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Condujo rápidamente, como si dejara que su irritación pisara el pedal del acelerador.

En el momento en que frenaba delante de la señal de stop junto a la carretera principal, oyó el teléfono móvil. La conexión era tan mala que casi no pudo distinguir la voz de Hanson.

– Es mejor que vengas -gritó Hanson-. ¿Me oyes?

– ¿Qué ha pasado? -gritó Wallander a su vez.

– Aquí hay un campesino de Hagestad diciendo que sabe quién los mató -chilló Hanson.

Kurt Wallander notó que se le aceleraba el corazón.

– ¿Quién? -interrogó-. ¿Quién?

La comunicación se cortó de golpe. En el auricular sólo se oían silbidos y pitidos.

– Coño -dijo en voz alta.

Volvió a Ystad. «Demasiado rápido», pensó. «Si hoy Norén y Peters tuvieran control de velocidad, me habrían pillado bien.»

En la bajada que llevaba al centro de la ciudad el motor empezó a protestar.

Se había quedado sin gasolina.

El piloto obviamente había dejado de funcionar y no le había avisado.

Llegó justo a la gasolinera de enfrente del hospital antes de que el motor se ahogara del todo. Cuando fue a meter el dinero en la máquina automática, descubrió que no llevaba. Entró en la empresa de cerraduras que tenía su taller en el mismo edificio de la gasolinera y pidió prestadas veinte coronas al propietario, que lo reconoció por una investigación relacionada con un robo unos años antes.

Ya en su plaza de aparcamiento puso el freno de mano y entró deprisa en la comisaría. Ebba intentó decirle algo, pero la rechazó agitando la mano.

La puerta del despacho de Hanson estaba abierta y entró sin llamar.

No había nadie.

En el pasillo chocó con Martinson, que se acercaba con un montón de hojas de papel continuo de ordenador en la mano.

– A ti te quería ver -dijo Martinson-. He sacado un poco de material que tal vez sea interesante. A ver si serán fineses los que lo han hecho.

– Cuando no sabemos algo solemos decir que son fineses -contestó Kurt Wallander-. No tengo tiempo ahora. ¿Sabes dónde está Hanson?

– Él no sale nunca de su despacho, ¿verdad?

– Entonces tenemos que dar una orden de búsqueda. Ahora mismo no está allí.

Miró en el comedor, pero sólo había un administrativo preparándose una tortilla.

«¿Dónde coño está Hanson?», pensó y abrió la puerta de su propio despacho con fuerza.

Vacío también. Llamó a Ebba a la recepción.

– ¿Dónde está Hanson? -preguntó.

– Si no hubieras tenido tanta prisa, te lo habría dicho al llegar -contestó Ebba-. Mandó decir que iba al banco Föreningsbanken.

– ¿Qué ha ido a hacer allí? ¿Iba con alguien?

– Sí, pero no sé quién era.

Kurt Wallander colgó bruscamente.

¿En qué estaba metido Hanson?

Levantó el auricular de nuevo.

– ¿Me puedes buscar a Hanson? -dijo a Ebba.

– ¿En el Föreningsbanken?

– Si está allí, búscalo allí.

Era muy raro que le pidiera a Ebba que le ayudara a buscar a alguien. No se había acostumbrado a la sensación de tener una secretaria. Si quería que se hiciese algo, lo hacía él mismo. Desde pequeño pensaba que era una mala costumbre. Sólo los ricos y superiores enviaban a otros a hacer el trabajo de a pie. No poder buscar en el listín telefónico y marcar el número tú mismo era de una pereza injustificable…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Hanson, que llamaba desde el Föreningsbanken.

– Pensaba que estaría de vuelta antes que tú -dijo Hanson-. Te preguntarás qué hago yo aquí.

– ¡Pues, sí!

– Íbamos a echar un vistazo a las cuentas del banco de los Lövgren.

– ¿Quiénes?

– Se llama Herdin. Pero es mejor que hables tú con él. Estaremos de vuelta en media hora.

Sin embargo, Wallander tardó casi una hora y cuarto en conocer al hombre que se llamaba Herdin. Era de unos dos metros de estatura, descarnado y delgado, y cuando Kurt Wallander lo saludó fue como darle la mano a un gigante.

– Hemos tardado un poco -dijo Hanson-. Pero ha valido la pena. Escucha lo que Herdin tiene que contar. Y lo que hemos descubierto en el banco.

Herdin se había sentado en una silla de madera y permanecía erguido y callado.

Kurt Wallander tuvo la sensación de que el hombre se había puesto sus mejores galas para la visita a la policía. Aunque eso significara un traje viejo y una camisa de cuello gastado.

– Tal vez sea mejor empezar por el principio -dijo Kurt Wallander tomando un bloc de notas.

Herdin miró a Hanson con asombro.

– ¿Tengo que volver a explicarlo todo?

– Será lo mejor -dijo Hanson.

– Es una historia larga -empezó Herdin con indecisión.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Kurt Wallander-. Creo que es mejor que empecemos por ahí.

– Lars Herdin. Tengo una granja de veinte hectáreas al lado de Hagestad. Intento ganarme la vida con reses de matadero. Pero me da para lo justo.

– Tengo sus datos de nacimiento -intervino Hanson, y Kurt Wallander imaginaba que tendría prisa por volver a sus programas de carreras.

– Si lo he entendido bien, has venido aquí porque consideras que tienes información relacionada con el asesinato del matrimonio Lövgren -dijo Kurt Wallander, y deseó haberse expresado con más sencillez.

– Claro que era por el dinero -dijo Lars Herdin.

– ¿Qué dinero?

– ¡Todo el dinero que tenían!

– ¿Puedes expresarte con más claridad?

– El dinero alemán.

Kurt Wallander miró a Hanson, el cual se encogió de hombros discretamente. Kurt Wallander lo interpretó como si hubiera que tener paciencia.

– Deberemos entrar en más detalles -dijo-. ¿No crees que podrías explicarte con más detenimiento?

– Lövgren y su padre ganaron dinero durante la guerra -explicó Lars Herdin-. Criaban a escondidas animales de matadero en unos pastos que hay allá arriba en Småland. Y compraron caballos viejos y jubilados. Luego los vendieron en el mercado negro a Alemania. Ganaron grandes sumas de dinero con la carne. Nunca los descubrieron. Y Lövgren era avaro y astuto. Invertía el dinero y se multiplicó con los años.

– ¿Te refieres al padre de Lövgren?

– Ése murió justo después de la guerra. Quiero decir Lövgren.

– ¿O sea que los Lövgren eran adinerados?

– No la familia. Sólo Lövgren. Ella no sabía nada del dinero.

– ¿Ocultaba lo del dinero a su mujer?

Lars Herdin asintió con la cabeza.

– A nadie le han tomado tanto el pelo como a mi hermana -dijo.

Kurt Wallander levantó las cejas asombrado.

– María Lövgren era mi hermana. La mataron porque él había escondido una fortuna.

Kurt Wallander notaba su amargura poco disimulada. «Quizá sí que fue por odio», pensó.

– ¿Y este dinero lo guardaban en casa?

– Sólo a veces -contestó Lars Herdin.

– ¿A veces?

– Cuando sacaba sus grandes sumas de dinero.

– ¿Podrías intentar explicarte con más detalle?

De repente fue como si algo explotara dentro del hombre del traje gastado.

– Johannes Lövgren era una bestia -dijo-. Es mejor ahora que ya no está. Pero que María tuviera que morir, eso no se lo perdonaré nunca…

El arrebato de Lars Herdin llegó tan de repente que ni Hanson ni Kurt Wallander tuvieron tiempo de reaccionar. Lars Herdin tomó un cenicero de cristal grueso de la mesa que tenía a su lado y lo lanzó con toda su fuerza contra la pared, justo al lado de la cabeza de Kurt Wallander. Trozos de cristal volaron y Kurt Wallander sintió que una esquirla de cristal le había dado en el labio superior.

Después del estallido la calma era abrumadora.

Hanson se levantó de la silla y parecía preparado para echarse encima de Lars Herdin. Pero Kurt Wallander alzó la mano para pararle y Hanson se sentó otra vez.

– Pido disculpas -dijo Lars Herdin-. Si hay una escoba y un recogedor quitaré los cristales. Lo pagaré.

– De esto se harán cargo las señoras de la limpieza -dijo Kurt Wallander-. Es mejor que sigamos hablando tú y yo.

Lars Herdin parecía totalmente tranquilo de nuevo.

– Johannes Lövgren era una bestia -repitió otra vez-. Hacía ver que era como los demás. Pero sólo pensaba en el dinero que él y su padre habían conseguido con engaños durante la guerra. Podía quejarse de lo caro que estaba todo y de que los campesinos eran tan pobres. Pero tenía su dinero que crecía y crecía.

– ¿Y ese dinero lo tenía en el banco?

Lars Herdin se encogió de hombros.

– En el banco, en acciones, bonos, qué sé yo.

– ¿Por qué a veces guardaba el dinero en casa?

– Johannes Lövgren tenía una amante -dijo Lars Herdin-. Una mujer en Kristianstad con la que tuvo un hijo en los años cincuenta. Eso tampoco lo sabía Maria. Ni lo de la mujer ni lo del niño. El dinero que le daba a ella cada año era más que lo que María habría gastado en toda su vida.

– ¿De cuánto dinero se trataba?

– Veinticinco, treinta mil coronas. Dos o tres veces al año. Sacaba el dinero en efectivo. Luego buscaba una excusa adecuada y se iba a Kristianstad.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.