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¿Cómo lo encontraría en esta necrópolis?

De la derecha le llegó el sonido del cristal al romperse.

Se tropezó con las raíces de un árbol que serpenteaban sobre una lápida, intentó detener el temblor de sus manos y retirar el húmedo manto vegetal de su cara. Obligó a sus piernas a moverse, pero no tenía ni idea de hacia dónde la dirigían.

Se dijo que tenía que concentrarse. Concentrarse en las sensaciones que la rodeaban, tal y como había hecho durante el tiempo en el que estuvo ciega: los sonidos, las corrientes de aire, la sensación de cambios en el terreno. El brazalete de jade en su muñeca, de un verde opalescente, brillaba a la débil luz de la luna.

Su mente se despejó y la calma se apoderó de ella. Guió sus pasos alrededor de las irregulares tumbas sin tropezarse. Y entonces se detuvo.

Podía sentirlo rondando a su alrededor. Olía el sudor del pánico. El aroma que Laure había sentido en el andamio.

– Yann, sé que estás ahí -dijo Aimée-. Te delatan tus zapatillas de correr.

De la nada surgió una bandada de búhos asustados que echaron a volar agitando las alas.

– Pero eres brillante, Yann -continuó-. Viniendo de mí, eso es mucho.

Por delante de ellos una sombra alargada se movía en el húmedo aire.

– El albañil de la obra confirmó que los contenedores se vacían los miércoles. Era imposible que se hubiera desbordado la noche en la que «encontraste» el diagrama. Pero eso es una minucia, un detalle sin importancia. Puede que hicieras el servicio militar en Córcega.

– ¿Sabías eso?

Ella no lo sabía, lo había adivinado. Igual que lo del contenedor.

– No hay duda de que hablas corso y descubriste el alijo de armas. Contrataron a mi padre para encontrar las armas robadas hace seis años.

– Eres como un fantasma -le dijo mientras avanzaba para que lo viera.

Ella se dio cuenta de que estaba cubierta de polvo de escayola blanco. Un fantasma que se encontraba como en casa aquí, con los demás.

– Conari se metió en ello. Lo amenazaste, así que siguió adelante. Jacques exigió más dinero y Zette sabía demasiado.

– Jacques quería abandonar, el muy idiota -dijo Yann.

Aimée sintió que presionaban contra su sien el frío metal de un arma. Yann jadeaba en su oído, y le agarró y retorció los brazos a la espalda. La empujó hacia delante.

Tenía que conseguir que siguiera hablando. De cualquier cosa. ¿No había dicho René que el ministerio exigía que las empresas que tenían contratos de construcción con ellos tuvieran analistas de sistemas?

– Qué ingenioso. Trabajaste en contratos con el ministerio. ¿Es así como conseguiste pinchar las comunicaciones de Orejas Grandes?

– ¿Pincharlas? -Puso los ojos en blanco. Le colgaba la coleta sobre el hombro. Tenía la chaqueta del traje salpicada de trocitos irregulares de metal. Se le había adherido el olor a aceite quemado-. Tal y como salieron las cosas, a pesar de todos los preparativos, no necesité hacerlo. Instalé el sistema de comunicaciones en Solenzara, donde trabajé con todos estos tipos. Solo compartí con ellos una botella de Courvoisier y me puse al corriente. Muy fácil.

Y sencillo. Así funcionaban las cosas entre los viejos camaradas del ejército. No le sorprendía que siempre llegara a callejones sin salida.

– Así que escuchaste la línea de Conari en el piso de la DST y supiste que estaban vigilando tu «operación».

– Como en los viejos tiempos. -El aliento de Yann se helaba y flotaba formando un rastro de vapor sobre las lápidas irregulares-. Ya entonces, en Córcega, Jacques estaba metido en el juego. Me chantajeó, hasta que no me dejó opción.

– ¿Jacques amenazó con contarlo todo cuando descubrió la clave? La clave a la que solo tú tenías acceso. Lo único que probaba tu implicación. Así que lo silenciaste de una vez por todas.

¿Dónde estaban los flics? Le temblaban las manos. Tenía que conseguir que siguiera hablando.

– ¿No fue eso lo que ocurrió? Te diste cuenta de que Petru trabajaba de incógnito para la DST. Sabías que estaban acercándose -continuó apresuradamente-. Yo también me acerque demasiado, así que lanzaste las sospechas sobre Lucien.

Él le retorció los brazos con tanta fuerza que se le paró la circulación.

– Un poco tarde, Chica Maravilla [13].

Gotas de sudor le bañaban el labio superior. ¿No se habrían dado cuenta los flics de que Yann se había escapado en medio de la confusión?

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué trasladar tantas armas ahora?

– Conari y sus camiones de construcción. Un poco aquí, un poco más allá. No le importaba siempre y cuando se le pagara. -Los ojos de Yann brillaban-. Es alucinante cómo, al final, todo se reduce al dinero. Nunca se tiene el suficiente.

La obligó a arrodillarse sobre una tumba rodeada por una verja de hierro combada. Aimée hacía esfuerzos para respirar cuando sintió el hierro oxidado que se incrustaba en sus costillas. Se forzó a continuar.

– Pero eres un perfeccionista. La tormenta, la fiesta, atraer a Jacques hasta el tejado sabiendo que traería refuerzos. Todo fue bien hasta que llegaste a la claraboya. Se te olvidó arreglarlo todo para que Laure tuviera residuos de pólvora en las manos. -Jadeaba, y la sangre se le estaba subiendo a la cabeza-. Con las prisas, pusiste tu propia pistola en sus manos y disparaste. Tu único error.

– Tú me gustabas -dijo él, acercándose a su oído con su cálido aliento. Le acarició la mejilla con la fría boca de la pistola-. ¿No te diste cuenta? ¿Esa noche en el café? Pero yo no era nadie para ti, no te interesaba. Ojalá…

Sus palabras hicieron que se le pusiera carne de gallina.

– No eres mi tipo.

La golpeó con el dorso de la mano, lanzándola contra algo puntiagudo. ¿Sería una cruz? Ella se agarró al suelo con las manos llenas de tierra.

– Déjalo ya, Yann. Todo ha terminado.

Entonces él la pegó una patada y ella se desplomó sobre la superficie llana y suave de una losa. Sus ojos se fijaron en las letras grabadas en el granito delante de sus narices: «François Truffaut 1932-1984» ¿Iban a matarla sobre la tumba de Truffaut, aquel oriundo de Montmartre que había inmortalizado el quartier en sus películas? No si podía evitarlo.

– ¡Eres como todas las demás!

– Segundo error. -Ella le lanzó una patada al muslo y él gritó de dolor. De alguna manera pudo incorporarse pero él volvió a empujarla hacia abajo.

– ¡Zorra!

Ella se balanceó y le tiró tierra a la cara. Un disparo explotó junto a su oído, dejándola sorda. Una sensación de quemazón le surcaba el brazo. Lo embistió con todas sus fuerzas y la cabeza de Yann crujió al caer sobre el granito a su lado. Rebuscando con las manos entre las hojas mojadas encontró la pistola al tiempo que Yann, conmocionado, yacía gimiendo junto a ella.

Sintió una lluvia de piedrecillas sobre su mano, levantó la vista y vio a René. Aún le pitaban los oídos.

René se agachó y la ayudó a levantarse, luego sacó un trozo de cuerda del bolsillo y ató las manos de Yann.

– Gracias, socio -dijo Aimée sujetándose el brazo que sangraba y la pistola.

Él se sacudió la chaqueta mientras echaba un vistazo a su atuendo, cubierto de barro y hojas mojadas.

– ¿Nuevo look?

– ¿Eh? Mírame cuando me hables hasta que pueda oír de nuevo.

– Esclava de la moda hasta el final -dijo René poniendo los ojos en blanco-. Dijiste que querías que los flics acabaran con esto.

Aimée se apoyó contra un árbol y vio un uniforme azul que rodeaba la lápida.

– Ya era hora.

Sábado por la tarde