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Se fue por un café y entró en su despacho. Con una vieja máquina de afeitar se frotó las mejillas hasta dejarlas limpias. Luego salió a buscar los periódicos de la mañana. Cuanto más los miraba, más contrariado se sentía. A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con varios periodistas hasta última hora, los desmentidos de que la policía se concentraba en investigar a unos ciudadanos extranjeros eran muy vagos e incompletos. Era como si los periódicos aceptaran la verdad con reticencias.

Decidió convocar otra conferencia de prensa esa misma tarde y presentar un informe sobre el estado de la investigación. Además, denunciaría la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

Tomó una carpeta de una estantería detrás, de él. Allí guardaba información sobre las diversas viviendas de refugiados que había en los alrededores. Aparte del gran campo de refugiados de Ystad había unas cuantas unidades de menor tamaño esparcidas por el distrito.

Pero ¿qué era lo que indicaba que sería justo un campo de refugiados en el distrito policial de Ystad? Nada. Además, la amenaza podría estar dirigida a un restaurante o a una vivienda. ¿Cuántas pizzerías había por ejemplo alrededor de Ystad? ¿Quince? ¿Más?

Estaba completamente seguro de una cosa. La amenaza nocturna debía tomarla en serio. Durante el último año habían ocurrido demasiados actos vandálicos que confirmaban que en el país había fuerzas más o menos organizadas que no dudaban en valerse de la violencia contra los ciudadanos extranjeros o los refugiados que pedían asilo político.

Miró el reloj. Las ocho menos cuarto. Levantó el auricular y marcó el número de la casa de Rydberg. Después de diez tonos colgó. Rydberg estaba de camino.

Martinson asomó la cabeza por la puerta.

– Hola -dijo-. ¿Cuándo tenemos la reunión hoy?

– A las diez -contestó Kurt Wallander.

– ¡Qué tiempo hace!

– Con tal que no nieve, no me importa el viento.

Mientras esperaba a Rydberg, buscó la nota que le había dado Sten Widén. Después de la visita de Lars Herdin, comprendió que quizá no era extraño que alguien le hubiera dado de comer al caballo durante la noche. Si los asesinos se encontraban entre los conocidos o incluso entre los familiares de Johannes y Maria Lövgren, era normal que conocieran la existencia del caballo. ¿Sabrían también que Johannes Lövgren solía ir a la cuadra por la noche?

Tenía una vaga idea de lo que Sten Widén podría aportar. ¿No sería el miedo a perder el contacto con él definitivamente la principal razón para haberlo llamado?

Nadie contestó a pesar de que esperó durante más de un minuto. Colgó y decidió intentarlo un poco más tarde. También esperaba despachar otra llamada antes de que llegara Rydberg. Marcó el número y esperó.

– Fiscalía -contestó una voz alegre de mujer.

– Soy Kurt Wallander. ¿Tienes a Akeson por ahí?

– Está en excedencia esta primavera. ¿Lo habías olvidado?

Lo había olvidado. Se le había ido de la cabeza que el fiscal del distrito haría un curso de postgrado. A pesar de que habían cenado juntos a finales de noviembre.

– Te puedo poner con su sustituto si quieres -dijo la recepcionista.

– Sí, por favor -contestó Kurt Wallander.

Para su asombro, era una mujer la que contestó.

– Anette Brolin.

– Quisiera hablar con el fiscal -dijo Kurt Wallander.

– Soy yo -contestó la mujer-. ¿De qué se trata?

Kurt Wallander se dio cuenta de que no se había presentado. Dijo su nombre y continuó:

– Se trata del doble asesinato. Pensé que ya era hora de presentar un informe a las autoridades fiscales. Había olvidado que Per estaba en excedencia.

– Si no me hubieras llamado esta mañana te habría llamado yo -dijo la mujer.

Kurt Wallander intuía un tono de reproche en su voz. «Vieja gruñona», pensó. «¿Tú me vas a enseñar a cooperar con las autoridades de la fiscalía?»

– En realidad no tenemos mucha cosa -dijo, y se dio cuenta de que hablaba con voz cortante.

– ¿Estáis a punto de detener a alguien?

– No. Pero he pensado en daros un pequeño informe.

– Gracias -dijo la mujer-. ¿Quedamos a las once aquí en mi despacho? Tengo una detención a las diez y cuarto. Estaré de vuelta a las once.

– Tal vez llegue con un poco de retraso. Tenemos una reunión de investigación a las diez. Puede alargarse.

– Inténtalo para las once.

La conversación se acabó y Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

La cooperación entre la policía y los fiscales no siempre era sencilla. Pero Kurt Wallander había forjado una relación poco rutinaria y de confianza con Per Ǻkeson. A menudo se llamaban y se pedían consejos. Raras veces, casi nunca, había desavenencias ante una detención o una puesta en libertad.

– Coño -dijo en voz alta-. Anette Brolin, ¿quién es?

En aquel momento oyó el inconfundible paso renqueante de Rydberg en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta y le pidió que entrara. Rydberg llevaba una chaqueta de piel pasada de moda y una boina. Al sentarse hizo una mueca.

– ¿Te duele? -preguntó Kurt Wallander señalando la pierna.

– La lluvia me va bien -dijo Rydberg-. O la nieve. O el frío. Pero esta maldita pierna no aguanta el viento. ¿Qué querías?

Kurt Wallander le explicó la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

– ¿Qué crees? -preguntó al acabar-. ¿Es serio o no?

– Serio. Por lo menos tenemos que obrar como si lo fuera.

– Pensaba dar una rueda de prensa esta tarde. Explicamos el estado de la investigación y nos centramos en el relato de Lars Herdin. Sin decir su nombre, por supuesto. Luego explico lo de la amenaza. Y digo que ninguno de los rumores sobre extranjeros tiene fundamento.

– De hecho no es la verdad -replicó Rydberg con tono dubitativo.

– ¿A qué te refieres?

– La mujer dijo lo que dijo. Y el nudo quizá sea argentino.

– ¿Cómo lo vas a relacionar con un atraco que probablemente hayan cometido unas personas que conocen muy bien a Johannes Lövgren?

– No lo sé todavía. Creo que es demasiado pronto para sacar conclusiones. ¿No te parece?

– Conclusiones provisionales -dijo Kurt Wallander-. En todo trabajo policial se trata de sacar conclusiones. Las que se desechan o las que se siguen elaborando.

Rydberg movía su pierna dolorida.

– ¿Qué has pensado hacer acerca del soplo? -preguntó.

– Me voy a cabrear en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego Björk se tendrá que encargar cuando vuelva.

– ¿Qué crees que hará?

– Nada.

– Eso es.

Kurt Wallander abrió los brazos.

– Vale más aceptarlo de una vez. Al que haya dado el soplo a la televisión no se le retorcerá la nariz. A propósito, ¿cuánto crees que paga la televisión sueca a los policías soplones?

– Probablemente demasiado -dijo Rydberg-. Por eso no tienen dinero para hacer buenos programas.

Rydberg se levantó de la silla.

– No olvides una cosa -dijo cuando ya estaba con la mano en el pomo de la puerta-. Un poli que da un soplo puede volver a darlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede aferrarse a que una de nuestras pistas señala a unos extranjeros. De hecho es la verdad.

– No es ninguna pista -dijo Kurt Wallander-. Son las últimas palabras confusas de una anciana aturdida y moribunda.

Rydberg se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo-. Nos vemos dentro de un rato.

La reunión de investigación no pudo ir peor. Kurt Wallander había decidido empezar con lo del soplo y las consecuencias que podrían temerse. Describiría la llamada anónima que había recibido y luego recogería las opiniones sobre lo que se tendría que hacer antes de que acabara el plazo. Pero cuando se quejó con rabia de que uno de los presentes era tan desleal que distribuía información confidencial y tal vez también recibiese dinero a cambio, le respondieron con protestas airadas. Varios de los policías afirmaban que el rumor muy bien podía haberse filtrado desde el hospital. ¿No estaban presentes tanto médicos como enfermeras cuando la anciana pronunció sus últimas palabras?