Выбрать главу

– ¿Quién puede estar tan desesperado?

– Tú sabes igual que yo que hay un montón de narcóticos que crean tal dependencia que se está dispuesto a cualquier cosa.

Kurt Wallander lo sabía. Había visto muy de cerca de qué manera se disparaba la violencia, y el comercio de narcóticos y la dependencia figuraban casi siempre como trasfondo. Aunque el distrito policial de Ystad raras veces sufría manifestaciones visibles de la creciente violencia, no albergaba ilusiones de que ésta no se acercara cada vez más.

Ya no había zonas protegidas. Un pueblo pequeño e insignificante como Lenarp era la confirmación.

Se incorporó en la incómoda silla.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– Tú eres el jefe -contestó Rydberg.

– Quiero oír tu opinión.

Rydberg se levantó y fue hacia la ventana. Con un dedo tocó la tierra de una maceta. Estaba seca.

– Si quieres saber lo que pienso, te lo diré. Pero debes saber que no estoy convencido de estar en lo cierto. Creo que, hagamos lo que hagamos, habrá alboroto. Pero tal vez sería más inteligente callárselo unos días. Podremos investigar unas cuantas cosas.

– ¿Qué?

– ¿Tenían los Lövgren conocidos extranjeros?

– Eso mismo pregunté esta mañana. Posiblemente conocían a unos daneses.

– ¿Lo ves?

– No pueden ser unos daneses que van de acampada.

– ¿Por qué no? De todas maneras vamos a examinarlo. Y se puede interrogar a otras personas aparte de los vecinos. Si no te entendí mal ayer, dijiste que los Lövgren pertenecían a una familia muy numerosa.

Kurt Wallander se dio cuenta de que Rydberg estaba en lo cierto. Había razones técnicas de la investigación que aconsejaban callarse que la policía buscaba a alguien relacionado con extranjeros.

– ¿Qué sabemos sobre los extranjeros que cometen un crimen en Suecia? -dijo-. ¿Existen registros especiales en la jefatura nacional?

– Hay registros para todo -contestó Rydberg-. Coloca a alguien al ordenador y que se conecte a los registros centrales de crímenes a ver si encontramos algo.

Kurt Wallander se levantó. Rydberg le miró con asombro.

– ¿No me vas a preguntar por el nudo?

– Lo había olvidado.

– Dicen que hay un viejo que hace velas de barco en Limhamn que lo sabe todo sobre nudos. Leí una vez un artículo acerca de él en un periódico el año pasado. He pensado en tomarme la mañana para ir a verlo. Aunque no sé si obtendremos algo. Pero de todos modos lo haré.

– Quiero que estés en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego puedes irte a Limhamn.

A las diez se habían reunido todos en el despacho de Wallander.

La revisión fue muy corta. Wallander les comunicó las palabras de la anciana antes de fallecer. Dio instrucciones de que eso era una información que de momento no se divulgaría. Nadie parecía tener algo que objetar.

Destinaron a Martinson al ordenador para buscar a criminales extranjeros. Los policías que debían seguir las averiguaciones en Lenarp se fueron. Wallander encargó a Svedberg que se dedicara de forma especial a la familia polaca que probablemente estaba sin permiso en el país. Quería saber por qué vivían en Lenarp. A las once menos cuarto Rydberg se dirigió a Limhamn en busca del constructor de velas.

Cuando Kurt Wallander se quedó solo en su despacho, se pasó un rato mirando el mapa de la pared. ¿De dónde provendrían los asesinos? ¿Qué camino habían seguido después?

Luego se sentó a su mesa y le pidió a Ebba que le pusiera en contacto con la gente que había llamado antes. Durante más de una hora estuvo hablando con diferentes periodistas. Sin embargo, no llamó la chica de la radio local.

A las doce y cuarto Norén llamó a su puerta.

– ¿No deberías estar en Lenarp? -preguntó Wallander con asombro.

– Sí -contestó Norén-. Pero se me ha ocurrido una cosa.

Norén se sentó en el extremo de la silla porque estaba mojado. Había empezado a llover. La temperatura había subido a un grado sobre cero.

– Es posible que no signifique nada -dijo Norén-. Es sólo una cosa que se me ha ocurrido.

– La mayoría de las cosas suelen tener su sentido -dijo Wallander.

– ¿Te acuerdas del caballo? -preguntó Norén.

– Claro que me acuerdo del caballo.

– Tú me dijiste que le diese heno.

– ¡Y agua!

– Heno y agua. Pero no lo hice.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no?

– No hacía falta. Ya tenía heno. Y agua.

Kurt Wallander se quedó callado un momento mirando a Norén.

– Sigue -dijo luego-. Estás pensando en algo.

Norén se encogió de hombros.

– Cuando yo era pequeño teníamos un caballo -explicó-. Y cuando estaba en la cuadra y le dábamos de comer, se comía todo lo que se le echaba. Sólo quiero decir que alguien debió de darle heno. Tal vez sólo una hora antes de llegar nosotros.

Wallander estiró el brazo en dirección al teléfono.

– Si pensabas llamar a Nyström, no hace falta -se adelantó Norén.

Kurt Wallander dejó caer la mano.

– Hablé con él antes de venir aquí. Y él no le dio heno al caballo.

– Las personas muertas no dan de comer a sus caballos -dijo Kurt Wallander-. ¿Quién lo hizo?

Norén se levantó.

– Parece extraño -dijo-. Primero matas a una persona. Después intentas estrangular a otra. Y luego te vas a la cuadra y le echas de comer al caballo. ¿Quién coño hace algo tan raro?

– No -replicó Kurt Wallander-. ¿Quién hace eso?

– Tal vez no signifique nada -dijo Norén.

– O al revés -contestó Wallander-. Me alegro de que hayas venido a explicármelo.

Norén se despidió y se fue.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

La intuición que lo había rondado mostraba ser verdadera. Con aquel caballo pasaba algo.

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Era otro periodista que quería hablar con él.

A la una menos cuarto dejó la comisaría. Iba a visitar a un viejo amigo al que no había visto en muchos, muchos años.

5

Kurt Wallander dejó la E 14 a la salida de las ruinas del castillo de Stjärnsund. Se bajó del coche y se puso a orinar. A través del viento pudo oír el rugido de los motores de los aviones del aeropuerto de Sturup. Antes de volver a sentarse en el coche, se limpió el barro que se le había incrustado en la suela de los zapatos. El cambio de temperatura había sido muy brusco. El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de cinco grados sobre cero. Jirones de nubes se desplazaban por el cielo cuando continuó el viaje.

Más allá de las ruinas del castillo, el camino de grava se dividía y él tomó el de la izquierda. Nunca había conducido por allí, pero aun así sabía que era el camino correcto. A pesar de que casi habían pasado diez años desde que le describieran el camino, lo recordaba con todo detalle. Su cerebro parecía programado para paisajes y carreteras.

Después de un kilómetro, aproximadamente, la carretera empeoró. Iba muy despacio y se preguntaba cómo los vehículos de gran tonelaje podían pasar por allí.

De repente el camino se inclinó fuertemente hacia abajo y una granja grande con establos se extendió delante de él. Entró en el patio ancho y paró el coche. Una bandada de cuervos graznaba sobre su cabeza cuando salió del coche.

La granja tenía un aspecto extraño y abandonado. El viento golpeaba una puerta de la cuadra. Por un momento creyó que, a pesar de todo, se había equivocado.

«La desolación», pensó.

El invierno escaniano con sus estridentes bandadas de pájaros negros.

El barro que se pega a la suela de los zapatos.

Una joven rubia salió de repente por una de las puertas de la cuadra. Por un momento pensó que le recordaba a Linda. Tenía el mismo cabello, el mismo cuerpo delgado, los mismos movimientos agitados al andar. La miró con atención. La chica empezó a tirar de una escalera que llevaba al pajar de la cuadra.

Al verle dejó la escalera y se limpió las manos en los pantalones grises de montar.

– Hola -dijo Wallander-. Busco a Sten Widén. ¿Estoy en el lugar correcto?

– ¿Eres policía? -preguntó la chica.

– Sí -contestó Kurt Wallander con asombro-. ¿Cómo lo has adivinado?

– Se te nota en la voz -dijo la chica y empezó de nuevo a tirar de la escalera, que parecía haberse encallado.

– ¿Está en casa? -insistió Kurt Wallander.

– Ayúdame con la escalera -pidió la chica.

Vio que uno de los travesaños de la escalera se había enganchado en los revestimientos de la pared. Agarró la escalera y le dio la vuelta hasta que el travesaño se soltó.

– Gracias -dijo la chica-. Sten debe de estar en el despacho.

Señaló un edificio de ladrillo rojo situado más allá de la cuadra.

– ¿Trabajas aquí? -preguntó Kurt Wallander.

– Sí -contestó la chica y subió la escalera con rapidez-. ¡Quítate de en medio!

Con unos brazos asombrosamente fuertes empezó a sacar las balas de heno por la trampilla del granero. Kurt Wallander se dirigió hacia la casa roja. En el momento en que iba a llamar a la recia puerta, un hombre apareció doblando la esquina.