– ¿Quién está detrás de esto? -Ella se arrodilló, rasgó el dobladillo del vestido negro de red y lo utilizó para hacer un torniquete en la herida que tenía Petru en la pierna. En uno de los pisos de arriba brillaban las luces. En su bolsillo volvió a vibrar el teléfono, pero lo ignoró. Escuchó un portazo y pasos. Los de la DST. No eran los tipos con los que le apetecería encontrarse en estas oscuras escaleras.
– ¿Quién está, Petru?
Se le cerraban los párpados.
– La parcela de Conari… el hospital… un túnel.
Conari… el hospital. Pensar, tenía que pensar. Atrajo a Lucien hacia ella.
– Dame media hora antes de decirles nada, ¿entiendes? -Pero Petru había cerrado los ojos y su cabeza se había inclinado hacia delante.
– Ya me ocupo yo de él -dijo Lucien empujándola hacia un lado.
– Los de la DST se ocuparán de ti si no nos vamos ahora mismo -dijo ella alarmada.
Su mirada mostró que comprendía.
– ¡Rápido! -Subió corriendo las escaleras de dos en dos, jadeando y deseando no haber ganado ese kilo. Cuando alcanzó la parte de arriba junto a una école maternelle, escuchó que Lucien venía tras ella.
Su teléfono volvió a vibrar. Recuperó la respiración y pulso el buzón de voz. Dos llamadas, ambas con interferencias, y luego alguien que respiraba. Una respiración fuerte. Luego el sonido del teléfono que chocaba contra el suelo y «Enfermera, la paciente…». Luego, un zumbido.
El corazón le dio un vuelco. ¿Estaría Laure intentando llamarla? Consiguió que sus manos dejaran de temblar y pulsó el botón de rellamada.
– Oui?-contestó alguien en voz baja.
– Soy Aimée Leduc. Tengo varios mensajes en mi teléfono.
– Nuestra paciente, Laure Rousseau, está muy agitada. Parece que está intentando comunicarse con usted. Puede utilizar un teclado.
¿Estaría bien Laure? ¿Estaba intentando comunicarse con ella?
Aimée oía ruidos confusos de fondo.
– No puede hablar, pero puede pulsar letras y números en un teclado.
– Y ¿qué es lo que ha dicho? Quiero decir, ¿tecleado? -preguntó Aimée, deseando que la enfermera se diera prisa.
– Su nombre, su número y algo que parece algo así como «recuerda… hombres que dijeron bretón». Eso es todo.
– ¿Los hombres del tejado? Pregúntele si fueron los hombres del tejado. Enfermera, por favor.
Aimée escuchó cómo la enfermera se lo preguntaba.
– Ha dicho que sí.
Laure recordaba algo del tejado.
– ¿Quiere decir Bretonneau, el hospital?
– Parece cansada…
– Por favor, es vital. Pregúntele -dijo Aimée intentando no gritar.
– Sí. Ha tecleado sí.
– Diga a Laure que estoy de camino.
Se metió el teléfono en el bolsillo.
– ¿Está Conari detrás de todo esto? -preguntó Lucien.
– Todo apunta hacia él, pero no estoy segura. -Tenía sus dudas. Sin embargo, podía utilizar el contrato de música de Lucien para lavar dinero procedente de las armas. Tenía contactos en Córcega y una empresa de construcción, pero sus lazos con el Gobierno puestos en evidencia por el hombre del ministerio con el que le había visto en la iglesia la confundían.
– Vamos a verlo.
Era una pena no haberse fijado mejor en los camiones de construcción aparcados dentro del patio del Hôpital Bretonneau. Sobre ellos estaba escrito: «Conari Ltd.». Todo encajaba. Según el permiso de demolición en la pared, el lugar llevaba vacío desde hacía seis años, desde 1989. El año en el que dijo Jubert que su padre había firmado un contrato para trabajar en el caso de las armas robadas.
No había tenido cuidado y ahora lo pagaría. Otra vez. No había tiempo para pensar en eso. Tenía que entrar. Treparon por la verja cerrada y pasaron de largo el edificio ocupado, que estaba oscuro y parcialmente cubierto con tablones de madera. Pulsó el número de Morbier.
Comunicaba.
Tenía que contactar con él. Volvió a intentarlo. En un edificio lateral oyó cómo crujía la gravilla.
Lo intentó a través de otro número.
– René, sin secretos, ¿vale? Necesito ayuda.
– ¿Aimée? -repuso él con voz somnolienta.
– Llama a Morbier, intenta que avise a los flics, no a los de la DST… Solo los flics, ¿entiendes?
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Estoy en el Hôpital Bretonneau en Montmartre, al lado del cementerio -respondió Aimée, respirando rápido-. Debajo del edificio hay un alijo de armas de la Armata Corsa, en algún lugar del túnel pasando el edificio ocupado. Ni los de la DST ni los de RG. Asegúrate de que Morbier lo entiende. Solo los flics.
– Mon Dieu -dijo René-. ¡No me digas que estás ahí!
Aimée pudo oír como un tintineo de llaves a través del teléfono.
– Espera un momento -dijo él ahora ya despierto-. Espera ahí donde estás hasta que pille a Morbier, Aimée.
– No puedo. Tengo que arreglar un asunto.
– Un asunto. ¡Estás loca! ¿Tiene algo que ver con exculpar a Laure?
– Tiene todo que ver. Los asesinos de Jacques están ahí dentro. Le prometí que los cogería. Una cosa más. Llama a Chez Ammad, el bar de la rue Veron, y pregunta por Theo, el albañil. Que te diga qué día se vacían los contenedores que están junto a la obra de la rue André Antoine.
– ¿Eh? ¿Un tal Theo…?
– Por favor, René, hazlo ahora.
Cortó la comunicación antes de que pudiera seguir protestando.
En la oscuridad de las sombras, Lucien la atrajo hacia sí. Ella podía ver el vaho que formaba su respiración en el aire frío. Envolvió la barbilla de Aimée con sus cálidas manos. Un halo de rizos morenos rodeaba su rostro.
– ¿Qué has querido decir con eso? ¿Está Conari ahí adentro? -preguntó.
– Utilizará tu contrato para blanquear dinero del tráfico de armas -repuso ella-. Ha estado suministrando armas bajo pago a esos que realizaban atentados bajo la guisa del movimiento separatista corso.
Lucien la sujetó la barbilla más fuerte.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Es una teoría. ¿Tienes que comprobarla, como un científico? Utiliza el método empírico y averígualo.
En esta ocasión había que lanzarse directamente a la piscina y rezar para que esa intuición fuera correcta. Por lo menos, en parte.
Había que detener a quienquiera que estuviera a cargo de las armas robadas. Se imaginó que Jacques había intentado hacerlo. De otra manera no habría implicado a Laure.
Las nubes oscurecían la luna y una única farola brillaba sobre la tapia del cementerio. El aire frío cubría sus piernas. En las vigas sobre sus cabezas, un nido de palomas aleteaba y arrullaba, molestas por el ruido.
– Necesito una señal -dijo él.
– ¿Qué? ¿Estás preocupado por el mal de ojo?
Antes de que él pudiera contestar, ella lo besó con fuerza. Un beso largo. Sus labios se fundieron con los de él. En respuesta Lucien la abrazó atrayéndola hacia él.
Ella se retiró y retomó la respiración.
– ¿Te vale con esto?
Un silencio solo roto por el tubo de escape de un coche.
– De momento.
¿Era diversión lo que escuchaba en su voz?
– Por ahí -dijo Lucien señalando un edificio de ladrillo medio en ruinas del cual emanaba una luz difusa a través de las ventanas con barrotes-. Ten cuidado, hay alguien ahí.
Ella vio la punta anaranjada de un cigarrillo y asintió. Se acercaron muy despacio hasta el pabellón de ladrillo en ruinas con cuidado de no pisar sobre la gravilla y las maderas apiladas junto a los camiones. Lucien se había colgado la maleta con sus cosas de la música a la espalda y se abría camino hacia delante. Aimée escuchó un ruido sordo y un «Ay» a la vez que alguien expulsaba aire y se desplomaba.