Pensó en sí mismo, en su barriga demasiado grande. Estaba a punto de apagar el televisor cuando la reportera empezó a hablar sobre el doble homicidio de Lenarp. Con asombro escuchó que la policía de Ystad concentraba su trabajo de búsqueda en unos ciudadanos extranjeros, de momento desconocidos. Pero la policía estaba convencida de que los criminales eran extranjeros. Tampoco podía descartarse que fueran refugiados solicitantes de asilo político.
Al final la reportera habló de él.
A pesar de insistir repetidamente, había sido imposible obtener un solo comentario por parte de alguno de los responsables de la investigación sobre esa información procedente de fuentes anónimas pero fidedignas.
Mientras hablaba, la reportera tenía como fondo una imagen de la comisaría de Ystad.
Luego pasó a hablar del tiempo.
Una tormenta se acercaba por el oeste. El viento arreciaría aún más. Pero no existía el riesgo de nevadas. La temperatura seguiría por encima de los cero grados.
Kurt Wallander apagó el televisor.
No sabía si estaba indignado o cansado. Tal vez sólo tenía hambre.
Pero alguien en la comisaría se había ido de la lengua.
¿Pagarían dinero por divulgar información confidencial? ¿El monopolio estatal de televisión también tenía fondos para chivatazos?
«¿Quién?», pensó.
«Puede ser cualquiera, excepto yo mismo.
»¿Y por qué?
»¿Habría otro motivo aparte del dinero?
»¿Xenofobia? ¿Miedo a los refugiados?»
Se dirigió a su despacho y ya en el pasillo oyó el teléfono. El día había sido largo. Prefería irse a casa y preparar algo de comer. Con un suspiro se sentó en la silla y se acercó el teléfono.
«Habrá que empezar», pensó. «Empezar a desmentir la información de la tele.
»Y esperar que no ardan más cruces de madera durante los días venideros.»
6
Una tormenta pasó sobre Escama aquella noche. Kurt Wallander estaba sentado en su desordenada vivienda mientras el viento invernal levantaba las tejas. Bebía whisky, escuchaba una grabación alemana de Aida, cuando de repente todo quedó a oscuras y en silencio a su alrededor. Se acercó a la ventana y miró a la oscuridad. El viento aullaba y en algún lugar un letrero golpeaba contra una pared.
Las manecillas fluorescentes del reloj de pulsera señalaban las tres menos diez. Curiosamente no se sentía cansado en absoluto. La noche anterior casi le dieron las once y media antes de salir de la comisaría. El último que lo había llamado era un hombre que no quiso identificarse. Había sugerido que la policía hiciera causa común con los movimientos nacionalistas del país y echara de una vez por todas a los extranjeros. Durante un momento intentó escuchar lo que el hombre anónimo: tenía que decir. Luego le colgó el teléfono, avisó a la recepción y pidió que bloquearan todas las llamadas. Apagó la luz, atravesó el pasillo silencioso y se fue directamente a casa. Al abrir la puerta exterior de su casa decidió averiguar quién se había ido de la lengua sobre la información confidencial. En realidad no le incumbía a él. En caso de conflictos dentro del cuerpo policial, la obligación de intervenir era del jefe de policía. Dentro de unos días Björk habría vuelto de sus vacaciones de invierno. Entonces se tendría que hacer cargo. La verdad tendría que salir a la luz.
Pero cuando bebió su primera copa de whisky, Wallander comprendió que Björk no haría nada. Aunque todo policía está atado a una promesa de silencio, no podría considerarse como una actuación criminal el hecho de que un policía llamase a un contacto suyo de la Televisión Sueca y contase lo que se había dicho en una reunión interna del grupo de investigación. Tampoco podrían probarse irregularidades en caso de que la Televisión Sueca hubiera pagado a su informador secreto. Kurt Wallander se preguntó por un momento cómo contabilizaba la Televisión Sueca una partida de gastos de ese tipo.
Luego pensó que Björk, probablemente, no estaría interesado en cuestionar la lealtad interna cuando se encontraban en medio de la investigación de un homicidio.
A la segunda copa de whisky había vuelto a meditar sobre el autor o autores del soplo. Aparte de sí mismo, sólo podría descartar a Rydberg con seguridad. Pero ¿por qué es taba tan seguro de Rydberg? ¿Podía conocerlo a él más a fondo que a los demás?
La tormenta había provocado un corte de luz y en aquel momento estaba solo en la oscuridad.
Los pensamientos relacionados con la pareja muerta, con Lars Herdin y con el extraño nudo corredizo se mezclaban con aquellos asociados a Sten Widén, Mona, Linda y su viejo padre. Desde dentro de la oscuridad le hacía señas lo absurdo e inútil de la vida. Una cara irónica que se reía de sus vanos esfuerzos por dominar su vida…
Se despertó cuando volvió la luz. Vio en el reloj que había dormido más de una hora. El disco daba vueltas en el plato del tocadiscos. Vació la copa y fue a acostarse a la cama.
«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Tengo que hablar con ella sobre todo lo que ha pasado. Y tengo que hablar con mi hija. Tengo que visitar a mi padre para ver lo que puedo hacer por él. En medio de todo esto también debería atrapar a un asesino…»
Debió de dormirse otra vez. Creía que estaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Medio dormido, fue dando traspiés hasta la cocina y cogió el auricular. ¿Quién lo llamaba a las cuatro y cuarto de la madrugada?
Antes de contestar, pensó por un instante que desearía que fuese Mona la que llamaba.
Primero le pareció que el hombre que hablaba le recordaba a Sten Widén.
– Sólo tenéis tres días para reparar el error -amenazó el hombre.
– ¿Quién es usted? -preguntó Kurt Wallander.
– No importa quién sea -contestó el hombre-. Soy uno de los diez mil salvadores.
– Me niego a hablar con alguien sin saber quién es -dijo Kurt Wallander, que ya estaba completamente despierto.
– No cuelgue -dijo el hombre-. Ahora tenéis tres días para reparar el hecho de que habéis guardado las espaldas a unos delincuentes extranjeros. Tres días, pero ni uno más.
– No sé de qué me hablas -replicó Kurt Wallander y sintió un malestar al oír la voz desconocida.
– Tres días para atrapar a los asesinos y mostrarlos -dijo el hombre-. Si no, nos encargaremos nosotros.
– ¿Encargarse de qué? ¿Quiénes?
– Tres días. Ni uno más. Después empezará a arder.
La comunicación se cortó.
Kurt Wallander encendió la lámpara de la cocina y se sentó a la mesa. Escribió la conversación en un viejo bloc que Mona solía usar para las listas de la compra. En la parte de arriba del bloc ponía «Pan». Lo que había escrito debajo no se podía leer.
No era la primera amenaza anónima que Kurt Wallander recibía en sus muchos años como policía. Un hombre que consideraba que lo habían condenado injustamente lo había acosado con cartas insinuantes y llamadas nocturnas unos años antes. Entonces fue Mona la que se cansó y le exigió que reaccionase. Kurt Wallander envió a Svedberg para que convenciera al hombre de que le caería una condena larga si la persecución no cesaba. En otra ocasión alguien le rajó los neumáticos del coche.
Pero el mensaje de aquel hombre era diferente.
Algo ardería, decía. Kurt Wallander comprendió que podría ser cualquier cosa, desde los campos de refugiados hasta los restaurantes o pisos cuyos propietarios fueran extranjeros.
Tres días. O tres días y tres noches. Esto significaba el viernes o, a más tardar, el sábado día 13.
Se acostó de nuevo en la cama e intentó dormir. El viento barría y azotaba las paredes.
¿Cómo iba a poder dormir cuando en realidad sólo estaba esperando a que el hombre volviera a llamar?
A las seis y media ya estaba de nuevo en la comisaría. Intercambió unas palabras con el guardia, que le dijo que la noche había sido tranquila a pesar de la tormenta. Un camión había volcado a la entrada de Ystad y unos andamios se habían caído en Skårby. Eso era todo.