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Para su gran asombro tenía sueño. Se desvistió y se metió bajo el edredón. El cuerpo le dolía y las llamas del fuego bailaban ante sus ojos. Pero aun así se durmió enseguida.

A las ocho se despertó como si alguien le estuviera dando con un mazo en la cabeza. Al abrir los ojos sintió los golpes en las sienes. Otra vez había soñado con aquella mujer negra que ya lo había visitado en otros sueños. Pero al intentar alargar la mano para alcanzarla, de pronto se encontró con Sten Widén sosteniendo su botella de whisky, y la mujer dio la espalda a Kurt Wallander y siguió a Sten.

Permaneció quieto, intentando notar cómo se encontraba. Le escocían el cuello y el brazo. La cabeza le daba vueltas. Por un momento se sintió tentado de ponerse de cara a la pared y volver a dormirse. Olvidar todas las investigaciones de asesinatos y los incendios que estallaban por la noche.

No le dio tiempo a decidirse. El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«No contesto», pensó.

Luego se arrastró desde la cama y tropezando se fue a la cocina.

Era Mona.

– Kurt -dijo-. Soy Mona.

Le embargó una alegría totalmente desbordante. «Mona», pensó. «¡Dios mío! ¡Mona, lo que te he echado de menos!»

– Te he visto en el periódico -dijo-. ¿Cómo estás?

Recordó el fotógrafo fuera del hospital la noche anterior. El flash que lo había iluminado.

– Bien -dijo-. Sólo me duele un poco.

– ¿Seguro?

De repente se fue la alegría. Volvía el dolor, el golpe en el estómago.

– ¿Realmente te importa cómo estoy?

– ¿Por qué no me iba a importar?

– ¿Y por qué sí?

Oía su respiración en el oído.

– Pienso que eres valiente -dijo-. Estoy orgullosa de ti. En el periódico decían que has salvado vidas poniendo la tuya en peligro.

– ¡Yo no he salvado vidas! ¿Qué tonterías son ésas?

– Sólo quería saber que no estabas herido.

– ¿Qué habrías hecho si así fuera?

– ¿Qué habría hecho?

– ¿Si yo hubiera estado herido? ¿Si hubiera estado moribundo? ¿Qué habrías hecho entonces?

– ¿Por qué hablas con ese tono de enfado?

– No estoy enfadado. Sólo pregunto. Quiero que vuelvas a casa. Aquí. A mí.

– Sabes que no voy a hacerlo. Pero me gustaría que pudiéramos hablar.

– ¡No me llamas nunca! ¿Cómo vamos a poder hablar?

La oía suspirar. Eso le ponía rabioso. O quizá le daba miedo.

– Claro que podemos vernos -contestó-. Pero no en mi casa ni en la tuya.

De repente se decidió. Lo que había dicho no era del todo verdad. Pero tampoco era mentira.

– Tenemos que hablar de varias cosas -dijo-. Cosas prácticas. Puedo ir a Malmö si quieres.

Tardó un momento antes de contestar.

– Esta noche, no -respondió-. Pero mañana puedo.

– ¿Dónde? ¿Quieres ir a cenar? Lo único que conozco es el Savoy y Centralen.

– El Savoy es muy caro.

– Pues, ¿Centralen entonces? ¿A qué hora?

– ¿A las ocho?

– Allí estaré.

Se acabó la conversación. Miró su cara maltrecha en el espejo del recibidor.

¿Se alegraba? ¿O estaba preocupado?

No lo sabía. De pronto sus pensamientos eran muy confusos. En lugar de verse con Mona, se imaginó junto a Anette Brolin en el Savoy. Aunque todavía era la fiscal de Ystad, se había convertido en una mujer negra.

Se vistió, se saltó el café y salió al coche. El viento había cesado totalmente. Hacía más calor. Restos de niebla húmeda entraban desde el mar, flotando sobre la ciudad.

Al llegar a la comisaría lo recibieron con sonrisas amables y palmadas en la espalda. Ebba le dio un abrazo cariñoso y un bote de confitura de pera. Se sintió abrumado y a la vez un poco orgulloso.

«Ahora debería estar aquí Björk», pensó.

«Aquí y no en España.

»Esto le encanta. Los héroes del cuerpo de policía…»

A las nueve y media todo había vuelto a su cauce. Había tenido tiempo de pegarle una fuerte bronca al encargado del campo de refugiados por el control tan descuidado de quienes se encontraban en las barracas. El encargado, que era bajito, rechoncho, e irradiaba una increíble pereza apática, se había defendido enérgicamente asegurando que seguían las instrucciones y reglas del Departamento de Inmigración al pie de la letra.

– La policía debe garantizar la seguridad -dijo queriendo llevar la discusión a su terreno.

– ¿Cómo vamos a poder garantizar algo, cuando ni siquiera sabéis cuántos viven en esas malditas barracas ni quiénes son?

El encargado tenía la cara roja de ira al dejar el despacho de Kurt Wallander.

– Voy a quejarme -dijo-. La policía tiene la obligación de garantizar la seguridad de los refugiados.

– Quéjate al rey -respondió Kurt Wallander-. Quéjate al presidente del gobierno. Quéjate al tribunal europeo. Quéjate ante quien sea, coño. Pero a partir de ahora tiene que haber listas exactas, de los que viven en tu campo, sus nombres y las barracas que habitan.

Justo antes de comenzar la reunión con los investigadores de homicidios llamó Peter Edler.

– ¿Cómo estás? -dijo-. Eres el héroe del día.

– Que te jodan -contestó Kurt Wallander-. ¿Habéis encontrado algo?

– No fue tan difícil -respondió Peter Edler-. Una pequeña composición detonante que encendió unos trapos impregnados de gasolina.

– ¿Estás seguro?

– ¡Claro que estoy seguro! Tendrás el informe dentro de unas horas.

– Intentaremos llevar la investigación del incendio paralelamente con la del doble asesinato. Pero si pasara algo más ahora, tendría que pedir refuerzos de Simrishamn o Malmö.

– ¿Hay policías en Simrishamn? Creía que habían cerrado la comisaría.

– Es a los cuerpos voluntarios de bomberos a los que están licenciando. De hecho hay rumores de que nos darán nuevos puestos por aquí.

Kurt Wallander empezó la reunión explicando lo que Peter Edler le había dicho. Luego siguió una breve discusión acerca de los posibles motivos del atentado. Todo el mundo estaba de acuerdo en que probablemente sería una gamberrada juvenil, más o menos bien organizada. Pero nadie negó la gravedad de lo ocurrido.

– Es importante que los detengamos -dijo Hanson-. Tan importante como atrapar a los asesinos de Lenarp.

– Tal vez sean los mismos que le lanzaron los nabos a aquel viejo a la cabeza -dijo Svedberg.

Kurt Wallander notó un tono inconfundible de desprecio en su voz.

– Habla con él. Quizá pueda darnos algunas señas.

– No hablo árabe -replicó Svedberg.

– ¡Hay intérpretes, por Dios! Quiero saber lo que tenga que decir esta misma tarde. Wallander notó que se había enfadado.

La reunión fue muy corta. Los policías estaban en medio de una fase investigadora. Las conclusiones y los resultados eran pocos.

– Nos saltamos la reunión de la tarde -concluyó Kurt Wallander- si no ocurre algo importante. Martinson se ocupa del campo. ¡Svedberg! Tú quizá podrías llevar los asuntos de Martinson si no pueden esperar.

– Estoy buscando el coche que vio el camionero -contestó Martinson-. Te daré mis notas.

Cuando terminó la reunión, Näslund y Rydberg se quedaron en el despacho de Kurt Wallander.

– Tendremos que empezar a trabajar horas extras -dijo Kurt Wallander-. ¿Cuándo vuelve Björk de España?

Nadie tenía idea.

– Por cierto, ¿sabe lo que ha pasado? -preguntó Rydberg.

– ¿Le importa? -replicó Kurt Wallander.

Llamó a la recepción y Ebba contestó enseguida. Ella sabía incluso con qué compañía volvería.

– El sábado por la noche -informó-. Pero ya que yo soy su suplente, ordenaré todas las horas extras que hagan falta.