Después ve uno de los pies de Johannes. Sólo alcanza a ver el pie. El resto del cuerpo está oculto detrás de la cortina. Vuelve cojeando y pasa por encima de la cerca otra vez. Mientras corre desesperadamente dando traspiés en el barro congelado siente el dolor de la rodilla de nuevo.
Primero llama a la policía.
Luego saca una palanca de un armario que huele a naftalina.
– Quédate aquí -le dice a Hanna-. No debes ver eso.
– ¿Qué es lo que ha pasado? -pregunta ella con temor y lágrimas en los ojos.
– No lo sé -dice-. Me he despertado porque la yegua no ha relinchado esta noche. Eso sí que lo sé con seguridad.
Es el 8 de enero de 1990.
Aún no ha amanecido.
2
La llamada telefónica fue registrada en la comisaría de Ystad a las 5.13. La recibió un policía exhausto que había estado de guardia casi sin interrupción desde la Nochevieja. Oyó la voz entrecortada en el teléfono y pensó que era un viejo trastornado. Pero algo llamó su atención. Empezó a hacerle preguntas. Cuando terminó, pensó un momento antes de levantar el auricular de nuevo y marcar el número que sabía de memoria.
Kurt Wallander dormía. La noche anterior se había quedado escuchando hasta una hora muy avanzada las grabaciones de María Callas que un buen amigo le había enviado desde Bulgaria. Una y otra vez había vuelto a su Traviata, y cuando se fue a dormir casi eran las dos. El teléfono lo arrancó de un fantástico sueño erótico. Como para asegurarse de que solamente era un sueño, estiró el brazo para tocar el edredón. Pero en la cama sólo se encontraba él. Su esposa no estaba, le había dejado hacía tres meses, y tampoco estaba la mujer negra con la que acababa de tener un violento coito en sueños.
Miró la hora mientras se estiraba para contestar al teléfono. «Un accidente de coche», pensó rápidamente. «El suelo resbaladizo por la helada y alguien que conduce demasiado deprisa y derrapa en la E 14. O una pelea con los inmigrantes que llegaron de Polonia en el transbordador de la mañana.» Se enderezó en la cama y apretó el auricular contra la mejilla; sintió la aspereza de la piel sin afeitar.
– ¡Wallander!
– No te habré despertado, ¿verdad?
– No, hombre, no. Estoy despierto.
«¿Por qué miento?», pensó. «¿Por qué no le digo la verdad? Que lo que más me gustaría es volver a dormir y atrapar un sueño perdido en forma de mujer desnuda?»
– Pensé que debía llamarte.
– ¿Accidente de coche?
– No exactamente. Un viejo granjero de nombre Nyström nos ha llamado desde Lenarp. Dice que su vecina está atada en el suelo y que alguien ha muerto.
Rápidamente intentó recordar dónde se encontraba Lenarp. No tan lejos de Marsvinsholm, en una zona muy accidentada para ser Escania.
– Parecía algo grave. Pensé que era mejor llamarte a ti directamente.
– ¿A quiénes tienes en la comisaría ahora mismo?
– Peters y Norén están buscando a alguien que rompió un escaparate en el Continental. ¿Les aviso?
– Diles que vayan al cruce que hay entre Kadesjö y Katslösa y esperen hasta que yo llegue. Dales la dirección. ¿A qué hora te avisaron?
– Hace unos minutos.
– ¿Seguro que no era un borracho el que llamó?
– No lo parecía.
– Ah no. Pues bueno.
Se vistió deprisa, sin ducharse, se sirvió una taza de café tibio que le quedaba en el termo y miró por la ventana. Vivía en la calle Mariagatan, en el centro de Ystad, y la fachada adonde daba su ventana estaba agrietada y gris. Se preguntó si nevaría aquel invierno en Escania. Esperaba que no. Con las tormentas de nieve en esa región siempre llegaban periodos de trabajo incesante. Accidentes de coche, parturientas bloqueadas por la nieve, viejos que se quedaban aislados y cables eléctricos caídos. Con las tormentas de nieve llegaba el caos, y le pareció que aquel invierno él estaba mal preparado para afrontarlo. El desconsuelo de haber sido abandonado por su mujer aún le escocía.
Condujo. por la calle Regementsgatan hasta llegar a la autovía de Österleden. En la calle Dragongatan el semáforo estaba en rojo. Puso la radio para escuchar las noticias. Una voz excitada contaba que un avión había caído en un continente lejano.
«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto», pensó mientras se frotaba los ojos para apartar el sueño. Era un conjuro que había adoptado hacía muchos años. En aquel entonces era un joven policía que patrullaba las calles de Malmö, su ciudad natal. En una ocasión, un borracho al que pretendían echar del parque Pildamm lo atacó por sorpresa con un gran cuchillo. Le hizo un corte profundo muy cerca del corazón. Por pocos milímetros se había salvado de una muerte inesperada. Tenía veintitrés años y en un segundo entendió lo que significaba ser policía. El conjuro era su manera de defenderse contra el recuerdo.
Dejó atrás la ciudad, pasó por delante de los almacenes de muebles construidos hacía poco junto a la entrada de la autovía y vislumbró el mar a lo lejos. El ambiente estaba gris, pero curiosamente sereno para ser pleno invierno. Lejos en el horizonte se divisaba un buque con rumbo al este. «Las tormentas de nieve vendrán», pensó. «Tarde o temprano las tendremos encima.»
Apagó la radio e intentó concentrarse en lo que le esperaba.
¿Qué era lo que sabía?
¿Una señora mayor atada en el suelo? ¿Un hombre que había afirmado haberla visto a través de la ventana? Pisó el acelerador después de pasar por la salida a Bjäresjö y le pareció indudable que el viejo había sufrido un ataque de demencia senil. En sus muchos años de servicio había notado más de una vez que para las personas mayores y aisladas llamar a la policía era como un grito desesperado de socorro. El coche patrulla lo esperaba en el desvío de Kadesjö. Peters había salido y estaba mirando una liebre que corría a saltos por el campo.
Al ver que Wallander se acercaba en su Peugeot azul lo saludó con la mano y se puso al volante.
La grava helada crujía bajo las ruedas. Kurt Wallander conducía detrás del coche patrulla. Pasaron la salida de Trunnerup y subieron las cuestas empinadas que llevaban a Lenarp. Se metieron por un estrecho camino rural, no más ancho que un tractor, por el que recorrieron un kilómetro. Dos granjas, una al lado de la otra, dos edificios alargados pintados de blanco y con jardines muy cuidados.
Un hombre mayor se acercó apresuradamente. Kurt Wallander vio que cojeaba, como si le doliera una rodilla.
Al salir del coche se dio cuenta de que se había levantado el viento. Puede que nevase, después de todo.
En cuanto vio al hombre supo que algo verdaderamente desagradable le esperaba. En aquellos ojos había un brillo de espanto que no podía ser fingido.
– Forcé la puerta -decía con tono febril una y otra vez-. Forcé la puerta porque tenía que verlo. Ella está a punto de morir, ella también.
Entraron por la puerta forzada. Wallander sintió el impacto del olor a viejo. Los papeles pintados eran anticuados y tuvo que entornar los ojos para poder ver en la oscuridad.
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó.
– Allí dentro -contestó el viejo.
Luego se echó a llorar.
Los tres policías se miraron.
Kurt Wallander empujó la puerta con el pie.
Era peor de lo que se imaginaba. Mucho peor. Más tarde diría que era lo peor que jamás había visto. Y había visto mucho.
La habitación del viejo matrimonio estaba llena de sangre. Hasta la lámpara de porcelana que colgaba del techo estaba salpicada. Encima de la cama yacía bocabajo un hombre mayor con la parte superior del cuerpo al descubierto y los calzoncillos largos bajados. Tenía la cara destrozada, irreconocible. Parecía que alguien había intentado cortarle la nariz. Le habían atado las manos detrás de la espalda y destrozado el fémur izquierdo. El hueso blanco relucía entre todo aquel rojo.
– ¡Joder!
Wallander oyó el gemido de Norén y sintió arcadas.
– Una ambulancia, rápido -dijo mientras tragaba-. Rápido, rápido…
Luego se agacharon sobre la mujer que yacía en el suelo atada a una silla. Le habían puesto una fina cuerda alrededor del escuálido cuello. Respiraba débilmente. Kurt Wallander le ordenó a gritos a Peters que buscase un cuchillo. Cortaron la cuerda, que se le había hundido en las muñecas y en el cuello, y la acostaron en el suelo con mucho cuidado. Wallander puso la cabeza de la mujer en su regazo.
Miró a Peters y supo que ambos estaban pensando en lo mismo.
¿Quién podía ser tan cruel? ¿Ponerle una cuerda tan fina en el cuello a una anciana indefensa?
– Espera ahí fuera -dijo Kurt Wallander al viejo que sollozaba en la puerta-. Espera ahí y no toques nada.
Su voz sonaba como un rugido.
«Rujo porque tengo miedo», pensó. «¿En qué mundo vivimos?»
Esperaron unos veinte minutos. La respiración de la mujer era cada vez más irregular y Wallander empezó a temer que la ambulancia llegara demasiado tarde.
Reconoció al conductor de la ambulancia, se llamaba Antonson.
Su asistente era un joven al que nunca había visto.
– Hola -dijo Wallander-. El está muerto pero ella vive. Intentad mantenerla con vida.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Antonson.