordeón y se quemaban para dar buen olor a las habitaciones dejando un aroma significativo. Un aroma que ella asociaba con su profesora de piano, una mujer rusa que lo quemaba para ocultar el hecho de que cocinaba en un hornillo en la misma habitación en la que daba clases.

Aimée podía oler algo más. Se imaginó que olía a gato para mantener a raya a la población roedora. Bien hecho.

Sus ojos se acostumbraron a la tenue luz emitida por las velas negras encendidas en hornacinas en las paredes y que rodeaban la barra. La tribu gótica, hombres y mujeres, tenían los labios y las uñas pintados de negro. Se congregaban apoyados en las paredes húmedas o sentados sobre lo que parecían ser reclinatorios, presentando así una imagen que recordaba a los tapices medievales actualizados con un toque del siglo XX. Unos cuantos góticos se agrupaban para conversar a la vez que contemplaban un volumen encuadernado en piel con una cruz dorada en la cubierta. ¿Estarían negociando una misa negra after-hour?

Escuchó voces que se elevaban en una discusión. Alguien vomitaba en una esquina. En este tipo de lugar, había que estar moviéndose todo el rato para evitar una pelea. Se recogió el borde del vestido que le arrastraba y se dirigió hacia la barra.

Su segunda incursión esa noche.

Pidió al barman una cerveza belga con sabor a frambuesa. El barman lucía una fila de aros de plata que trepaban por su oreja y en su brazo brillaban una serie de brazaletes fluorescentes como si fueran serpientes retorcidas. Pagó, pero no le dejó que le sirviera la cerveza en un vaso alto porque se dio cuenta de que el fregadero estaba lleno de agua asquerosa llena de espuma. Cogió la botella. Percibió que la higiene no era una prioridad en ese lugar.

Altavoces último modelo atronaban desde sus huecos en hornacinas de piedra. Una mujer que se recostaba en uno de los bancos como de iglesia marcaba el ritmo con la cabeza, los ojos pintados de negro como oscuros agujeros en su rostro. Las cadenas tintineaban al chocar con el collar de pinchos de su cuello.

– ¿Quién es el que pincha? -preguntó Aimée acercándose a ella sigilosamente.

– MC Gotha, mi novio -dijo la mujer mostrando el orgullo en su voz-. Bueno, ¿no? Él lo llama Zero la Crèche.

Por lo menos eso es lo que Aimée pudo descifrar ya que el pirsin que la mujer llevaba en la lengua hacía incomprensibles sus palabras. El discjockey se inclinaba sobre una mesa de mezclas. Tenía mucho pelo, llevaba una camiseta ajustada de licra negra y los anillos de plata de sus dedos captaban los reflejos del parpadeo de las velas negras.

– Pensé que vendría hoy -dijo Aimée como hablando para sí misma-. Le prometí que le devolvería esta mezcla.

La mujer se encogió de hombros y se movió cambiando de postura dentro de las raídas botas de plataforma.

– Ese otro discjockey, el músico corso, ¿sabes?

– Esta noche es gótica -dijo la mujer entrecerrando los ojos.

Aimée echó un vistazo a la multitud.

– Pincha por todos los sitios. De verdad que tengo que encontrarlo. -Se detuvo-. Apuesto a que tu novio lo conoce. ¿Me lo presentas? -Como no estaba al día del protocolo, se imaginó que sería sensato pedir que los presentaran después de ver las uñas puntiagudas pintadas de negro y el vial de líquido granate que, como sangre, colgaba del cuello de la mujer.