Kurt Wallander se levantó. Rydberg le miró con asombro.
– ¿No me vas a preguntar por el nudo?
– Lo había olvidado.
– Dicen que hay un viejo que hace velas de barco en Limhamn que lo sabe todo sobre nudos. Leí una vez un artículo acerca de él en un periódico el año pasado. He pensado en tomarme la mañana para ir a verlo. Aunque no sé si obtendremos algo. Pero de todos modos lo haré.
– Quiero que estés en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego puedes irte a Limhamn.
A las diez se habían reunido todos en el despacho de Wallander.
La revisión fue muy corta. Wallander les comunicó las palabras de la anciana antes de fallecer. Dio instrucciones de que eso era una información que de momento no se divulgaría. Nadie parecía tener algo que objetar.
Destinaron a Martinson al ordenador para buscar a criminales extranjeros. Los policías que debían seguir las averiguaciones en Lenarp se fueron. Wallander encargó a Svedberg que se dedicara de forma especial a la familia polaca que probablemente estaba sin permiso en el país. Quería saber por qué vivían en Lenarp. A las once menos cuarto Rydberg se dirigió a Limhamn en busca del constructor de velas.
Cuando Kurt Wallander se quedó solo en su despacho, se pasó un rato mirando el mapa de la pared. ¿De dónde provendrían los asesinos? ¿Qué camino habían seguido después?
Luego se sentó a su mesa y le pidió a Ebba que le pusiera en contacto con la gente que había llamado antes. Durante más de una hora estuvo hablando con diferentes periodistas. Sin embargo, no llamó la chica de la radio local.
A las doce y cuarto Norén llamó a su puerta.
– ¿No deberías estar en Lenarp? -preguntó Wallander con asombro.
– Sí -contestó Norén-. Pero se me ha ocurrido una cosa.
Norén se sentó en el extremo de la silla porque estaba mojado. Había empezado a llover. La temperatura había subido a un grado sobre cero.
– Es posible que no signifique nada -dijo Norén-. Es sólo una cosa que se me ha ocurrido.
– La mayoría de las cosas suelen tener su sentido -dijo Wallander.
– ¿Te acuerdas del caballo? -preguntó Norén.
– Claro que me acuerdo del caballo.
– Tú me dijiste que le diese heno.
– ¡Y agua!
– Heno y agua. Pero no lo hice.
Kurt Wallander frunció el entrecejo.
– ¿Por qué no?
– No hacía falta. Ya tenía heno. Y agua.
Kurt Wallander se quedó callado un momento mirando a Norén.
– Sigue -dijo luego-. Estás pensando en algo.
Norén se encogió de hombros.
– Cuando yo era pequeño teníamos un caballo -explicó-. Y cuando estaba en la cuadra y le dábamos de comer, se comía todo lo que se le echaba. Sólo quiero decir que alguien debió de darle heno. Tal vez sólo una hora antes de llegar nosotros.
Wallander estiró el brazo en dirección al teléfono.
– Si pensabas llamar a Nyström, no hace falta -se adelantó Norén.
Kurt Wallander dejó caer la mano.
– Hablé con él antes de venir aquí. Y él no le dio heno al caballo.
– Las personas muertas no dan de comer a sus caballos -dijo Kurt Wallander-. ¿Quién lo hizo?
Norén se levantó.
– Parece extraño -dijo-. Primero matas a una persona. Después intentas estrangular a otra. Y luego te vas a la cuadra y le echas de comer al caballo. ¿Quién coño hace algo tan raro?
– No -replicó Kurt Wallander-. ¿Quién hace eso?
– Tal vez no signifique nada -dijo Norén.
– O al revés -contestó Wallander-. Me alegro de que hayas venido a explicármelo.
Norén se despidió y se fue.
Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.
La intuición que lo había rondado mostraba ser verdadera. Con aquel caballo pasaba algo.
El teléfono interrumpió sus pensamientos.
Era otro periodista que quería hablar con él.
A la una menos cuarto dejó la comisaría. Iba a visitar a un viejo amigo al que no había visto en muchos, muchos años.
5
Kurt Wallander dejó la E 14 a la salida de las ruinas del castillo de Stjärnsund. Se bajó del coche y se puso a orinar. A través del viento pudo oír el rugido de los motores de los aviones del aeropuerto de Sturup. Antes de volver a sentarse en el coche, se limpió el barro que se le había incrustado en la suela de los zapatos. El cambio de temperatura había sido muy brusco. El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de cinco grados sobre cero. Jirones de nubes se desplazaban por el cielo cuando continuó el viaje.
Más allá de las ruinas del castillo, el camino de grava se dividía y él tomó el de la izquierda. Nunca había conducido por allí, pero aun así sabía que era el camino correcto. A pesar de que casi habían pasado diez años desde que le describieran el camino, lo recordaba con todo detalle. Su cerebro parecía programado para paisajes y carreteras.
Después de un kilómetro, aproximadamente, la carretera empeoró. Iba muy despacio y se preguntaba cómo los vehículos de gran tonelaje podían pasar por allí.
De repente el camino se inclinó fuertemente hacia abajo y una granja grande con establos se extendió delante de él. Entró en el patio ancho y paró el coche. Una bandada de cuervos graznaba sobre su cabeza cuando salió del coche.
La granja tenía un aspecto extraño y abandonado. El viento golpeaba una puerta de la cuadra. Por un momento creyó que, a pesar de todo, se había equivocado.
«La desolación», pensó.
El invierno escaniano con sus estridentes bandadas de pájaros negros.
El barro que se pega a la suela de los zapatos.
Una joven rubia salió de repente por una de las puertas de la cuadra. Por un momento pensó que le recordaba a Linda. Tenía el mismo cabello, el mismo cuerpo delgado, los mismos movimientos agitados al andar. La miró con atención. La chica empezó a tirar de una escalera que llevaba al pajar de la cuadra.
Al verle dejó la escalera y se limpió las manos en los pantalones grises de montar.
– Hola -dijo Wallander-. Busco a Sten Widén. ¿Estoy en el lugar correcto?
– ¿Eres policía? -preguntó la chica.
– Sí -contestó Kurt Wallander con asombro-. ¿Cómo lo has adivinado?
– Se te nota en la voz -dijo la chica y empezó de nuevo a tirar de la escalera, que parecía haberse encallado.
– ¿Está en casa? -insistió Kurt Wallander.
– Ayúdame con la escalera -pidió la chica.
Vio que uno de los travesaños de la escalera se había enganchado en los revestimientos de la pared. Agarró la escalera y le dio la vuelta hasta que el travesaño se soltó.
– Gracias -dijo la chica-. Sten debe de estar en el despacho.
Señaló un edificio de ladrillo rojo situado más allá de la cuadra.
– ¿Trabajas aquí? -preguntó Kurt Wallander.
– Sí -contestó la chica y subió la escalera con rapidez-. ¡Quítate de en medio!
Con unos brazos asombrosamente fuertes empezó a sacar las balas de heno por la trampilla del granero. Kurt Wallander se dirigió hacia la casa roja. En el momento en que iba a llamar a la recia puerta, un hombre apareció doblando la esquina.
Durante diez años no había visto a Sten Widén. Aun así no parecía haber cambiado. El mismo pelo alborotado, la misma cara delgada, el mismo eczema rojo cerca del labio inferior..
– Vaya sorpresa -dijo el hombre con una risa nerviosa-. Pensaba que era el herrador y resulta que eres tú. Hace mucho que no nos vemos.
– Once años -contestó Kurt Wallander-. Desde el verano del setenta y nueve.
– El verano en que todos los sueños se desplomaron -dijo Sten Widén-. ¿Quieres un café?
Entraron en el edificio de ladrillo rojo. Kurt Wallander sentía el olor a aceite de las paredes. Una segadora oxidada se vislumbraba en la penumbra. Sten Widén abrió otra puerta, un gato apareció de un salto y Kurt Wallander entró en una habitación que parecía una combinación de despacho y vivienda. Había una cama deshecha junto a una pared, un televisor y un vídeo, y un horno microondas sobre una mesa. En un viejo sillón se amontonaba una pila de ropa. El resto de la habitación lo ocupaba un gran escritorio. Sten Widén sirvió café de un termo que estaba al lado de un telefax en una de las anchas repisas de la ventana.