Rydberg pasó a hablar de su visita a la casa donde había ocurrido el asesinato.
– He metido la nariz en todas partes -explicó-. Lo he revuelto todo. Incluso he buscado en las balas de paja de la cuadra. Y no he encontrado el portafolios marrón.
Kurt Wallander sabía que era cierto. Rydberg no se daba por vencido hasta estar totalmente seguro.
– Pues ya lo sabemos -dijo-. Ha desaparecido un portafolios marrón con veintisiete mil coronas.
– Han matado a gente por bastante menos -replicó Rydberg.
Se quedaron callados pensando en las palabras de Rydberg.
– Y que sea tan difícil encontrar ese coche -se lamentó Kurt Wallander, tocándose el doloroso chichón en la frente-. Di la descripción del coche en la conferencia de prensa y pedí que el conductor se pusiera en contacto con nosotros.
– Paciencia -pidió Rydberg.
– ¿Qué hemos sacado de las conversaciones con las hijas? Si hay informes los puedo leer en el coche de camino a Kristianstad. A propósito, ¿alguno de vosotros piensa que el atentado de anoche tenga algo que ver con la amenaza que recibí?
Tanto Rydberg como Näslund negaron con la cabeza.
– Yo tampoco -dijo Kurt Wallander-. Eso significa que tendremos que preparar una vigilancia por si pasa algo el viernes o el sábado. He pensado que tú, Rydberg, podrías mirártelo; quiero que me propongas algunas medidas esta tarde.
Rydberg hizo una mueca.
– Yo no sé hacer esas cosas.
– Eres un buen policía. Lo harás perfectamente.
Rydberg le miró con expresión escéptica.
Luego se levantó y se fue. En la puerta se paró.
– La hija con la que hablé, la de Canadá, trajo a su marido. El de la policía montada. Se preguntó por qué no llevamos armas.
– Dentro de unos años tal vez lo hagamos -replicó Kurt Wallander.
Cuando iba a ponerse a hablar con Näslund sobre su conversación con Lars Herdin, sonó el teléfono. Era Ebba diciendo que le llamaba el jefe del Departamento de Inmigración.
Se sorprendió al oír la voz de una mujer. Los directores generales del Estado eran todavía, según se los figuraba, hombres mayores con altiva dignidad y arrogante autoestima.
La mujer tenía una voz agradable. Pero lo que dijo le exaltó enseguida. Por su cabeza pasó rápidamente una idea: el que un comandante suplente de policía en una zona rural contradijera a un capitoste de un departamento estatal sería considerado como una falta cometida en el ejercicio del cargo.
– Estamos muy disgustados -dijo la mujer-. La policía tiene que ser capaz de garantizar la seguridad de nuestros refugiados.
«Habla igual que el maldito encargado», pensó.
– Hacemos lo que podemos -se justificó, sin intentar ocultar que estaba enfadado.
– Obviamente no es suficiente.
– Habría sido más fácil que nos hubieran informado regularmente sobre el número de refugiados que viven en los diferentes campos.
– El departamento tiene un control absoluto de los refugiados.
– No es precisamente la impresión que me da.
– La ministra de Inmigración está muy preocupada.
Kurt Wallander recordó la mujer pelirroja que hablaba con frecuencia por la televisión.
– Nos encantará hablar con ella -dijo Kurt Wallander e hizo una mueca dirigida a Näslund, que estaba hojeando unos papeles.
– Por lo que parece, la policía no destina recursos suficientes para la protección de los refugiados.
– O vienen demasiados, sin que ustedes tengan ni idea de dónde se encuentran.
– ¿Qué quiere usted decir con eso?
La voz simpática se enfrió de golpe.
Kurt Wallander sintió que en su interior crecía la rabia.
– En el incendio de anoche se descubrió un desorden tremendo en el campo. Eso es lo que quiero decir. Por regla general es difícil obtener instrucciones concretas del Departamento de Inmigración. A menudo se avisa a la policía cuando se tiene que efectuar una expulsión. Pero no sabéis dónde se encuentran los que se tienen que expulsar y a veces tenemos que buscar durante semanas para encontrarlos.
Lo que decía era verdad. Había oído la desesperación de sus colegas en Malmö por la incapacidad del Departamento de Inmigración para tratar sus asuntos.
– Eso es mentira -replicó la mujer-. No voy a malgastar mi valioso tiempo en discutir con usted.
Se acabó la conversación.
– Vieja gruñona -dijo Kurt Wallander y colgó con rabia.
– ¿Quién era? -preguntó Näslund.
– Una directora general -contestó Kurt Wallander- que nada sabe sobre la realidad. ¿Vas a buscar café?
Rydberg dejó los informes de las conversaciones que él y Svedberg habían tenido con las dos hijas de los Lövgren. Kurt Wallander le dio un resumen de la conversación telefónica.
– Pronto llamará la ministra de Inmigración para interesarse -soltó Rydberg maliciosamente.
– Hablarás tú con ella -dijo Kurt Wallander-. Yo intentaré volver de Kristianstad antes de las cuatro.
Cuando Näslund volvió con las dos tazas de café, a Wallander ya no le apetecía. Sintió la necesidad de salir del edificio. Los vendajes le estiraban la piel y le dolía la cabeza. Un viaje en coche tal vez le sentaría bien.
– Me lo contarás en el coche -dijo apartando el café.
Näslund parecía inseguro.
– En realidad no sé adónde vamos. Lars Herdin sabía muy poco sobre la identidad de la mujer secreta. En cambio estaba enterado de todo acerca de los recursos económicos de Lövgren.
– Algo sabría, ¿no?
– Le hice mil y una preguntas -respondió Näslund-. Realmente creo que decía la verdad. Lo único que sabía con seguridad era que existía.
– ¿Cómo lo sabía?
– Por casualidad estuvo una vez en Kristianstad y vio a Lövgren y a la mujer por la calle.
– ¿Cuándo?
Näslund buscó entre sus notas.
– Hace once años.
Kurt Wallander se acabó el café.
– Esto no encaja -dijo-. Tiene que saber más, mucho más. ¿Cómo puede estar tan seguro de que existe ese niño? ¿Cómo conoce los pagos? ¿No lo presionaste?
– Dice que alguien le escribió contándole lo que había.
– ¿Quién le escribió?
– No quiso decirlo.
Kurt Wallander reflexionó.
– De todas formas iremos a Kristianstad -dijo-. Los colegas de allí nos tendrán que ayudar. Luego me dedicaré personalmente a Lars Herdin.
Se subieron a uno de los coches de policía. Kurt Wallander se metió en el asiento trasero y dejó conducir a Näslund. Cuando salieron de la ciudad, Wallander notó que Näslund iba demasiado deprisa.
– No es ninguna salida urgente -dijo Kurt Wallander-. Ve más despacio. Tengo que leer y pensar.
Näslund redujo la velocidad.
El paisaje era gris, con neblina. Kurt Wallander miró fijamente aquella abandonada tristeza. Se sentía a gusto con la primavera y el verano de Escania, pero era un extraño en el silencio de los áridos otoño e invierno.
Se echó para atrás y cerró los ojos. Le dolía todo el cuerpo y el brazo le escocía. Además, tenía taquicardia.
«A los divorciados nos dan ataques al corazón. Engordamos y sufrimos por haber sido abandonados. O nos metemos en relaciones nuevas y al final el corazón no puede más.»
Le daba rabia y tristeza pensar en Mona.
Abrió los ojos y volvió a contemplar el paisaje escaniano. Luego leyó los dos informes de las conversaciones entre la policía y las dos hijas de los Lövgren.
No había nada que les permitiera avanzar. Ni enemigos, ni conflictos sin resolver.
Tampoco dinero.
Johannes Lövgren había mantenido a sus hijas al margen de sus recursos económicos.
Kurt Wallander intentó imaginarse al hombre. ¿De qué manera había obrado? ¿Qué era lo que le movía? ¿A qué tenía pensado destinar el dinero cuando hubiera muerto?
Pensar en todo esto le sobresaltó.
En alguna parte debía existir un testamento.