Lucien había atrapado al tipo por detrás, lo había forzado a sentarse y había apagado su cigarrillo.
– Buen toque -dijo ella. Probar la validez de una intuición con un chico fuerte a su lado no era una mala idea, aunque nunca lo admitiría.
¿Solo había un guardia? ¿Por qué no había más? A no ser que el resto…
– ¿Tienes algún plan? -preguntó él.
Ella asintió.
– Los cogemos por sorpresa. Intentamos averiguar de dónde salen los envíos de armas y montamos una barricada.
Lucien desplazó la gastada puerta de metal y la deslizó para abrirla y ella lo siguió hacia el interior de un edificio a medio desmantelar, dejando atrás hormigoneras y las viejas cocinas del hospital puestas patas arriba. Aimée las alumbró con la linterna. No había agujeros o aberturas que llevasen a un túnel. Solo lámparas rotas, montones de tela de malla y escayola desmenuzada y un viejo crucifijo inclinado contra los restos de una combada pared verde. Quizá lo había entendido todo mal.
Siguió andando, dejando a su paso paredes de ladrillo a la vista y arqueadas vigas de hierro. Mas adelante vio algo que brillaba de color amarillento. De los caballetes de aserrar de madera colgaba una cinta de plástico con la inscripción: «Peligro. Obras. Estructura peligrosa».
Buscó su bote de aerosol Mace y con la otra mano cogió una barra de metal. Y entonces sintió que se hundía.
– ¡Lucien! -gritó. Pero la única respuesta fue el crujir de los listones del suelo y el zumbido de la arena al moverse. Bajo sus pies, el suelo se inclinaba y se desmoronaba, haciendo que perdiera el equilibrio. Petrificada, intentó agarrarse a algo, a cualquier cosa, al tiempo que el suelo cedía bajo sus pies. Tenía las manos cubiertas de gris y enganchadas en un cable eléctrico. Y de repente se encontró balanceándose en el aire y sus rodillas chocaron contra un montón de piedras blancas. Podía oír el estruendo de un generador y, mucho más abajo, vio el suelo de la caverna con paredes labradas en yeso.
Se sintió paralizada por el terror. Se le resbalaron las manos, no podía sostenerse. Golpeó un montículo cónico y se aferró a la superficie de escayola que se deshacía bajo sus uñas.
Rebotando y agarrándose a ásperos bordes que se deshacían y superficies perforadas que se desmoronaban, se deslizó durante varios metros hasta un suelo subterráneo de tierra. Montones de yeso aquí y allá le daban un aspecto de paisaje lunar. Mareada, miró hacia arriba y vio capas de arena de Fontainebleau y brillante travertina, como si fuera un sándwich sobre el pináculo de yeso comprimido de un blanco sucio amarillento por el que se había deslizado.
Había ido a parar a una vieja cantera bajo el hospital, parte de las galerías que formaban una red en el subsuelo sobre el que se había construido el Sacré Coeur. No era fácil elogiar la robustez de los cimientos a aquellos que vivían en los edificios que descansaban sobre ese subsuelo. Era sorprendente que el Sacré Coeur no se derrumbara sobre su cabeza.
Al otro lado del enorme montículo blanco escuchó golpes rítmicos.
¿Dónde estaba Lucien?
El estruendo del generador había enmascarado su descenso. A gatas y cubierta de yeso blanco, reptó alrededor del montículo, agachada detrás de rollos de verja de metal abandonados y barras de metal huecas y entonces dio un ahogado grito de asombro.
A un tiro de piedra, unos hombres vestidos con ropa de camuflaje y, por lo que parecían, de Europa del Este, almacenaban municiones y grises ametralladoras en cajas de metal decoradas con el eslogan: «Ariel, un lavado reluciente para todas las prendas».
Como la caja de detergente para la lavadora sobre la mesa de Zette. ¿Sería la tarjeta de visita de los asesinos? Ya se preocuparía de eso más tarde. Tenía que detenerlos, pero ¿cómo?
A un lado de la agujereada cantera de yeso había ataúdes de madera partidos por la mitad y podridos, azadas, palas y una carretilla elevadora. Una zona de almacén para el material de los enterradores del cercano cementerio de Montmartre. Tétrico. Los hombres, concentrados en cargar las cajas, lo ignoraban.
En las vías que conducían a un túnel había una pequeña vagoneta. Se imaginó que el túnel serpenteaba bajo la calle y llegaba hasta el cementerio. Si pudiera desconectar los cables conectados a la batería del generador, la caverna se sumiría en la oscuridad. Eso detendría a los hombres y le permitiría escapar por el túnel. Por lo menos tendría una oportunidad.
El miedo la invadía. A unos cuantos metros de ella se hallaba el vibrante generador industrial del que sobresalían herrumbrosos cables. A su lado se encontraban alineadas latas de combustible: funcionaba con gasolina. Incluso con los hombres absortos en su trabajo, tendría poco tiempo para andar jugando con los cables. O para dar la vuelta rápidamente al cortocircuito que podía ver protegido por una cubierta negra en el panel de control.
Buscó un mechero en el bolsillo. En el peor de los casos, tiraría las latas de gasolina y… no, eso sería una tontería. ¡Había cajas de munición almacenadas al lado de los paquetes de Ariel!
¿Qué podía hacer? Echó un vistazo a las ruedas de espigas de metal corroído y a los escombros en su vía de escape y trató de memorizar la ruta. ¡Suponiendo que llegara tan lejos!
Para enfriar el motor expuesto, el generador tenía un ventilador que giraba y las hojas estaban protegidas por una carcasa de metal oxidado. Tuvo una idea. Rebuscó con las manos intentando encontrar algo, cualquier cosa, que fuera lo suficientemente larga para lo que necesitaba. Y la encontró.
El ruido del generador amortiguaba los gritos y juramentos en corso. Vio a Lucien tirado en el suelo con los brazos en la espalda y vio también como lo empujaban detrás de unas grandes bobinas de cable metálico. Echó un vistazo hacia un lado del generador. Conari, con la camisa manchada de sangre, estaba sentado y atado detrás de la carretilla elevadora. No podía distinguir quién era la otra figura parcialmente oculta por Lucien. ¡Un momento! Los zapatos. Conocía esos zapatos.
Alguien se acercó hasta el generador. Un brazo se agachó para coger una lata de gasolina. Tenía que hacerlo justo ahora.
Con todas sus fuerzas empujó un tubo largo de metal sobre el suelo de tierra y lo enganchó en el ventilador que daba vueltas. Se produjo un chirrido ensordecedor al triturarse el metal y atascar el motor. Luego el ruido de algo que se aplastaba y crujía a la vez que emitía una lluvia de chispas y escupía fragmentos de metal mientras el motor engullía el tubo. Una nueva lluvia de metralla compuesta por trocitos de metal cayó sobre la vagoneta. El hombre gritaba.
La luz vaciló. El generador rugió y chirrió hasta detenerse dejando la caverna sumida en la oscuridad. Todo su cuerpo se estremecía y temblaba. Hubo chillidos y más gritos de dolor. Solo habían transcurrido veinte segundos, pero parecían veinte minutos. Siguió el olor vomitivo del aceite del generador que se quemaba, tan rancio que hasta podía paladearlo. Una voz gemía de dolor.
– ¿Qué ha sido eso? ¡Imbéciles! ¡Id al generador de seguridad!
Los haces de las linternas barrieron la grisácea humareda. A través del eco de un megáfono escuchó palabras incomprensibles. ¿Serían los flics? ¿Morbier quizá? Siguieron cortas ráfagas de disparos y los impactos de las balas al caer. Mon Dieu. ¡Lucien se encontraba expuesto a una lluvia de disparos! Se agachó y vio los zapatos que corrían sobre la gravilla hacia el túnel.
¡Se escapaba! Hizo un esfuerzo por incorporarse. Se agarró al rollo de metal para sujetarse mientras tosía y le pitaban los oídos.
Se repuso y, esperando recordar el camino, echó a correr por el túnel siguiendo la vía del tren. Le guiaban los pasos que resonaban frente a ella. El gélido túnel se estrechaba. Entonces, dejó de oír los pasos.
Se detuvo, jadeando, y se apoyó en la pared de piedra. Estaba en el cementerio y los panteones se recortaban contra el cielo despejado, solo una fina neblina rodeaba el perlado halo de la luna.