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El arrullo de las palomas y el frío húmedo de una tarde de Noviembre flotaban junto a las puertas abiertas de su balcón. La temblaron las manos al agarrar la manilla de la puerta. ¿Y si alguien lo reconocía y anunciaba su pasado a voz en grito?

Unter den Linden; era una orden. También era la contraseña de los Hombres Lobo: un día nos reuniremos bajo los tilos en flor de Berlín en un nuevo imperio. El renacimiento del Tercer Reich.

Incapaz de trabajar, dirigió la mirada a las restauradas fachadas de piedra rosada de la plaza, situadas frente a su ventana. Pensó que solo era un anciano con recuerdos. Todo lo demás se había convertido en polvo hacía muchos años.

Hace cincuenta años, él era joven, y frente a él se extendía la Ciudad de la Luz, madura para la cosecha. Muy madura, ya que Hartmuth Griffe había sido oficial con la Policía de Seguridad y la Gestapo (SiPo-SD), Sicherheitspolizei und Sicherheitsdienst, los responsables de hacer desaparecer a los judíos del Marais.

JUEVES

Jueves por la mañana

Las aguas del Sena fluían color plata, una niebla helada se cernía sobre la ciudad y Aimeé paseaba por la ribera de piedras cubiertas de musgo, debatiéndose con la idea de llamar a Hecht. Él había dicho que nada de contactos posteriores. Pero, en lo que a ella concernía, las reglas habían cambiado cuando se encontró con Lili Stein muerta.

Cruzó el pont Neuf con los bateaux mouches todavía iluminados desplazándose a sus pies, mientras la aurora reptaba sobre el Sena. Una espesa niebla recortaba el Café Magritte debajo de su despacho en la rue du Louvre. En el interior, apoyada en la barra de zinc, sumergió un cruasán de mantequilla en un humeante tazón de café con leche. La máquina de café emitía un estruendo similar al de un avión al despegar.

Había aceptado un trabajo sencillo, pero los riesgos habían aumentado hasta el infinito con este truculento asesinato. Morbier la había tratado como a una sospechosa y había hecho que la escoltaran hasta casa, ya fuera para establecer su autoridad con sus subordinados o prefería no finalizar esa idea. Todo esto no presagiaba nada bueno. Se estremeció al recordar la expresión en el rostro de Lili Stein.

Los cálidos vapores del café empañaban las ventanas que daban al ala oeste del Louvre. En especial, lo que no quería era mentir a Morbier sobre un extraño cazador de nazis que negaría conocerla.

Una vez se sintió revivida, deslizó veinte francos sobre la barra, para Zazie, el hijo pecoso del pecoso dueño, que tenía diez años y trabajaba en la caja antes de ir a la escuela.

– ¿Te importaría si me preparo para ir a trabajar?- dijo al sacar su gastado estuche de maquillaje.

Zazie, que medía aproximadamente un metro veinte, la miraba sobrecogido mientras Aimeé se pintaba los labios de rojo, mirándose en la máquina de café que actuaba de espejo, se aplicaba máscara en las pestañas y se perfilaba sus grandes ojos con un lapicero. Se pasó las manos por el cabello corto y castaño de punta, se pellizcó las pálidas mejillas para conseguir algo de color y le guiñó un ojo a Zazie.

– Cómprate un goûter después de clase- dijo cerrando el puño de Zazie sobre el cambio.

– Merci, Aimeé- respondió Zazie sonriendo.

– Dile a papá que l’Américaine saldará luego la cuenta, d’accord?

Zazie la miró con ojos serios.

– ¿Por qué te llama papá l’Américaine? Nunca llevas botas de vaquero.

Aimeé se esforzó para no sonreir.

– Las guardo en el armario. Son de serpiente auténtica. Mi madre me las envió desde Texas.- Tenía botas de vaquero, pero se las había comprado ella misma en el aeropuerto de Dallas.

Cuando subió las escaleras, vio que brillaba la luz tras la puerta de cristal esmerilado.

– Soli Hecht ha dejado un regalo para ti- dijo su socio, René Friant, un atractivo enano con ojos verdes y perilla. Llevaba puesto un traje azul marino de tres piezas y mocasines con borla. René accionó con e pie la manilla hidráulica de su silla ortopédica a medida.

Embargada por la curiosidad, cogió el grueso sobre de papel manila a su nombre. Dentro había cincuenta mil francos junto con una nota: “Encuentre al asesino. No se lo diga a nadie. No confío en los flics. Confío en usted”.

Fajos de billetes se desprendieron cuando ella se agarró al borde del escritorio para mantener el equilibrio.

– ¡Seguro que e gustas! – René abrió los ojos como platos-. Convenceremos a Hacienda para…

Ella movió la cabeza.

– No puedo…

René pulsó furoso la manivela hasta que la silla quedó a la altura de escritorio.

– Mira esto.- Le tiró una de las amenazantes cartas enviadas por el director del banco-. Nuestra prórroga fiscal está en el aire, el banco nos reclama el pago. Ahora, el contable de Eurocom se niega a pagarnos los ocho meses de atrasos que nos deben. Pone objeciones de no sé qué, de una cláusula del contrato. Puede llevarnos meses.- Intentó ajustar uno de los mandos de la silla-. Aimeé, es hora de que salgas de la nebulosa del ordenador y vuelvas al campo.

– No trabajo con asesinatos.

– Lo dices como si tuvieras otra opción.

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– El inspector Morbier me espera- dijo Aimeé a madame Noiret con los dientes apretados en el mostrador de recepción de la comisaría de policía. No solo le dolían las mandíbulas del crudo frío exterior, además se moría por un cigarrillo.

– Bonjour, Aimeé, ca va?- Madame Noiret, la funcionaria de pelo gris, la miró sonriendo a través de sus gafas de leer-. Le diré que has llegado.

– Ça va bien, merci, madame.

Odiaba regresar a la comisaría de place Baudoyer. Los recuerdos de su padre la golpeaban en cada rincón: estaban en el frío suelo de mármol de su oficina, en la que ella había hecho los deberes cuando era pequeña y él se tenía que quedar a trabajar hasta tarde. Luego le ayudaba a recoger el escritorio, cuando él se unió a su abuelo en Leduc Detectives y más tarde recogió su medalla póstuma de manos del comisario.

La madre americana de Aimeé había desaparecido de su vida una tarde de 1968. Nunca había regresado del Herald Tribune, donde trabajaba como colaboradora en la redacción. Su padre había enviado a Aimeé a un internado durante la semana y los fines de semana la llevaba a los Jardines de Luxemburgo. Sentados en un banco, bajo una fila de plataneros junto al teatro de marionetas, una vez ella le preguntó por su madre. Sus ojos, normalmente compasivos, se endurecieron.

– Ya no hablamos de ella.

Y nunca más lo hicieron.

Llevaba tres semanas sin un cigarrillo, y los vaqueros a medida le apretaban, así que anduvo de un lado a otro en lugar de sentarse. Siempre había pensado que los crímenes que investigaba la comisaría de policía del Marais rara vez estaban en consonancia con las elegantes instalaciones de la división. Sensores de armas de alta tecnología, se escondían empotrados en los apliques de bronce, sobre las paredes de esta mansión del siglo XIX al estilo del Segundo imperio. Las ventanas con vidrieras formando rosetas dejaban pasar la luz formando dibujos en las paredes de mármol. Pero las colillas en ceniceros que se desbordaban, las grasientas migas y el rancio olor al sudor del miedo, hacían que oliera como cualquier otra comisaría de policía en la que ella hubiera estado.