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Lo que más le habría gustado era quedarse discutiendo tranquilamente el doble asesinato con Göran Boman. Tenía el sentimiento de que era un buen policía. Su opinión sería valiosa. Pero estaba demasiado cansado.

Terminaron la conversación. Göran Boman los acompañó hasta el coche.

– La encontraremos -repitió.

– Después de esto nos vemos una noche -sugirió Kurt Wallander-, tranquilamente, y nos tomamos unos whiskies.

Göran Boman asintió con la cabeza.

– Tal vez haya otra jornada de formación sin sentido -dijo.

El aguanieve seguía cayendo. Kurt Wallander notó que la humedad traspasaba sus zapatos. Se metió en el asiento trasero y se acurrucó en el rincón. Pronto estuvo dormido.

No se despertó hasta que Näslund frenó ante la comisaría de Ystad. Se sentía febril y desgraciado. El aguanieve continuaba cayendo y pidió unas aspirinas a Ebba. A pesar de que sabía que debía irse a casa y acostarse, no pudo dejar de hacer un resumen de lo que había pasado durante el día. Además, quería saber lo que Rydberg había averiguado acerca de la vigilancia de los refugiados.

Su mesa estaba llena de mensajes telefónicos. Entre muchos otros había llamado Anette Brolin. Y su padre. Pero Linda no. Tampoco Sten Widén. Repasó las notas y las apartó todas, excepto la de Anette Brolin y la de su padre. Luego llamó a Martinson.

– Bingo -dijo Martinson-. Creo que hemos encontrado el coche. Un coche que encaja con la descripción fue alquilado la semana pasada en una sucursal de Avis en Göteborg. No lo han devuelto como habían quedado. Sólo hay una cosa rara.

– ¿Cuál?

– El coche fue alquilado por una mujer.

– ¿Qué hay de raro en ello?

– Supongo que me cuesta un poco creer que una mujer haya perpetrado el doble asesinato.

– Ahora piensas equivocadamente. Vamos a encontrar el coche y al conductor. Mujer o no. Después ya veremos si tienen algo que ver con esto. Poder tachar a alguien de la investigación es igual de importante que recibir una confirmación. Pero dale el número de la matrícula al camionero, para ver si a pesar de todo reconoce la combinación.

Terminó la conversación y se fue al despacho de Rydberg.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

– Esto no es nada divertido -contestó Rydberg sombríamente.

– ¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?

Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Vigila que las patrullas se enteren de que esto es serio.

Le hizo un resumen a Rydberg de la visita a Kristianstad. Luego se levantó de la silla.

– Me voy a casa -dijo.

– Tienes mala cara.

– Estoy pillando un resfriado. Pero ahora todo irá sobre ruedas, ¿no?

Se fue directo a casa, se hizo un té y se metió en la cama. Al despertarse unas horas más tarde, la taza de té estaba todavía sin tocar al lado de la cama. Eran las siete menos cuarto. Dormir le hacía sentirse un poco mejor. Tiró el té frío y preparó un café. Luego llamó a su padre.

Kurt Wallander comprendió enseguida que su padre no había oído hablar del incendio nocturno.

– ¿No íbamos a jugar a cartas? -preguntó el padre con rabia.

– Estoy enfermo -respondió Kurt Wallander.

– Pero si tú nunca estás enfermo.

– Estoy resfriado.

– A eso no lo llamo yo estar enfermo.

– No todo el mundo tiene tan buena salud como tú.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Kurt Wallander suspiró.

Si no se inventaba algo, la conversación con su padre sería insoportable.

– Iré a verte mañana por la mañana -dijo-. Sobre las ocho. Si estás despierto a esa hora.

– Nunca duermo más que hasta las cuatro y media.

– Pero yo sí.

Terminó la conversación y colgó.

Enseguida se arrepintió del acuerdo con su padre. Empezar el día visitándolo era lo mismo que aceptar que sería un día caracterizado por la tristeza y los sentimientos de culpabilidad.

Miró a su alrededor. En todas partes del piso había montones de polvo. A pesar de que lo ventilaba a menudo, olía a cerrado. A solitario y a cerrado.

De repente pensó en la mujer negra con la que últimamente soñaba. Esa mujer que lo buscaba, dispuesta, noche tras noche. ¿De dónde había salido? ¿Dónde la había visto? ¿En la foto de un periódico o en la televisión?

Se preguntó por qué en los sueños tenía una pasión erótica muy diferente de la que había vivido con Mona.

Los pensamientos le excitaron. De nuevo pensó en llamar a Anette Brolin. Pero no pudo. Se sentó con rabia en el sofá floreado y encendió la tele. Eran las siete menos un minuto. Buscó uno de los canales daneses donde iban a empezar las noticias.

El reportero hizo un resumen. Otra catástrofe de hambruna. El terror en Rumania aumentaba. Un gran alijo de narcóticos descubierto en Odense.

Tomó el mando a distancia y apagó. De repente no podía con las noticias.

Pensaba en Mona. Pero los pensamientos adoptaron formas inesperadas. Ya no estaba seguro de querer realmente que ella volviera. ¿Qué indicios había de que las cosas irían mejor?

Nada. La idea era engañarse a uno mismo.

Lleno de inquietud, fue a la cocina a tomar un refresco. Luego se sentó e hizo un resumen detallado de la situación en que se encontraba la investigación. Al terminar extendió todas sus notas sobre la mesa y las miró como si fueran trozos de un rompecabezas. El sentimiento de que estaban cerca de una solución se hizo más fuerte. Aunque había muchos cabos sueltos, varios detalles coincidían.

No se podía señalar a nadie. Ni siquiera había un sospechoso. Aun así, tenía el presentimiento de que estaban cerca. Eso le satisfacía y le preocupaba. Demasiadas veces había sido el responsable de una investigación criminal complicada que prometía mucho al principio, pero que luego entraba en un callejón sin salida y que en el peor de los casos se clasificaba como caso cerrado.

«Paciencia», pensó. «Paciencia…»

Casi eran las nueve. De nuevo se sintió tentado de llamar a Anette Brolin. Pero desistió. No sabía en absoluto qué decirle. Y tal vez contestase su marido.

Se sentó en el sofá y volvió a poner la tele.

Para su sorpresa, se descubrió fijando la mirada en su propia cara. De fondo se oía la voz monótona de una reportera. El argumento era que Wallander y la policía de Ystad mostraban muy poco interés en garantizar la seguridad de los diferentes campos de refugiados.

Su cara desapareció y fue sustituida por la de una mujer a la que entrevistaban delante de un gran edificio de oficinas. Al ver su nombre se dio cuenta de que debería haberla reconocido. Era la jefa del Departamento de Inmigración con la que había hablado por teléfono aquel mismo día. No se podían excluir ciertas tendencias racistas en el desinterés de la policía, explicó.

Una rabia amarga le subía por el cuerpo.

«Vieja gruñona», pensó. «Lo que dices es pura mentira. ¿Y por qué no me han llamado esos reporteros? Podría haberles enseñado el plan de vigilancia de Rydberg.»

¿Racistas? ¿Qué quería decir? La rabia se mezclaba con la vergüenza de haber sido acusado injustamente.

En aquel momento sonó el teléfono. Primero pensó en no contestar. Luego salió al recibidor y tomó el auricular. La voz era la misma de la vez anterior. Un poco ronca, disimulada. Wallander estimaba que el hombre tenía un pañuelo sobre el auricular.

– Estamos esperando resultados -dijo el hombre.

– ¡Vete a la mierda! -rugió Kurt Wallander.

– El sábado a más tardar -continuó el hombre.

– ¿Fuisteis vosotros, cabrones, los del incendio de ayer? -gritó en el auricular.

– Lo más tarde el sábado -repitió el hombre sin inmutarse-. Lo más tarde el sábado.

La conferencia se cortó.

Kurt Wallander se sintió mal. No podía quitarse de encima el oscuro presentimiento que lo acosaba. Era como un dolor extendiéndose por el cuerpo.

«Ahora tienes miedo», pensó. «Ahora Kurt Wallander tiene miedo.»

Volvió a la cocina y se quedó mirando hacia la calle por la ventana.

De repente se dio cuenta de que el viento había parado. La farola no se movía.

Algo iba a pasar, estaba seguro. Pero ¿qué? ¿Y dónde?

8

Por la mañana sacó su mejor traje.

Con disgusto descubrió una mancha en una de las solapas. «Ebba», pensó. «Esto es una tarea típica para ella. Cuando oiga que me veré con Mona, pondrá todo su empeño en intentar quitar esta mancha. Ebba es una mujer que considera que el número de divorcios es una amenaza mayor para el desarrollo de la sociedad que el aumento y recrudecimiento de la criminalidad.»

A las siete y cuarto colocó el traje en el asiento trasero del coche y se marchó. Una pesada capa de nubes se cernía sobre la ciudad.

«¿Será la nieve?», se preguntó. «La nieve que no quiero ver en absoluto.»

Condujo lentamente hacia el este, a través de Sandskogen, pasando por el campo de golf abandonado y giró hacia Kåseberga.