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– Está viviendo una mentira -dijo Clevenger, mirando el coche de Baxter, que pasaba por delante de la alambrada y la verja metálica que separaba el astillero Fitzgerald, donde estaban las oficinas del Instituto Forense de Boston, del resto de Chelsea-. Una mentira que le hace daño. Más y más cada día.

– La verdad te hará libre -dijo Anderson-. A menos que seas culpable. -Esbozó aquella sonrisa encantadora que hacía que gustara a la gente y que ésta se abriera a él, con la misma facilidad en Boston que en Baltimore. Porque a él le gustaba la gente, con todas sus flaquezas-. Hemos recibido una llamada de un tal Mike Coady detective de la policía de Boston.

– ¿Qué pasa? -preguntó Clevenger.

– ¿Sabes el tipo ese al que iban a operarle el cerebro en el Mass General?

– Claro, era esta mañana. John Snow. Volvió a salir en la primera plana de The Globe.

– La operación ha sido cancelada.

– ¿Por qué?

– Ha muerto.

– ¿Que ha muerto? ¿De qué?

– Lo han encontrado en un callejón entre dos edificios del hospital. Con una bala de nueve milímetros en el pecho.

– Dios santo. ¿Tienen al asesino?

– Coady cree que sí. El propio Snow.

– ¿Se ha suicidado?

– No hay testigos. La bala procedía del arma de Snow.

– El forense no ha descartado oficialmente el asesinato -dijo Anderson. Cruzó sus brazos enormes-. Coady tiene once casos de asesinato abiertos.

– Así que el bueno del detective quiere que elabore un perfil psicológico conveniente, y póstumo, que encaje con la teoría del suicidio -dijo Clevenger. Meneó la cabeza con incredulidad-. Le diré que se base en el informe de balística.

Anderson se encogió de hombros.

– Podría echar un vistazo, ver qué se dice en la calle, sólo para tener una percepción del asunto.

– ¿Por qué gastar energías, si lo único que quiere Coady es un informe rutinario para cerrar el caso sin preguntas?

– Nadie cree realmente que nosotros cerremos casos sin hacer preguntas.

– Quizá por eso esta vez espera que lo hagamos. Credibilidad instantánea. -Descolgó el auricular-. ¿Tienes su número?

– Claro -dijo Anderson.

Pero se quedó ahí parado.

– ¿Sabes esas intuiciones que se tienen a veces? Quizá me esté tragando todo el bombo que se ha liado en torno a ese tal Snow, pero estaba a punto de adentrarse en un campo de la medicina que no se ha explorado jamás. Iba a hacer historia. Todos los periodistas del país andaban a la caza de una entrevista con él después de la operación. Yo no soy loquero, pero imagino que esa clase de expectación puede ayudarte a sobrellevar los días malos. ¿Y el tío va y se pega un tiro en un callejón, justo al lado del quirófano? No tiene mucho sentido.

– No crees que se matara.

– Creo que es la respuesta que está buscando Coady. Quizá sea la correcta. Pero esta mañana un hombre ha recibido una bala en el pecho, y mi intuición me dice que consigamos toda la historia.

– De un hombre muerto.

– Si la verdad fuera fácil de obtener -dijo Anderson-, Coady ya no te habría llamado.

Capítulo 3

23:30 h

Clevenger subió a su camioneta Ford F-150 negra e inició el viaje por el puente Tobin en dirección a Boston. Había quedado con el detective Mike Coady en el depósito de cadáveres de Albany Street al mediodía. Si iba a meterse en la cabeza de John Snow, imaginó que bien podía empezar con el cadáver, la última página de la biografía, y trabajar hacia atrás.

Lo que ya conocía de Snow, lo sabía por los periódicos y la televisión. Snow era un ingeniero aeronáutico doctorado por Harvard que, tras ascender todos los rangos académicos, se había convertido, a sus treinta y dos años, en el catedrático más joven del prestigioso Laboratorio Lincoln del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Unos años después dejó el Instituto para poner en marcha Snow-Coroway Engineering, cuya sede estaba en Cambridge. Y durante las dos décadas siguientes había visto cómo sus inventos en los campos de la tecnología de radares y la propulsión de cohetes le reportaban más de cien millones de dólares gracias a empresas como Boeing y Lockheed Martin.

Pero el genio de Snow parecía pasarle factura. Sufría ataques, como si la fuerza combinada del conocimiento y de la inspiración que se arremolinaban en su mente se combinara a veces con demasiada intensidad. Y no eran ataques sutiles, de ausencia, que hacían que uno se quedara mirando al vacío. Eran tónico-clónicos, ataques generalizados que hacían que Snow se desplomara, se quedara inconsciente, emitiera grandes respiraciones, las extremidades le temblaran con violencia, apretara los dientes y, a veces, se mordiera la lengua.

Según un segmento 20/20 que le realizaron, Snow había tenido el primer ataque a los diez años mientras se esforzaba por resolver una ecuación que le había puesto su profesor de cálculo, una ecuación que habría frustrado a la mayoría de matemáticos. Cuando Snow rompió su lápiz por la mitad, el profesor se disculpó por exigirle demasiado. Pero luego vio que Snow había garabateado la respuesta correcta a pie de página, y que sus extremidades rígidas comenzaban a temblar.

Su madre y su padre se temieron lo peor, un tumor cerebral. Pero las pruebas neurológicas que le practicaron no revelaron nada. No había ni líquido, ni infarto cerebral. Un electroencefalograma dio con la respuesta: grupos de impulsos eléctricos de ondas delta y theta que cruzaban los lóbulos temporales y subían por los lóbulos frontales. Descargas de inspiración descontroladas.

John Snow tenía epilepsia. Y si bien el Dilantin la controlaba cuando era pequeño, sólo una combinación de dos medicamentos lograba controlarla a medias para cuando acabó el instituto. A los treinta y cinco años, tomaba tres medicamentos y seguía teniendo ataques. Cuanta más intensidad ponía en aquello que le apasionaba -inventar-, más sufría. Era como si su don alimentara la enfermedad. A los cincuenta, su tratamiento incluía cuatro anticonvulsivos. E incluso con este cóctel de medicinas, sufría ataques como mínimo una docena de veces al año.

Así que John Snow se propuso arreglar su cerebro estropeado. Leyó miles de libros, revistas y estudios sobre neurología y neurocirugía, se entrevistó con neurólogos y neurocirujanos de todo el mundo, buscó en Internet; todo para encontrar la respuesta a una sola pregunta: ¿qué partes de su cerebro había que extirpar para eliminar los circuitos descontrolados responsables de sus convulsiones?

Era una pregunta desalentadora porque el sistema de circuitos del cerebro está mojado. El problema tiende a filtrarse por el tejido. Cada neurona del cerebro (y hay miles de millones) gotea y absorbe constantemente iones cargados a medida que la corriente eléctrica recorre su largo axón, acabando en una colección de burbujas membranosas que contienen mensajeros químicos como la serotonina y la norepinefrina, lo que explota esas burbujas y traspasa las sustancias químicas a la siguiente neurona de la línea. Y así sucesivamente. Una reacción en cadena electroquímica alucinante que se extiende en cascada en todas direcciones.

Pero no infinitamente. El cerebro también tiene estructuras de prudencia en su interior, como los estados de un país, con fronteras que son difíciles de cruzar, incluso para la electricidad.

Snow convenció a su neurólogo para que le encargara una combinación compleja de electroencefalogramas, escáneres TEP e IRM para encontrar su patología. Luego creó un programa de software que cruzaba los resultados y generaba una imagen tridimensional por ordenador de su cerebro, en la que las zonas que mayor implicación tenían en sus ataques aparecían destacadas en rojo. Las menos sospechosas eran azules. Todas juntas, incluían partes del lóbulo temporal del cerebro, el lóbulo occipital, la circunvolución cingulada, la amígdala y el hipocampo: las bases operativas del neuroterrorismo que bombardeaban a Snow.