A las tres y media Ebba entró con su traje limpio de la tintorería.
– Eres un ángel -dijo.
– Espero que tengas una noche agradable -le deseó ella sonriendo.
Kurt Wallander se emocionó. Se lo había dicho con el corazón.
Hasta las cinco estuvo rellenando una quiniela, pidió hora para la revisión del coche y pensó en todas las conversaciones importantes que le esperaban el día siguiente. Más tarde escribió una nota para sí mismo, tenía que preparar un informe para cuando volviera Björk.
A las cinco y tres minutos, Tomas Näslund se asomó por la puerta.
– ¿Todavía estás aquí? -preguntó-. Pensaba que te habías marchado.
– ¿Por qué?
– Ebba me lo dijo.
«Ebba me vigila», pensó con una sonrisa. «Mañana le traeré unas flores antes de ir a Simrishamn.»
Näslund entró en el despacho.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó.
– No mucho.
– No tardaré. Se trata de ese Klas Månson.
Kurt Wallander tuvo que pensar un momento antes de recordar quién era.
– ¿El que atracó aquella tienda nocturna?
– Ese mismo. Tenemos testigos que lo inculpan a pesar de que llevaba una especie de media sobre la cara. Un tatuaje en la muñeca. No hay duda de que fue él. Pero esta nueva fiscal no está de acuerdo con nosotros.
Kurt Wallander levantó las cejas.
– ¿En qué sentido?
– Piensa que la investigación está mal hecha.
– ¿Lo está?
Näslund lo miró con sorpresa.
– No está peor que cualquier investigación anterior. El asunto está claro, ¿no?
– ¿Qué dijo, pues?
– Que si no podemos presentar pruebas más convincentes, no aceptará un nuevo arresto. ¡Es una mierda que una tía de Estocolmo pueda venir aquí y hacerse la importante!
Kurt Wallander notó que se enfadaba. Pero, precavido, se calló.
– Per no habría causado ningún problema -continuó Näslund-. Está claro que ese gamberro atracó la tienda.
– ¿Tienes la investigación? -preguntó Kurt Wallander.
– Le pedí a Svedberg que la leyera.
– Pásamela y la miraré mañana.
Näslund se preparó para marcharse.
– Alguien debería decirle algo a esa tía -dijo.
Kurt Wallander asintió con la cabeza sonriendo.
– Yo lo haré -se ofreció-. Claro que no podemos tener una fiscal de Estocolmo que interfiera en nuestra manera de hacer las cosas.
– Pensé que dirías eso -dijo Näslund, y se marchó.
«Una buena razón para ir a cenar», pensó Kurt Wallander.
Se puso la chaqueta, tomó el traje recién lavado y apagó la luz del techo.
Después de una ducha rápida estaba en Malmö pasadas las siete. Encontró un aparcamiento al lado de la plaza de Stortorget y bajó la escalera del restaurante Kockska Krogen.
Tendría tiempo de tomar un par de copas antes de verse con Mona en el restaurante del Centralen.
A pesar de que el precio le pareció abusivo, pidió un whisky doble. Prefería el whisky de malta, pero esta vez se contentó con una marca más sencilla.
Al primer trago se manchó. Tendría una nueva mancha en la solapa. Casi en el mismo sitio que la anterior.
«Me voy a casa», pensó, lleno de desprecio hacia sí mismo. «Me voy a casa y me acuesto. Ya no puedo sostener ni una copa sin mancharme.» Al mismo tiempo sabía que era vanidad. Vanidad y nervios ante el encuentro con Mona. Acaso el encuentro más importante desde el día en que le pidió el matrimonio.
Se había impuesto la tarea de detener un divorcio que ya era un hecho.
Pero ¿qué quería en realidad?
Secó la solapa con una servilleta de papel, apuró la copa y pidió otro whisky.
Al cabo de diez minutos tendría que marcharse.
Para entonces debía decidirse. ¿Qué le diría a Mona?
¿Y qué contestaría ella?
Le trajeron su copa y bebió un trago rápido. El alcohol le quemaba en las sienes y notó que empezaba a sudar.
No sacó nada en claro.
De forma inconsciente esperaba que Mona dijera las palabras salvadoras.
Era ella la que quería divorciarse.
Entonces tendría que ser ella la que tomara la iniciativa para no seguir adelante.
Pagó y salió. Se movía despacio, para no llegar demasiado pronto.
Mientras esperaba a que un semáforo se pusiera verde, decidió comentar dos cosas con Mona.
Hablaría en serio con ella sobre Linda. Y le pediría consejo acerca de su padre. Mona lo conocía bien. Aunque no habían tenido una relación muy buena, conocía sus cambios de humor.
«Debería haber llamado a Kristina», pensó al cruzar la calle.
«Probablemente ha sido un olvido voluntario.»
Pasó el puente del canal y un coche lleno de jóvenes gamberros lo adelantó. Un joven borracho iba con la mitad del cuerpo por fuera de la ventana, gritando algo.
Kurt Wallander recordaba cómo había cruzado aquel mismo puente hacía más de veinte años. Por aquellos barrios la ciudad era la misma. Allí había patrullado como joven policía, a menudo con un colega un poco mayor, y habían entrado en la estación de ferrocarriles para controlar.
Entró en la estación. Muchas cosas habían cambiado desde la última vez. Pero el suelo de piedra era el mismo. Al igual que el chirriante sonido de los vagones y los frenos de las locomotoras.
De repente vio a su hija.
Primero pensó que se confundía. Igual podría ser la chica que cargaba las balas de heno en la granja de Sten Widén. Pero luego no le cupo ninguna duda. Era Linda.
Estaba junto a un hombre negro como el carbón, intentando sacar un billete de una máquina. El africano era casi medio metro más alto que ella. Tenía el pelo abundante y rizado y vestía un mono de color lila.
Wallander se retiró al instante detrás de una columna como si estuviera espiando a alguien.
El africano dijo algo y Linda se rió.
Pensó que hacía años que no veía reír a su hija.
Lo que vio le hizo desesperar. Sentía que no llegaba a ella. La había perdido para siempre, a pesar de que estaban tan cerca.
«Mi familia», pensó. «Estoy en una estación de ferrocarril y espío a mi hija. Al mismo tiempo que su madre, mi esposa, quizás haya llegado al restaurante para cenar conmigo y para ver si podemos comunicarnos sin gritar ni chillar.»
De pronto le costaba ver. Los ojos se le nublaron de lágrimas.
No había visto reír a Linda ni había tenido lágrimas en los ojos en mucho tiempo.
El africano y Linda iban hacia la salida de los andenes. Quería correr tras ella, abrazarla.
Luego desaparecieron de su vista y él siguió su repentina tarea de vigilancia. Iba por las sombras del andén donde soplaba el viento helado del estrecho. Los vio caminar de la mano, riendo. Lo último que vio fueron las puertas que se cerraron con un soplido, y el tren se fue hacia Landskrona o Lund.
Intentó pensar que tenía aspecto alegre. Desenfadada, como cuando era muy joven. Pero lo único que sentía era su propia desdicha.
Kurt Wallander. El policía patético. Con una vida familiar tan penosa.
Y llegaría con retraso. A lo mejor Mona se había marchado. Ella siempre era muy puntual y se sentía mal cuando tenía que esperar.
Especialmente a él.
Echó a correr por el andén. Una locomotora de color rojo fuego rugía como un animal salvaje a su lado.
Tenía tanta prisa que tropezó en la escalera que llevaba al restaurante. El portero rapado le miró con expresión de censura.
– ¿Adónde crees que vas? -preguntó.
La pregunta paralizó a Kurt Wallander. El significado de la pregunta quedaba claro.
El guardia pensaba que estaba borracho. No lo dejarían entrar.
– Voy a cenar con mi esposa -contestó.
– No lo creo -dijo el guardia-. Vale más que te vayas a casa.
Kurt Wallander sintió que le subía la cólera.
– ¡Soy policía! -bramó-. Y no estoy borracho si eso es lo que pensabas. Déjame entrar antes de que me cabree de verdad.
– ¡Que te jodan! -dijo el guardia-. Vete o llamo a la poli.
Por un breve instante se le pasó por la cabeza golpear al vigilante. Pero a pesar de todo tuvo el sentido común de controlarse. Sacó su placa de identificación del bolsillo interior.
– Soy policía, de verdad -dijo-. Y no estoy borracho. Tropecé. Además, es verdad que mi esposa me está esperando.
El guardia miró la placa con incredulidad.
Luego sonrió con toda la cara.
– Te reconozco -dijo-. Saliste por la tele la otra noche.
«Por fin la televisión te da una alegría», pensó.
– Estoy de acuerdo contigo -continuó el guardia-. Completamente.
– ¿De acuerdo en qué?
– En mantener a raya a los guiris de mierda. ¿Qué tipo de gente es la que dejamos entrar en este país, gente que mata a ancianos? Estoy de acuerdo contigo en echarlos a patadas a todos. A palos.
Kurt Wallander comprendió que sería imposible discutir con el vigilante. Lo intentó con una sonrisa.
– Vaya hambre que tengo -dijo.
El vigilante le abrió la puerta.
– ¿Verdad que entiendes que hay que tener cuidado?
– Claro que sí -contestó Kurt Wallander mientras entraba en el calor del restaurante.
Dejó su abrigo y buscó con la mirada.
Mona estaba sentada al lado de una ventana con vistas al canal.