Soundwerx. ¡El gigante discográfico europeo! Lucien parpadeó sorprendido.
– Posee usted un sonido único, muy fresco -le dijo Felix-. Quiero ayudarle.
Era una oferta con la que Lucien nunca hubiera soñado. Hasta le daba miedo pensar que pudiera ser cierta.
– Tiene usted un don, difícil de definir. Como si recogiera las palabras del aire y las estrellas cantaran. No, no me estoy expresando bien. -Un breve aire de tristeza cruzó el rostro de este hombre con traje de diseño-. Mi hermana también lo tenía, pero falleció. -Miró hacia abajo, reorganizando unos papeles sobre el escritorio-. No pude ayudarla, pero espero que usted me dé la oportunidad de poder dar un empujón a su carrera.
Lucien asintió, nervioso. Así que Felix entendía su música y la admiraba, aunque no fuera corso.
– Mi abuelo, mi padre y mi tío cantaban polifonía, bajo, segunda y tercera, poemas del siglo noveno a cappella. En casa, siempre decimos: «Tres cantores en armonía suenan como los ángeles» -se explicó. Su corazón se aceleró; siempre lo hacía cuando hablaba de su música-. La música llenaba nuestra casa. Yo construyo sobre cimientos tradicionales; los utilizo como base y continúo explorando. Quiero abrir nuestra cultura al mundo.
La puerta se abrió, dejando pasar el ritmo pegadizo de una bossa nova y los murmullos de la multitud. Lucien se giró. La mujer a la que había visto en el vestíbulo entró en la habitación. Echaba su cabeza hacia atrás, riéndose. Ese largo cuello, curvado, tan familiar. ¿Podría ser? Vestía un vestido suelto de color rojo cobre; su melena morena lisa llegaba hasta la mitad de su espalda desnuda. Ella se volvió, la cara iluminada por la lámpara, y él reconoció a Marie-Dominique, la primera mujer a la que había amado. Todavía despedía aroma a rosas.
Se quedó paralizado. Cuatro años…
– Ah, Lucien, le presento a mi esposa -dijo Felix-. Perdón por no haberlo hecho antes.
¿Marie-Dominique, la esposa de Felix?
No podía dejar de mirarla. La mirada de Marie-Dominique se encontró con la suya mientras ella inhalaba aire brevemente.
– Lucien -murmuró-, encantada de conocerle.
El mundo se detuvo. En la mente de Lucien, las cigarras zumbaban, su sonora cacofonía era una barrera de sonido en el calor seco. A su alrededor en la colina, la última vez que él la vio, se encontraban los pinos doblados por el viento y protegidos por formaciones de granito, las adelfas resecas y el marchito mirto.
– ¿No le ha enseñado nada Felix? Parece usted perdido -dijo ella.
Perdido en el pasado, pensó él. Y anhelando un futuro que nunca tendrían.
– ¿Cuánto tiempo hace que vive en París?
Lo que en realidad quería decir era cuánto tiempo hacía que ella se había convertido en esa sofisticada parisina, casada con un hombre rico.
Ella miró al suelo, moldeando un negro mechón de pelo con su dedo. Tal y como él la recordaba cuando estaba pensando.
– El suficiente -dijo.
– Marie-Dominique -dijo Felix rodeándola con el brazo-, encuentra un sitio para Lucien en una mesa al lado de la nuestra. Convéncelo para que toque algo después de la cena.
Lucien sabía que debería dar las gracias a Felix por su hospitalidad y marcharse antes de cometer el mayor error de su vida. Pero el perfume de Marie-Dominique y sus recuerdos lo mantenían paralizado.
Los ojos de Felix brillaban de entusiasmo cuando dijo:
– Lucien, ¿me dejará que le ayude?
Lucien asintió, sin saber qué decir.
– Siempre y cuando no esté metido en causas políticas corsas, o tenga algo que ver con esos grupos separatistas… ¿no tendrá usted nada que ver, verdad?
¿Debería revelar su pasado? ¿Pero cómo podía decir la verdad? Él era un desconocido. Tocaba en restaurantes corsos para poder comer. Soundwerx lo consagraría.
– Felix, ¡solo soy un músico!
– Bien. Monsieur Kouros, de Soundwerx, quiere conocerle. Es un amigo personal mío, Lucien -dijo Felix-. Lo que cuenta en este mundo son los contactos. Perdone si me he excedido, pero ya le he dado mi palabra de que firmaría un contrato exclusivo.
Lucien sintió que se le secaba la boca. Se preguntaba si debería pedir que le dejaran leer el contrato. El hecho de ver a Marie-Dominique mientras escuchaba la propuesta de Felix hacía que la cabeza le diera vueltas.
Felix se frotó la barbilla con los dedos pulgar e índice.
– Parece usted dudar. Cuando conozca a Kouros, lo entenderá.
Afuera en el salón, Lucien sintió que tenía el cuello húmedo. Había sudado. A su alrededor, las parejas charlaban, y todos parecían conocerse. Se sintió aún más fuera de lugar cuando observó a los extraños bien vestidos que le rodeaban.
Un camarero de chaqueta blanca lo miraba fijamente. Tenía los ojos negros y un tono de tez cetrino que no casaba con su rizado pelo rubio decolorado. Corso, como él, se imaginó Lucien, mientras intentaba arreglárselas lo mejor posible.
Consiguió sonreír.
– ¿De qué pueblo eres? -le preguntó, la pregunta que los corsos siempre hacen a un compatriota. Era una forma de localizar su lugar en el mapa social, de descubrir quiénes eran sus amigos, si tenían acceso al poder, o incluso si, por casualidad, no serían familia. O, en el peor de los casos, si estaban involucrados en una compleja vendetta contra su clan, una que podría haber surgido de la defensa del honor de un primo lejano asesinado en el siglo pasado. Había que investigar estos asuntos.
– Monsieur?-El camarero se dirigió a él como si Lucien no le hubiera hablado-. Monsieur Conari dijo que le anunciara que la cena está servida en el otro salón.
Luego se le acercó lentamente y respondió:
– Soy de Bastía.
Un «italiano», como dirían los de su pueblo colgado en las montañas. Para ellos, todos los que habitaban en la costa eran descendientes de pescadores italianos. Incluso aunque sus antepasados hubieran llegado a Córcega cuatro siglos antes.
– ¿Y tú?
– De Vescovatis -dijo Lucien.
Una mirada de reconocimiento cruzó el rostro del camarero. Lucien era uno de los de arriba, oriundo de un montañoso valle del interior. Un corso mucho más puro.
Felix se acercó por detrás, dándole unas palmadas en la espalda y con una reluciente sonrisa.
– Mire, firmaremos el contrato después de la cena. Llegará lejos, joven, me ocuparé de ello.
Un ruido de pasos resonó en el suelo de parqué, y entonces se oyó el roce del vestido de Marie-Dominique al rozar su mano mientras se giraba, y él sintió en sus dedos un dolor punzante a pesar de ser el roce de algo tan ligero como una hoja.
– Monsieur Conari -dijo el camarero-, el comisario quiere hablar con usted.
– ¿El comisario? ¿De qué? Estamos celebrando una fiesta.
Varios policías con uniforme azul entraron en la abarrotada sala.
¿Lo habían visto los flics, lo había identificado alguien? ¿El viejo del perro? Nom de Dieu, ¿y si lo relacionaban con el tiroteo? ¿O con los separatistas corsos?
– Monsieur Conari, ¿es usted el anfitrión? -dijo una voz aguda y nerviosa.
Sin esperar respuesta, continuó:
– Lamentamos las molestias, pero se ha cometido un homicidio al otro lado del patio. Necesitamos hablar con todos sus invitados para averiguar si han notado algo sospechoso. Tenemos que comprobar su documentación. Mero trámite, por supuesto.
Lunes por la noche
Aimée retorcía el anillo de Guy en su dedo corazón. La acuosa piedra lunar sobre una montura antigua reflejaba el cielo cambiante. Perfecta para ella, había dicho él. Trató de pensar en algo diferente. El cubículo de la comisaría en el que la estaban interrogando le parecía gélido. Varios paneles de luces fluorescentes estaban fundidos, reflejando líneas de luz irregulares sobre el ajado linóleo.