– ¿Tenían conocidos que fueran extranjeros? -preguntó.
El hombre levantó las cejas sorprendido.
– ¿Extranjeros?
– Alguien que no fuera sueco -intentó Wallander.
– Hace unos años unos daneses acamparon en su terreno durante la fiesta de San Juan.
Kurt Wallander miró el reloj. Casi las siete y media. A las ocho había quedado con Rydberg y no quería llegar tarde.
– Intentadlo -dijo-. Pensad otra vez. Todo lo que se os ocurra puede ser importante.
Nyström lo acompañó hasta el coche.
– Tengo permiso de armas para el rifle -dijo-. Y no apunté. Sólo quería asustar.
– Hiciste bien -contestó Wallander-. Pero pienso que deberías dormir por las noches. Los que lo hicieron no volverán.
– ¿Tú podrías dormir? -preguntó Nyström-. ¿Tú podrías dormir cuando tus vecinos han sido sacrificados como animales?
Como Kurt Wallander no encontró respuesta, se calló.
– Gracias por el café -fue todo lo que dijo mientras entraba en el coche y se iba.
«Esto se va a la mierda», pensó. «Ni una pista, nada. Sólo el nudo raro de Rydberg y la palabra "extranjero". Un viejo matrimonio, sin dinero bajo el colchón, sin muebles antiguos, es asesinado de una manera que parece que haya otro motivo que no sea el robo. Un asesinato por odio o venganza.»
«Tiene que haber algo», pensó. «Algo que rompa los esquemas de esta pareja que parecía tan normal.»
¡Ojalá el caballo pudiera hablar!
Había algo relacionado con el caballo que le preocupaba. Una ligera intuición. Pero aun así tenía demasiada experiencia como policía para descartar su angustia. ¡Con aquel caballo pasaba algo!
A las ocho menos cuatro minutos pisó el freno junto a la comisaría de Ystad. El viento soplaba con más fuerza y a ráfagas. No obstante, la temperatura parecía haber subido un par de grados.
«Mientras no empiece a nevar», pensó. Saludó a Ebba, que estaba sentada en su sitio en la recepción.
– ¿Ha llegado Rydberg? -preguntó.
– Está en su despacho -contestó Ebba-. Todo el mundo ha empezado a llamar. La televisión, la radio y los periódicos. Y el jefe de policía del gobierno provincial.
– Mantenlos al margen un ratito más -dijo Wallander-. Primero voy a hablar con Rydberg.
Colgó la chaqueta en su despacho antes de entrar en el de Rydberg, que se encontraba unas puertas más allá. Recibió un gruñido como contestación a su llamada.
Rydberg estaba mirando por la ventana cuando entró. Wallander pensó que tenía el aspecto de no haber descansado.
– Hola -saludó Wallander-. ¿Quieres que vaya a buscar café?
– Sí, por favor. Pero nada de azúcar. Ya no tomo.
Wallander fue a buscar dos vasos de plástico con café y regresó al despacho de Rydberg.
Delante de la puerta se quedó parado.
«¿Qué opino?» pensó. «¿Debemos callarnos las últimas palabras de la mujer por lo que solemos llamar razones técnicas de la investigación o lo soltamos? ¿Cuál es mi opinión en realidad?»
«No tengo opinión en absoluto», se respondió irritado y abrió la puerta con la punta del zapato.
Rydberg estaba sentado detrás de su mesa peinándose el poco pelo que tenía. Wallander se dejó caer en un sillón de muelles gastados para las visitas.
– Deberías comprarte un sillón nuevo -dijo.
– No hay dinero para eso -contestó Rydberg y metió el peine en un cajón del escritorio.
Kurt Wallander puso la taza de café en el suelo, al lado de la silla.
– Me desperté tempranísimo esta mañana -dijo-. Fui a ver a los Nyström de nuevo. El viejo estaba al acecho detrás de un arbusto y me disparó con una escopeta de perdigones.
Rydberg le señaló la mejilla.
– No es de los perdigones -explicó Kurt Wallander-. Me tiré al suelo. Dice que tiene permiso de armas. ¿Quién sabe?
– ¿Tenían algo nuevo que decir?
– Nada. Nada fuera de lo normal. Nada de dinero, nada de nada. Si no mienten, claro.
– ¿Para qué iban a mentir?
– No, ¿para qué?
Rydberg se bebió el café haciendo ruido y con una mueca en la cara.
– ¿Sabes que los policías están expuestos de forma excepcional al cáncer de estómago? -preguntó.
– No lo sabía.
– Si es verdad, se debe a todo el café malo que bebemos.
– Solemos resolver nuestros casos ante una taza de café.
– ¿Como ahora?
Wallander negó con la cabeza.
– ¿Qué tenemos? Nada.
– Eres impaciente, Kurt. -Rydberg le miró a la vez que se rascaba la nariz-. Tienes que perdonarme si te parezco un viejo profesor -continuó-. Pero en este caso creo que debemos fiarnos de la paciencia.
Volvieron a repasar la situación de la investigación. Los técnicos de la policía buscaban huellas digitales y las comparaban con el registro central del país. Hanson estaba investigando dónde se encontraban todos los delincuentes conocidos que asaltaban a ancianos, si estaban en la cárcel o si tenían coartada. Las conversaciones con los habitantes de Lenarp continuarían, quizá también los formularios con preguntas que habían distribuido darían algún resultado. Tanto Rydberg como Wallander sabían que la policía de Ystad cumplía con su trabajo de forma metódica y meticulosa. Tarde o temprano saldría algo. Una pista, un hilo del cual empezar a tirar. Sólo hacía falta esperar. Trabajar metódicamente y esperar.
– El motivo -insistió Wallander-. Si el motivo no es el dinero. O rumores sobre dinero escondido. ¿Qué es entonces? ¿El nudo corredizo? Debes de haber pensado igual que yo. Este doble asesinato contiene venganza u odio. O las dos cosas.
– Imaginemos unos atracadores lo suficientemente desesperados -dijo Rydberg-. Supongamos que estaban segurísimos de que los Lövgren tenían dinero escondido. Supongamos que estaban lo suficientemente desesperados y eran insensibles a la vida humana. En ese caso la tortura es posible.
– ¿Quién puede estar tan desesperado?
– Tú sabes igual que yo que hay un montón de narcóticos que crean tal dependencia que se está dispuesto a cualquier cosa.
Kurt Wallander lo sabía. Había visto muy de cerca de qué manera se disparaba la violencia, y el comercio de narcóticos y la dependencia figuraban casi siempre como trasfondo. Aunque el distrito policial de Ystad raras veces sufría manifestaciones visibles de la creciente violencia, no albergaba ilusiones de que ésta no se acercara cada vez más.
Ya no había zonas protegidas. Un pueblo pequeño e insignificante como Lenarp era la confirmación.
Se incorporó en la incómoda silla.
– ¿Qué hacemos? -preguntó.
– Tú eres el jefe -contestó Rydberg.
– Quiero oír tu opinión.
Rydberg se levantó y fue hacia la ventana. Con un dedo tocó la tierra de una maceta. Estaba seca.
– Si quieres saber lo que pienso, te lo diré. Pero debes saber que no estoy convencido de estar en lo cierto. Creo que, hagamos lo que hagamos, habrá alboroto. Pero tal vez sería más inteligente callárselo unos días. Podremos investigar unas cuantas cosas.
– ¿Qué?
– ¿Tenían los Lövgren conocidos extranjeros?
– Eso mismo pregunté esta mañana. Posiblemente conocían a unos daneses.
– ¿Lo ves?
– No pueden ser unos daneses que van de acampada.
– ¿Por qué no? De todas maneras vamos a examinarlo. Y se puede interrogar a otras personas aparte de los vecinos. Si no te entendí mal ayer, dijiste que los Lövgren pertenecían a una familia muy numerosa.
Kurt Wallander se dio cuenta de que Rydberg estaba en lo cierto. Había razones técnicas de la investigación que aconsejaban callarse que la policía buscaba a alguien relacionado con extranjeros.
– ¿Qué sabemos sobre los extranjeros que cometen un crimen en Suecia? -dijo-. ¿Existen registros especiales en la jefatura nacional?
– Hay registros para todo -contestó Rydberg-. Coloca a alguien al ordenador y que se conecte a los registros centrales de crímenes a ver si encontramos algo.