«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Tengo que hablar con ella sobre todo lo que ha pasado. Y tengo que hablar con mi hija. Tengo que visitar a mi padre para ver lo que puedo hacer por él. En medio de todo esto también debería atrapar a un asesino…»
Debió de dormirse otra vez. Creía que estaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Medio dormido, fue dando traspiés hasta la cocina y cogió el auricular. ¿Quién lo llamaba a las cuatro y cuarto de la madrugada?
Antes de contestar, pensó por un instante que desearía que fuese Mona la que llamaba.
Primero le pareció que el hombre que hablaba le recordaba a Sten Widén.
– Sólo tenéis tres días para reparar el error -amenazó el hombre.
– ¿Quién es usted? -preguntó Kurt Wallander.
– No importa quién sea -contestó el hombre-. Soy uno de los diez mil salvadores.
– Me niego a hablar con alguien sin saber quién es -dijo Kurt Wallander, que ya estaba completamente despierto.
– No cuelgue -dijo el hombre-. Ahora tenéis tres días para reparar el hecho de que habéis guardado las espaldas a unos delincuentes extranjeros. Tres días, pero ni uno más.
– No sé de qué me hablas -replicó Kurt Wallander y sintió un malestar al oír la voz desconocida.
– Tres días para atrapar a los asesinos y mostrarlos -dijo el hombre-. Si no, nos encargaremos nosotros.
– ¿Encargarse de qué? ¿Quiénes?
– Tres días. Ni uno más. Después empezará a arder.
La comunicación se cortó.
Kurt Wallander encendió la lámpara de la cocina y se sentó a la mesa. Escribió la conversación en un viejo bloc que Mona solía usar para las listas de la compra. En la parte de arriba del bloc ponía «Pan». Lo que había escrito debajo no se podía leer.
No era la primera amenaza anónima que Kurt Wallander recibía en sus muchos años como policía. Un hombre que consideraba que lo habían condenado injustamente lo había acosado con cartas insinuantes y llamadas nocturnas unos años antes. Entonces fue Mona la que se cansó y le exigió que reaccionase. Kurt Wallander envió a Svedberg para que convenciera al hombre de que le caería una condena larga si la persecución no cesaba. En otra ocasión alguien le rajó los neumáticos del coche.
Pero el mensaje de aquel hombre era diferente.
Algo ardería, decía. Kurt Wallander comprendió que podría ser cualquier cosa, desde los campos de refugiados hasta los restaurantes o pisos cuyos propietarios fueran extranjeros.
Tres días. O tres días y tres noches. Esto significaba el viernes o, a más tardar, el sábado día 13.
Se acostó de nuevo en la cama e intentó dormir. El viento barría y azotaba las paredes.
¿Cómo iba a poder dormir cuando en realidad sólo estaba esperando a que el hombre volviera a llamar?
A las seis y media ya estaba de nuevo en la comisaría. Intercambió unas palabras con el guardia, que le dijo que la noche había sido tranquila a pesar de la tormenta. Un camión había volcado a la entrada de Ystad y unos andamios se habían caído en Skårby. Eso era todo.
Se fue por un café y entró en su despacho. Con una vieja máquina de afeitar se frotó las mejillas hasta dejarlas limpias. Luego salió a buscar los periódicos de la mañana. Cuanto más los miraba, más contrariado se sentía. A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con varios periodistas hasta última hora, los desmentidos de que la policía se concentraba en investigar a unos ciudadanos extranjeros eran muy vagos e incompletos. Era como si los periódicos aceptaran la verdad con reticencias.
Decidió convocar otra conferencia de prensa esa misma tarde y presentar un informe sobre el estado de la investigación. Además, denunciaría la amenaza anónima que había recibido durante la noche.
Tomó una carpeta de una estantería detrás, de él. Allí guardaba información sobre las diversas viviendas de refugiados que había en los alrededores. Aparte del gran campo de refugiados de Ystad había unas cuantas unidades de menor tamaño esparcidas por el distrito.
Pero ¿qué era lo que indicaba que sería justo un campo de refugiados en el distrito policial de Ystad? Nada. Además, la amenaza podría estar dirigida a un restaurante o a una vivienda. ¿Cuántas pizzerías había por ejemplo alrededor de Ystad? ¿Quince? ¿Más?
Estaba completamente seguro de una cosa. La amenaza nocturna debía tomarla en serio. Durante el último año habían ocurrido demasiados actos vandálicos que confirmaban que en el país había fuerzas más o menos organizadas que no dudaban en valerse de la violencia contra los ciudadanos extranjeros o los refugiados que pedían asilo político.
Miró el reloj. Las ocho menos cuarto. Levantó el auricular y marcó el número de la casa de Rydberg. Después de diez tonos colgó. Rydberg estaba de camino.
Martinson asomó la cabeza por la puerta.
– Hola -dijo-. ¿Cuándo tenemos la reunión hoy?
– A las diez -contestó Kurt Wallander.
– ¡Qué tiempo hace!
– Con tal que no nieve, no me importa el viento.
Mientras esperaba a Rydberg, buscó la nota que le había dado Sten Widén. Después de la visita de Lars Herdin, comprendió que quizá no era extraño que alguien le hubiera dado de comer al caballo durante la noche. Si los asesinos se encontraban entre los conocidos o incluso entre los familiares de Johannes y Maria Lövgren, era normal que conocieran la existencia del caballo. ¿Sabrían también que Johannes Lövgren solía ir a la cuadra por la noche?
Tenía una vaga idea de lo que Sten Widén podría aportar. ¿No sería el miedo a perder el contacto con él definitivamente la principal razón para haberlo llamado?
Nadie contestó a pesar de que esperó durante más de un minuto. Colgó y decidió intentarlo un poco más tarde. También esperaba despachar otra llamada antes de que llegara Rydberg. Marcó el número y esperó.
– Fiscalía -contestó una voz alegre de mujer.
– Soy Kurt Wallander. ¿Tienes a Akeson por ahí?
– Está en excedencia esta primavera. ¿Lo habías olvidado?
Lo había olvidado. Se le había ido de la cabeza que el fiscal del distrito haría un curso de postgrado. A pesar de que habían cenado juntos a finales de noviembre.
– Te puedo poner con su sustituto si quieres -dijo la recepcionista.
– Sí, por favor -contestó Kurt Wallander.
Para su asombro, era una mujer la que contestó.
– Anette Brolin.
– Quisiera hablar con el fiscal -dijo Kurt Wallander.
– Soy yo -contestó la mujer-. ¿De qué se trata?
Kurt Wallander se dio cuenta de que no se había presentado. Dijo su nombre y continuó:
– Se trata del doble asesinato. Pensé que ya era hora de presentar un informe a las autoridades fiscales. Había olvidado que Per estaba en excedencia.
– Si no me hubieras llamado esta mañana te habría llamado yo -dijo la mujer.
Kurt Wallander intuía un tono de reproche en su voz. «Vieja gruñona», pensó. «¿Tú me vas a enseñar a cooperar con las autoridades de la fiscalía?»
– En realidad no tenemos mucha cosa -dijo, y se dio cuenta de que hablaba con voz cortante.
– ¿Estáis a punto de detener a alguien?
– No. Pero he pensado en daros un pequeño informe.
– Gracias -dijo la mujer-. ¿Quedamos a las once aquí en mi despacho? Tengo una detención a las diez y cuarto. Estaré de vuelta a las once.
– Tal vez llegue con un poco de retraso. Tenemos una reunión de investigación a las diez. Puede alargarse.
– Inténtalo para las once.
La conversación se acabó y Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.
La cooperación entre la policía y los fiscales no siempre era sencilla. Pero Kurt Wallander había forjado una relación poco rutinaria y de confianza con Per Ǻkeson. A menudo se llamaban y se pedían consejos. Raras veces, casi nunca, había desavenencias ante una detención o una puesta en libertad.
– Coño -dijo en voz alta-. Anette Brolin, ¿quién es?
En aquel momento oyó el inconfundible paso renqueante de Rydberg en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta y le pidió que entrara. Rydberg llevaba una chaqueta de piel pasada de moda y una boina. Al sentarse hizo una mueca.
– ¿Te duele? -preguntó Kurt Wallander señalando la pierna.
– La lluvia me va bien -dijo Rydberg-. O la nieve. O el frío. Pero esta maldita pierna no aguanta el viento. ¿Qué querías?
Kurt Wallander le explicó la amenaza anónima que había recibido durante la noche.
– ¿Qué crees? -preguntó al acabar-. ¿Es serio o no?
– Serio. Por lo menos tenemos que obrar como si lo fuera.
– Pensaba dar una rueda de prensa esta tarde. Explicamos el estado de la investigación y nos centramos en el relato de Lars Herdin. Sin decir su nombre, por supuesto. Luego explico lo de la amenaza. Y digo que ninguno de los rumores sobre extranjeros tiene fundamento.
– De hecho no es la verdad -replicó Rydberg con tono dubitativo.
– ¿A qué te refieres?
– La mujer dijo lo que dijo. Y el nudo quizá sea argentino.
– ¿Cómo lo vas a relacionar con un atraco que probablemente hayan cometido unas personas que conocen muy bien a Johannes Lövgren?