Kurt Wallander miró a Rydberg con atención.
– ¿Adónde quieres llegar?
– Quiero llegar a que parece poco probable que el nudo sea obra de alguien que haya formado parte de los boy scout suecos.
– ¿Qué cojones quieres decir?
– Que el nudo lo ha hecho una persona extranjera.
Antes de que Kurt Wallander tuviera tiempo de contestar, Ebba entró en el comedor en busca de café.
– Id a casa a descansar para poder seguir -dijo-. No paran de llamar periodistas para que les contéis algo.
– ¿Sobre qué? -preguntó Wallander-. ¿Sobre el tiempo?
– Parece que han averiguado que la mujer ha muerto.
Kurt Wallander miró a Rydberg, que negaba con la cabeza.
– Esta noche no diremos nada -les advirtió-. Esperaremos hasta mañana.
Kurt Wallander se levantó y fue hasta la ventana. El viento arreciaba, pero el cielo seguía despejado. Tendrían otra noche fría.
– No podemos dejar de comunicarles la verdad -explicó-. Que ella tuvo tiempo de hablar antes de morir. Y si decimos eso tenemos que transmitirles lo que dijo. Y entonces habrá problemas.
– Podríamos intentar que no saliera de aquí -dijo Rydberg al tiempo que se levantaba y se ponía el sombrero-. Por razones técnicas de la investigación.
Kurt Wallander lo miró con sorpresa.
– ¿Y arriesgarnos a que luego salga a la luz que hemos privado a la prensa de información importante? ¿Que les hemos guardado las espaldas a unos criminales extranjeros?
– Afectará a muchos inocentes -dijo Rydberg-. ¿Qué crees que pasará en el campo de refugiados cuando se sepa que la policía está buscando a unos extranjeros?
Kurt Wallander sabía que Rydberg tenía razón. De repente se sintió inseguro.
– Lo dejamos hasta mañana -dijo-. Nos vemos, solos tú y yo, mañana a las ocho. Entonces decidiremos.
Rydberg asintió con la cabeza y se fue cojeando hacia la puerta. Allí se paró y se volvió hacia Wallander de nuevo.
– Hay una posibilidad que no podemos descartar -añadió-. Que realmente sean unos refugiados en busca de asilo político los que lo han hecho.
Kurt Wallander fregó su taza de café y la colocó en el escurreplatos.
«En el fondo lo deseo», pensó. «En el fondo deseo que los asesinos se encuentren en ese campo de refugiados. Entonces quizás haya un cambio en la actitud arbitraria y poco severa que permite que cualquiera y por cualquier motivo pueda cruzar la frontera sueca.»
Pero eso no se lo diría a Rydberg, por supuesto. Era una opinión que mantendría para sí.
Luchó contra el viento para llegar hasta su coche. A pesar del cansancio no tenía ganas de ir a casa. Cada noche la soledad le acechaba.
Puso el contacto y cambió la cinta de casete. La obertura de Fidelio llenaba el interior oscuro del coche.
El hecho de que su mujer lo abandonara tan de repente le llegó con total sorpresa. Pero en su interior se daba cuenta de que, aunque todavía le costaba aceptarlo, tendría que haberlo intuido mucho antes. Que estaba viviendo un matrimonio que se quebrantaba poco a poco por su propia tristeza. Se habían casado muy jóvenes y se dieron cuenta demasiado tarde de que se desarrollaban en direcciones diferentes. ¿No habría sido Linda la que había reaccionado frente al vacío que los rodeaba?
Cuando Mona, aquella noche de octubre, le dijo que se quería divorciar, él pensó que en realidad ya se lo esperaba. Pero como ese pensamiento comportaba una amenaza, lo había rechazado y siempre había creído que todo se debía al exceso de trabajo. Se dio cuenta demasiado tarde de que ella había preparado su partida con todo detalle. Un viernes le había dicho que quería divorciarse y el domingo siguiente le había dejado y se había ido al piso que ya había alquilado en Malmö. El haber sido abandonado le había llenado de vergüenza y rabia. Inmerso en un infierno de desesperación, donde todo su mundo sentimental se había paralizado, la abofeteó.
Después sólo hubo silencio. Ella fue a buscar sus enseres durante el día, cuando él no estaba en casa. Sin embargo dejó la mayoría de las cosas, y Wallander se sentía profundamente herido porque ella parecía estar preparada para cambiar todo su pasado por una vida en la cual él no existiría ni como recuerdo.
La llamó. Por las noches sus voces se encontraron. Deshecho por los celos, intentó averiguar si lo había dejado por otro hombre.
– Una nueva vida -le contestó ella-. Una nueva vida antes de que sea demasiado tarde.
Le suplicó. Intentó mostrarse indiferente. Le pidió perdón por toda la poca atención que le había prestado. Pero nada podía cambiar su decisión.
Dos días antes de Nochebuena le llegaron por correo los documentos del divorcio.
Al abrir el sobre y darse cuenta de que todo había terminado, algo estalló dentro de él. En un intento de huida pidió la baja durante los días de Navidad y emprendió un viaje que lo llevó a Dinamarca. En el norte de Seeland una repentina tormenta lo dejó aislado, y pasó la Navidad en la gélida habitación de una pensión, al lado de Gilleleje. Allí escribió largas cartas que luego rompió esparciéndolas por el mar como un gesto simbólico de que, a pesar de todo, empezaba a aceptar todo lo que le había pasado.
Dos días antes de Nochevieja volvió a Ystad y entró de nuevo en servicio. Durante la Nochevieja se ocupó de investigar un caso serio de maltrato a una mujer en Svarte, y tuvo la escalofriante revelación de que podía haber sido él mismo quien maltratara a Mona…
La música de Fidelio se paró con un sonido estridente. La cinta se había enganchado.
Automáticamente se encendió la radio y oyó la retransmisión de un partido de hockey sobre hielo.
Salió del aparcamiento y decidió irse a casa, a la calle Mariagatan.
A pesar de eso se fue en la dirección contraria, tomó la carretera de la costa que le llevaba hacia Trelleborg y Skanör. Al pasar por delante de la vieja cárcel apretó el acelerador. Conducir siempre le había distraído de sus pensamientos…
De repente se da cuenta de que ha llegado a Trelleborg. Un transbordador grande hace su entrada en el puerto y, siguiendo una intuición repentina, decide parar allí.
Sabe que algunos policías que antes estaban en Ystad trabajan en el control de pasaportes de los transbordadores de Trelleborg. Piensa que quizás uno de ellos se halle de servicio esta noche.
Cruza la zona portuaria, que está bañada por una pálida luz amarillenta. Un camión enorme se acerca rugiendo como un animal fantasmagórico de la prehistoria.
Pero al entrar por la puerta en la que pone que está prohibida la entrada a personas ajenas, no reconoce a ninguno de los dos policías…
Kurt Wallander saludó con la cabeza al tiempo que se presentaba. El mayor de los dos policías tenía barba blanca y una cicatriz en la frente.
– Os ha tocado una historia muy desagradable -dijo-. ¿Los habéis atrapado?
– Todavía no -contestó Kurt Wallander.
La conversación se interrumpió pues los pasajeros del transbordador se acercaban al control de pasaportes. La mayoría eran suecos que volvían de celebrar el fin de año en Berlín. Pero también había alemanes del este que aprovechaban su reciente libertad para viajar a Suecia.
Después de veinte minutos sólo quedaban nueve pasajeros. Todos intentaban explicar a su manera que solicitaban asilo político en Suecia.
– Esta noche es tranquila -dijo el más joven de los policías-. Imagínate que a veces llegan hasta cien personas en el mismo transbordador, todos solicitando asilo político.
Cinco de los solicitantes pertenecían a una misma familia etíope. Sólo uno de ellos tenía pasaporte, y Kurt Wallander se preguntaba cómo habían podido hacer un viaje tan largo y cruzar todas las fronteras con un único pasaporte. Aparte de la familia etíope esperaban dos libaneses y dos iraníes.
Kurt Wallander no podía saber con certeza si los refugiados tenían cara de esperanza o de miedo.