Rydberg, que tenía reuma y usaba bastón, se acercaba cojeando por el corral.
– No es muy bonito -dijo-. Parece un matadero.
– No eres el primero que lo dice -contestó Kurt Wallander.
Rydberg tenía el semblante serio.
– ¿Tenemos alguna pista?
Kurt Wallander negó con la cabeza.
– ¿Nada de nada?
Había como una súplica en la voz de Rydberg.
– Los vecinos no han oído ni han visto nada. Creo que son unos delincuentes comunes.
– ¿Te parece común esta brutalidad demencial?
Rydberg estaba excitado y Kurt Wallander se arrepintió de sus palabras.
– Naturalmente quiero decir que se trata de personas excepcionalmente bestiales las que han hecho esto. La clase de gente que se gana la vida atacando a ancianos solitarios en granjas apartadas.
– Tenemos que atraparlos -dijo Rydberg-. Antes de que vuelvan a actuar.
– Sí -contestó Kurt Wallander-. Aunque se nos escapen otros este año, a éstos sí que debemos atraparlos.
Se sentó en el coche y arrancó. En una curva del estrecho camino estuvo a punto de chocar contra un vehículo que se le acercaba a gran velocidad. Reconoció al conductor. Era un periodista que trabajaba para uno de los grandes diarios nacionales y aparecía cuando algo de considerable interés ocurría en los alrededores de Ystad.
Wallander atravesó Lenarp un par de veces de punta a punta. Había luz en las ventanas, pero no había nadie en las calles.
«¿Qué dirán cuando lo sepan?», pensó.
Estaba desanimado. La visión de la anciana con la cuerda alrededor del cuello no lo dejaba en paz. La crueldad era incomprensible. ¿Quién podía hacer algo semejante? ¿Por qué no darle un hachazo en la cabeza para acabar con ella en el acto? ¿Por qué torturarla?
Intentó analizar la situación mientras atravesaba el pequeño pueblo a poca velocidad. En el cruce con la carretera que iba hacia Blentarp se detuvo, encendió la calefacción porque tenía frío y luego se quedó inmóvil mirando al horizonte.
Era él quien llevaría la investigación, lo sabía. No podía ser ningún otro. Después de Rydberg era el policía con más experiencia en Ystad, a pesar de que sólo tenía cuarenta y dos años.
Gran parte del trabajo de la investigación sería pura rutina. Examinar el lugar del crimen, hacer preguntas en Lenarp y a lo largo del posible camino de huida de los atracadores. ¿Habían visto algo sospechoso? ¿Un incidente fuera de lo normal? Las preguntas le retumbaban en la cabeza.
Pero Kurt Wallander sabía por experiencia que los robos en las zonas rurales muchas veces resultaban difíciles de resolver.
Su esperanza residía en que la anciana sobreviviese.
Ella había visto algo. Ella sabía algo.
Pero si moría, el doble asesinato sería difícil de resolver.
Se sintió intranquilo.
En circunstancias normales, la ansiedad estimulaba su energía y determinación, condiciones imprescindibles en cualquier trabajo policial; y él pensaba que era un buen policía. Pero en ese momento se sentía inseguro y cansado.
Se obligó a poner la primera. El coche se movió unos metros. Luego se volvió a parar.
Era como si hasta ese momento no hubiera entendido lo que había vivido aquella gélida mañana de invierno.
La crueldad y ensañamiento del asalto a la pareja de indefensos ancianos le atemorizó.
Aquello no debería haber ocurrido jamás.
Miró a través de las ventanillas del coche. El viento silbaba y rugía por entre las puertas del coche.
«Ahora tengo que empezar», pensó.
«Es lo que dijo Rydberg.»
«Tenemos que atrapar a los que lo han hecho.»
Se fue directamente al hospital de Ystad y subió en ascensor hasta la planta de cuidados intensivos. En el pasillo descubrió enseguida a Martinson, el joven aspirante a policía, sentado en una silla delante de una puerta.
Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba irritado. ¿Es posible que no hubiese más que un joven e inexperto aspirante a policía para hacer guardia en el hospital? ¿Y por qué estaba sentado fuera de la habitación? ¿Por qué no estaba sentado al lado de la cama, dispuesto a registrar el menor susurro de la mujer maltratada?
– Hola -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo va todo?
– Está inconsciente -contestó Martinson-. Parece que los médicos no tienen demasiadas esperanzas.
– ¿Qué haces aquí sentado? ¿Por qué no estás dentro?
– Me avisarán si pasa algo.
Kurt Wallander notó que Martinson se ponía nervioso.
«Hablo como un viejo maestro gruñón», pensó.
Con mucho cuidado empujó la puerta y miró hacia dentro. Había varias máquinas aspirando y bombeando en la antesala de la muerte. Los tubos serpenteaban como gusanos transparentes a lo largo de las paredes. Una enfermera repasaba un diagrama cuando él abrió la puerta.
– Aquí no puede entrar -dijo en tono brusco.
– Soy policía -replicó Wallander tímidamente-. Sólo quiero saber cómo está.
– Se le ha dicho que espere fuera -añadió la enfermera.
Antes de que a Kurt Wallander le diera tiempo de contestar entró un médico con mucha prisa en la habitación. Le pareció muy joven.
– Preferimos no tener extraños aquí dentro -dijo el joven médico al ver a Kurt Wallander.
– Me iré. Pero quiero saber cómo se encuentra. Me llamo Wallander y soy policía. Policía criminalista -explicó sin saber si eso cambiaba las cosas-. Soy el que lleva la investigación y debo buscar a quienes lo han hecho. ¿Cómo está?
– Es increíble que todavía viva -contestó el médico, señalándole con la cabeza que le siguiera hasta la cama-. Todavía no sabemos qué está roto y dañado dentro de ella. Primero tenemos que saber si va a sobrevivir. Pero la tráquea está muy deformada. Como si alguien hubiera intentado estrangularla.
– Eso fue precisamente lo que pasó -dijo Kurt Wallander mirando la cara delgada que se dejaba ver entre las sábanas y los tubos.
– Debería estar muerta -continuó el médico.
– Espero que sobreviva -dijo Kurt Wallander-. Es el único testigo que tenemos.
– Nosotros esperamos que todos nuestros pacientes sobrevivan -contestó el médico secamente, estudiando una pantalla donde las líneas verdes hacían movimientos oscilatorios sin cesar.
Kurt Wallander dejó la habitación después de que el médico dijera que no podía aclarar nada. El desenlace era imprevisible. Maria Lövgren podía fallecer sin recuperar la conciencia. Era imposible saber lo que ocurriría.
– ¿Sabes leer los labios? -le preguntó a Martinson.
– No -contestó el muchacho, sorprendido.
– Lástima -dijo Wallander y salió.
Desde el hospital se dirigió en coche directamente al edificio pardo de la comisaría que estaba en la salida este de la ciudad.
Se sentó ante su escritorio y miró por la ventana hacia el viejo depósito rojo de agua.
«Quizás haga falta otro tipo de policías», pensó. «¿Policías que no se impresionen cuando en una madrugada de enero estén obligados a entrar en un matadero humano en la campiña sureña de Suecia? ¿Policías que no sufran mi inseguridad y angustia?»
El teléfono interrumpió sus pensamientos.
«El hospital», pensó rápidamente.
«Ahora llaman para comunicarme que Maria Lövgren ha muerto.
»Pero ¿tuvo tiempo de despertar? ¿Dijo algo?» Se quedó mirando el teléfono mientras sonaba.
«Mierda», pensó.
«Mierda. Lo que sea, pero eso no.»
Pero cuando levantó el auricular descubrió que era su hija. Se sobresaltó tanto que casi tira el teléfono al suelo.
– Papá -dijo, y él oyó caer las monedas.
– Hola -contestó él-. ¿Desde dónde llamas?
«Que no sea desde Lima», pensó. «O Katmandú. O Kinshasa.»