Frente a ella, sentado en un escritorio de metal, un flic de veintitantos años de afilada mandíbula se esforzaba por teclear con dos dedos las teclas de una máquina de escribir. ¿No tendrían ordenador?
– Voila, mademoiselle Leduc -dijo, retirando el papel del carro. Su cigarrillo se consumía en un cenicero lleno. Se recostó en la silla giratoria y miró su gran reloj deportivo-. Lea su declaración para ver si es correcta. Luego fírmela ahí abajo.
Leyó dos veces las cinco páginas de la declaración, luego asintió y firmó.
– Por favor, añadan también esto.
– ¿Qué es? -preguntó él, reprimiendo un bostezo.
– Un croquis que ilustra mi declaración -dijo ella. Hasta ahora, no había visto un ordenador-. Supongo que podrá escanear mi declaración y este croquis con un ordenador.
– Es usted bastante peculiar, ¿verdad?
Ella podía oír el zumbido monótono de una impresora desde una oficina en la parte de atrás.
– ¿Lo harán?
– Sabemos lo que tenemos que hacer, mademoiselle -dijo él-. Ahora venga conmigo, por favor.
Ella sintió un escalofrío. Menos mal que había hecho una copia del diagrama.
Él la acompañó a través del vestíbulo de la desierta comisaría hasta una celda al lado del despacho coordinador de emergencias. Era más bien una jaula, con barrotes de acero y amueblada solo con un tablón de madera que hacía de banco. El flic soltó las esposas e hizo un gesto para que entrara.
– Espere un momento, no estoy acusada de nada. ¿Hasta cuándo…?
– Siéntese y tranquilícese -la interrumpió y se marchó.
Las esquinas apestaban a calcetines sucios y a otras cosas en las que prefería no pensar. Enfrente de ella, en el mostrador al lado del cubículo de recepción protegido por una mampara de cristal se apilaban folletos anunciando un maratón local patrocinado por la policía y consejos sobre seguridad vial para los motoristas.
Se frotó las manos, ásperas del jabón de laboratorio que le habían dado después del test de los residuos de pólvora, y dio tres pasos de un lado a otro de la pequeña jaula, mientras esperaba que no tuviera que permanecer allí toda la noche. Todavía no había visto a Laure.
Se imaginó el andamio recortándose contra el tejado de tejas azules. La capa de nieve, el ángulo del cuerpo de Jacques, sus bolsillos del revés, la evidente conmoción de Laure… pero su mente volvía a la herida de bala de Jacques. ¿Lo había estado esperando el asesino? En una noche como esta, ¿por qué había salido Jacques del acogedor café y había convencido a Laure para que lo acompañara? ¿Por qué había acabado muerto en un inclinado tejado de zinc en medio de una tormenta?
Por jugar a abogada del diablo, si de hecho Laure y Jacques habían continuado su discusión y Laure quería matar a Jacques, existían formas más sencillas y menos incriminatorias. Un golpe que lo hubiera dejado inconsciente, y luego machacar el cráneo fuertemente contra un pivote de piedra era uno de los métodos. Había leído algo así la semana anterior en Le Parisien. O podía haber hecho que Jacques tropezara en las escaleras que llevaban al Sacré Coeur. Había muchas formas de simular un «accidente».
Sin embargo, ¡se había encontrado a Laure inconsciente de un golpe! Con toda seguridad, la falta de residuos de pólvora en las manos de Laure la exculparía… Esperaba que los flics hubieran interrogado al tipo que estaba en la verja del edificio. Puede que hubiera visto algo.
Una agente que vestía una sudadera azul abrió la puerta de la jaula, sacudiendo a Aimée de sus pensamientos.
– Puede marcharse -dijo, entregándole una bolsa de plástico con sus cosas.
¿Así de fácil? Se imaginó que Morbier había hablado a su favor. Esperaba que hubiera hecho lo mismo por Laure.
– ¿Un café?
Agradecida, Aimée asintió, aceptando una taza de café negro.
– Merci. Lo que de verdad quisiera es encontrar a Laure Rousseau.
La flic sonrió.
– Y a mí me gustaría encontrar al hombre de mis sueños. La esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad? Inténtelo en el Hôpital Bichat.
Las paredes rayadas y el linóleo desconchado del Hôpital Bichat necesitaban una reforma. Laure, con la cabeza vendada, estaba sentada en una camilla en la sala de espera de urgencias, acompañada por un flic de aspecto cansado. «…hablar con un abogado», estaba diciendo Laure. Su voz sonaba pastosa.
– Agente, ¿puedo hablar con mademoiselle Rousseau? -preguntó Aimée.
– ¿Es usted de la familia?
– Es mi amiga, ¡por favor!
El flic se ajustó la corbata y tamborileó con los dedos en la camilla de metal.
– Bon… Comprobaré la acusación que existe sobre ella con la préfecture de pólice.
– ¿Qué quiere decir? ¿Acusación? Compruébelo con la Proc. Tiene que haber un error.
Ella vio su expresión indiferente. Luego se sonrojó desde el cuello hasta las mejillas. Por lo menos tenía la decencia de sentirse avergonzado. Después de todo, Laure era una de los suyos.
– Déjeme averiguar qué está pasando -dijo.
– ¿Dónde está el médico de guardia? ¡Mírela! ¡Necesita que la vean ya!
– No es el mejor momento. Ha habido una colisión de varios camiones en la périphérique. Ella va la siguiente.
Aimée vio la sangre seca en la sien de Laure, escuchó los esfuerzos que hacía para respirar, y notó sus pupilas dilatadas. Los síntomas clásicos de una conmoción. El agente se alejó por el pasillo, tratando de encontrar cobertura para su móvil.
– Esto es un mero trámite, Laure -le aseguró Aimée-. Hay una confusión.
– ¿Confusión? -A Laure le temblaban los hombros. Las lágrimas asomaban a sus ojos-. Los especialistas encontraron residuos de pólvora en mis manos. No sé lo que está ocurriendo.
¿Residuos de pólvora? Aimée se sobresaltó.
– No lo entiendo -presuponía que también Laure saldría limpia del test-. Tiene que haber una explicación. ¿Cuándo disparaste tu pistola por última vez?
– Igual hace un mes, bibiche, en las prácticas de tiro, creo. No me acuerdo bien -dijo Laure con los ojos brillantes.
No tenía sentido. Entonces, ¿cómo podía tener ahora restos en sus manos?
– Cuéntame qué ocurrió después de que te fueras del bar -dijo Aimée posando una mano sobre el hombro de Laure-. Tómatelo con calma.
Laure negó con la cabeza.
– Jacques se estaba comportando de una forma extraña… -Su voz se debilitaba.
Aimée podía oler el tipo de producto químico utilizado en los análisis de residuos de pólvora y vio las yemas de los dedos de Laure, negras del test de huellas dactilares. Ni siquiera se las habían limpiado.
– Así que lo acompañaste -siguió Aimée.
– Pero me preguntaba…
– ¿Qué? -preguntó Aimée.
– Su confidente… ¿Por qué se encontraría allí con él?
¿Una cita en un tejado resbaladizo en una gélida noche de nieve? No tenía sentido, concluyó Aimée.
– Tiene que haber sido una trampa. -Laure se apoyó contra la pared y se frotó las sienes, dejando churretes negros-. Mi cabeza, me duele hasta pensar.
Aimée entrecerró los ojos.
– Una trampa. ¿Cómo lo sabes? -preguntó.
– Lo que sé es que no lo maté. -Sus hombros temblaban-. Jacques era el único que me dio una oportunidad. Me tomó a su cargo. Nunca puedes volver al cuerpo si matan a tu compañero y tú… tú eres la sospechosa.