Estaba contento, la investigación iba sobre ruedas, lo mejor que podía. Tendrían que esperar a que llegaran ciertos análisis técnicos y a que aparecieran pistas del coche. Cambió de posición en la silla, se desató la corbata y pensó en lo que le había contado Göran Boman. Se fiaba por completo de su juicio.
Si su colega tenía la impresión de que la mujer mentía, seguramente era así.
Pero ¿por qué no le interesaba Nils Velander?
Bajó los pies del escritorio y tomó un folio en blanco. Luego escribió una lista recordatoria de todo lo que debía tener tiempo de hacer durante los próximos días. Decidió que el banco de Föreningsbanken tendría que abrirle las puertas al día siguiente, a pesar de ser sábado.
Cuando terminó con la lista, se levantó desperezándose. Eran poco más de las doce. En el pasillo oía a Hanson hablando con Martinson. De lo que hablaban, sin embargo, no podía entender nada.
Fuera, delante de la ventana, una farola se movía por el viento. Se sentía sudado y sucio y pensó en ir a darse una ducha en los vestuarios de la comisaría. Abrió la ventana e inspiró el aire frío. Había dejado de llover.
Estaba ansioso. ¿Cómo podrían evitar que los asesinos actuaran otra vez?
La próxima sería una mujer, para resarcirse de la muerte de Maria Lövgren.
Se sentó a la mesa y se acercó la carpeta con el resumen sobre los campos de refugiados en Escania.
No era probable que el asesino volviera a Hageholm. Pero había un montón de alternativas posibles. Y si el asesino elegía a su víctima de la misma forma aleatoria que en Hageholm, aún tendrían menos pistas que seguir.
Además, era imposible exigir a los refugiados que no salieran.
Apartó la carpeta y colocó una hoja en la máquina de escribir.
Eran casi las doce y media. Pensó que tanto podía escribir su informe a Björk como hacer cualquier otra cosa.
En aquel momento la puerta se abrió y Svedberg entró en la habitación.
– ¿Novedades? -preguntó Kurt Wallander.
– En cierta manera -respondió Svedberg con la cara preocupada.
– ¿Qué ocurre?
– No sé cómo explicarlo. Pero acabamos de recibir una llamada de un granjero de Löderup.
– ¿Ha visto el Citroën?
– No. Pero afirmó haber visto pasear a tu padre por el campo, en pijama. Con una maleta en la mano.
Kurt Wallander se quedó petrificado.
– ¿Qué coño estás diciendo?
– El que llamó parecía lúcido. En realidad quería hablar contigo. Pero conectaron la llamada mal y me llegó a mí. Pensé que tú deberías decidir lo que vamos a hacer.
Kurt Wallander se quedó sentado totalmente quieto con la mirada vacía.
Luego se levantó.
– ¿Por dónde? -preguntó.
– Parece ser que tu padre va caminando hacia la carretera principal.
– Me ocupo yo mismo. Volveré en cuanto pueda. Que me den un coche con radio para que podáis avisarme si hay algo.
– ¿Quieres que vaya contigo o que lo haga otro?
Kurt Wallander negó con la cabeza.
– Papá tiene demencia senil -dijo-. Debo intentar encontrarle un sitio en alguna parte.
Svedberg hizo que le dieran las llaves de un coche con radio.
Justo cuando iba a salir descubrió a un hombre fuera, en la penumbra. Lo reconoció, era uno de los periodistas de los periódicos de la tarde.
– No quiero que me siga -dijo a Svedberg.
Svedberg asintió con la cabeza.
– Espera a que me veas salir marcha atrás y que se me cale el motor delante de su coche. Entonces te puedes marchar.
Kurt Wallander se sentó en el coche y esperó.
Vio correr al periodista hacia su coche. Treinta segundos más tarde salió Svedberg en su coche particular. Paró el motor.
El coche bloqueó la salida del periodista. Kurt Wallander se alejó.
Condujo deprisa. Demasiado deprisa. No hizo caso al límite de velocidad al atravesar Sandskogen. Además, estaba casi solo en la carretera. Unas liebres asustadas huyeron por el asfalto mojado.
Cuando llegó al pueblo donde vivía su padre, no tuvo que buscarlo. Las luces del coche lo delataron pisando descalzo el lodo del campo, vestido con su pijama de rayas azules. Llevaba su viejo sombrero en la cabeza y una gran maleta en la mano. Se llevó irritado la mano a los ojos cuando las luces lo cegaron. Luego continuó caminando con paso enérgico, como si fuera camino de una meta claramente marcada.
Kurt Wallander apagó el motor pero dejó los faros encendidos.
Luego salió al campo.
– ¡Papá! -gritó-. ¿Qué coño estás haciendo?
El padre no contestó, sino que siguió caminando. Kurt Wallander lo persiguió. Tropezó, cayó y se mojó medio cuerpo.
– ¡Papá! -gritó de nuevo-. ¡Para! ¿Adónde vas?
Ninguna reacción. El padre parecía ir más rápido. Pronto estarían en la carretera principal. Kurt Wallander corrió y tropezó al alcanzarlo y agarrarlo por el brazo. Pero el padre dio un tirón, se liberó y siguió.
Entonces Kurt Wallander se enfureció.
– Policía -rugió-. ¡Alto o disparo!
El padre se paró de golpe y se dio la vuelta. Kurt Wallander le vio abrir y cerrar los ojos a la luz de los faros.
– ¿Qué te dije? -gritó-. ¡Me quieres matar!
Después lanzó la maleta hacia Kurt Wallander. La tapa se abrió y mostró su contenido: ropa interior sucia, tubos de colores y pinceles.
Kurt Wallander notó que una gran pena lo invadía. Su padre había salido trastornado por la noche, imaginándose que iba camino de Italia.
– Cálmate, papá -dijo-. Sólo te quería llevar a la estación. Para que no tuvieras que ir a pie.
El padre lo miró con incredulidad.
– No me lo creo -dijo.
– Cómo no iba a llevar a mi propio padre a la estación cuando se va de viaje.
Kurt Wallander recogió la maleta, cerró la tapa y empezó a caminar hacia el coche. Metió la maleta en el portaequipajes y se puso a esperar. Su padre tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de los faros allí, en el campo. Un animal que había sido acosado hasta el fin, esperando el disparo mortal.
Luego empezó a caminar hacia el coche. Kurt Wallander no supo si lo que veía era una expresión de dignidad o de humillación. Abrió la puerta de atrás y el padre entró. Tapó los hombros de su padre con una manta que había en el portaequipajes.
De repente vio salir a un hombre de entre las sombras y se sobresaltó. Un anciano, vestido con un mono sucio.
– Yo fui el que llamó -dijo el hombre-. ¿Cómo va?
– Va bien -contestó Wallander-. Gracias por llamar.
– Fue una pura casualidad que lo viera.
– Entiendo. Gracias otra vez.
Se sentó al volante. Cuando se volvió, vio que su padre tiritaba de frío bajo la manta.
– Ahora te llevo a la estación, papá -dijo-. No tardaremos mucho.
Fue directamente a la entrada de urgencias del hospital. Tuvo la suerte de encontrarse con el joven médico que había conocido en el lecho de muerte de Maria Lövgren. Le explicó lo sucedido.
– Nos lo quedamos en observación durante la noche -dijo el médico-. Puede haber pasado mucho frío. Mañana el asistente social tendrá que intentar encontrarle un sitio.
– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Me quedaré con él un rato.
A su padre lo habían secado y acostado en una camilla.
– Coche-cama a Italia -dijo-. Por fin iré allí.
Kurt Wallander estaba sentado en una silla al lado de la camilla.
– Claro -dijo-. Ahora irás a Italia.
Eran más de las dos cuando dejó el hospital. Recorrió en coche el corto trayecto que había hasta la comisaría. Todos excepto Hanson se habían marchado a casa. Estaba mirando la cinta del debate grabado en el que había participado el director general de la jefatura Nacional de Policía.
– ¿Ha pasado algo? -preguntó Wallander.
– Nada -contestó Hanson-. Unos soplos, claro. Pero nada decisivo. Me tomé la libertad de enviar a la gente a casa a dormir unas horas.
– Muy bien. Es raro que nadie llame a informar sobre el coche.
– Estaba pensando en ello. Tal vez sólo condujo un rato por la E 14 y luego se metió otra vez en uno de los caminos vecinales. He mirado los mapas. Hay un embrollo de caminitos por allí. Además de una gran zona para excursionistas donde nadie se mete durante el invierno. Las patrullas que controlan los campos peinan esos caminos esta noche.
Wallander asintió con la cabeza.
– Enviaremos un helicóptero en cuanto se haga de día -dijo-. El coche puede estar escondido en alguna parte por aquella zona.
Se sirvió una taza de café.
– Svedberg me explicó lo de tu padre -dijo Hanson-. ¿Cómo fue?
– Bien. Tiene demencia senil. Está en el hospital. Pero fue bien.
– Ve a casa a dormir unas horas. Pareces cansado.
– Tengo que escribir unas cosas.
Hanson apagó el vídeo.
– Me acuesto un ratito en el sofá -dijo.
Kurt Wallander entró en su despacho y se sentó ante la máquina de escribir. Los ojos le escocían de cansancio. Aun así, el cansancio comportaba una lucidez inesperada. «Se comete un doble asesinato», pensó. «La caza del asesino acciona otro asesinato. Cosa que debemos solucionar pronto, para no tener otro asesinato más.