Cara Black
Asesinato En Paris
Dedicado a a Sarah “real” y a todos los fantasmas, pasados y presentes.
El destino no sabe de distancias-
– Proverbio francés-
MIÉRCOLES POR LA MAÑANA
Aimée Leduc presintió su presencia antes de verlo; como si hubiera dejado una estela fantasmal a su paso por el vestíbulo que una vez fuera elegante. Se detuvo, se arrebujó aún más la chaqueta negra de cuero, para protegerse de la helada mañana de invierno parisino que atravesaba cortante el edificio, y buscó las llaves. El hombre surgió de entre las sombras junto a la puerta de su oficina de cristales mates. Del piso de abajo llegaba el llanto de un bebé y luego el ruido de la puerta del conserje al cerrarse de golpe.
– Mademoiselle, necesito su ayuda- dijo. La piel pecosa y cuarteada se extendía sobre su cráneo y las orejas le sobresalían formando un ángulo recto.
Vestía un arrugado traje de color azul marino y se apoyaba encorvado en un bastón de caña de ratán.
– Nada de personas desaparecidas, Monsieur- dijo ella. Al tiempo que se asentaba el invierno, los días se tornaban grises y los recuerdos vívidos, los viejos supervivientes revivían las esperanzas de aquellos que se perdieron.
Deslizó la lengua por los dientes para comprobar que nada se había quedado pegado. Se alisó el pelo castaño corto y sonrió. Volvió a meter el cruasán relleno de chocolate en el bolso-. No busco a parientes perdidos. Mi campo es la seguridad corporativa.- Con treinta y cuatro años, la figura de Aimée, de un metro setenta y cinco de altura, se elevaba sobre él-. Je suis désolée, Monsieur,pero mi especialidad es la informática forense.
– Eso es lo que quiero.- Se enderezó lentamente. Intentó ser amable. Eran raros los clientes que se acercaban directamente a la oficina. La mayoría llegaban por relaciones comerciales o por el boca a boca.
– No s que no quiera su caso, pero tenemos mucho trabajo. Puedo recomendarle a alguien muy bueno.
– Conocí a su padre, un hombre muy honrado. Me dijo que acudiera a usted si necesitaba ayuda.
Sorprendida, se le cayeron las llaves y desvío la mirada.
– Pero a mi padre lo mataron hace cinco años.
– Como siempre, permanece en mis oraciones.- Hecht inclinó la cabeza. Cuando levantó la vista la miró fijamente a los ojos- Su padre y yo nos conocimos cuando él estaba en la comisaría.
Ella sabía que tenía que oír lo que tenía que decirle. Aún así, dudó. El frío se filtraba a través de los listones del suelo, pero no era lo único que hizo que se estremeciera.
– Entre, por favor.
Abrió la puerta en la cual ponía =Leduc Detectives= y que conducía al despacho que había construido tras la muerte de su padre, dio al interruptor de la luz y dejó caer la chaqueta sobre la butaca. Sobre las paredes colgaban grabados del siglo XIX de color sepia, de excavaciones sobre planos digitalizados de las cloacas de París.
Hecht desplazó su cadavérica estructura corporal sobre el suelo de parqué. Había algo en él que le resultaba familiar. Cuando levantó el brazo para posarlo sobre el escritorio, vio unos números azules, apenas perceptibles, tatuados en su antebrazo y que sobresalían a hurtadillas bajo la manga de la chaqueta. ¿Querría que encontrara parte del botín de los nazis en alguna cuenta suiza? Vertió una cuchara de café molido en el filtro, echó agua y encendió la cafera exprés, que se puso a funcionar con una especie de gruñido.
– Monsieur Hecht, ¿de que trata el trabajo exactamente?
– Su campo es la capacidad de entrar en los sistemas informáticos.- Sus ojos analizaron el material expuesto en las paredes. Le tendió bruscamente una carpeta-. Descifre este código. La contrata el Templo de E’manuel.
– ¿Sobre…?
– Necesitamos pruebas de que los parientes de una mujer pudieron evitar ser deportados a Buchenwald. Pero no quiero que ella se cree faltas esperanzas.- Desvió la mirada, como si hubiera algo más que decir, pero no lo hizo.
– He dejado de hacer ese tipo de trabajo, monsieur Hecht. Ese era más el campo de mi padre. A decir verdad, si yo fuera fiel a su promesa, no le estaría haciendo un favor.
– Yo conocía a su padre; confiaba en él.- Hecht se agarró con fuerza al borde de su escritorio.
– ¿Cómo se conocieron?
– Era un hombre de honor; fue él quién me dijo que podía confiar en usted.- Soli Hecht dejó caer la cabeza-. Nos tratábamos mucho antes de la explosión. Necesito de su experiencia.
Tamborileó sobre la mesa con las rojas uñas desconchadas e hizo un esfuerzo por alejar de su pensamiento los dolorosos recuerdos. Un humeante y turbio líquido goteaba en la tacita.
– Monsieur, un petit café?
– Non, merci- dijo él negando con la cabeza.
Aimeé quitó el envoltorio a un azucarillo y lo dejó caer en su taza.
– Me dedico a la seguridad informática- repitió-, no a personas desaparecidas.
– El dijo que usted me ayudaría…que siempre podría dirigirme a usted.
S no quería faltar a la palabra dada por su padre, solo le quedaba un camino.
– D’accord – transigió no sin cierto íntimo recelo-. Le enseñaré el formulario de contrato que utilizamos habitualmente.
– Ha de ser suficiente con mi palabra- dijo, ofreciéndole la mano- Por lo que a usted respecta, no nos conocemos. ¿De acuerdo?
Ella estrechó la huesuda mano.
– ¿Llevará varios días? Me dijeron que podría ser lento.
– Quizá unas pocas horas. Yo puedo teclear ciento veinte palabras convencionales por minuto.
Sonrió y se sentó, apartó de un manotazo al otro extremo de la mesa los faxes que habían llegado la noche anterior y se inclinó hacia él.
– Usted estaba estudiando en América cuando yo conocí a su padre.
Llena de esperanza, había ido en busca de sus raíces americanas, y en busca de su madre, que desapareció cuando ella sólo tenía ocho años. No había encontrado ninguna de las dos cosas.
– Durante poco tiempo. Estuve de intercambio en Nueva York.
– Su padre me explicó su filosofía para afrontar los casos y lo he recordado siempre.
Hecht asintió.
– Es usted independiente, sin ataduras ni afiliaciones.-Golpeó el escritorio con su nudoso puño-. Me gusta.
El sabía mucho sobre ella. Ella también tenía la impresión de que él omitía algo.
– Nuestros honorarios son de setecientos cincuenta francos al día.
Hecht asintió sin darle importancia. Entonces ella se acordó. Había visto su fotografía hacía años cuando su testimonio había ayudado a llevar a juicio a Klaus Barbie.
– Mire en el interior de la carpeta- dijo Hecht.
Aimeé abrió el archivo y percibió los dígitos y barras distintivos del sistema de codificación del ejército israelí. Su especialidad consistía en penetrar en los sistemas, los enormes sistemas corporativos. Pero este código hablaba de la guerra fría, un terreno resbaladizo y oscuro. Dudó.
– Dentro de la carpeta hay dos mil francos. Entregue los resultados a Lili Stein en el 64 de la rue des Rosiers. Estará en casa después de cerrar la tienda. Ya le he dicho que espere visita.
Aimeé sintió que tenía que ser honrada: desentrañar un código encriptado nunca le había llevado tanto tiempo.
– Me ha dado usted demasiado.
El movió la cabeza de un lado a otro.
– Cójalo. Ella lo está pasando muy mal. Recuerde: déle esto sólo a Lili Stein.
Ella se encogió de hombros.
– No hay problema.
– Debe entregar esto a Lili Stein en mano.- El tono de Hecht había pasado de ferviente a suplicante.- Júremelo por la tumba de su padre. Por su honor.- La miraba a los ojos sin apartar la mirada.
¿De que tipo de secreto sobre el Holocausto se trataba?. Asintió lentamente demostrando así que estaba de acuerdo.