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– ¿En qué sentido?

– No me quito de la cabeza lo que dijo la mujer antes de morir. Me imagino que ella en su lastimada conciencia interior tuvo que haberse dado cuenta de que el marido estaba muerto y que ella misma iba a morir. Creo que el ser humano, por instinto, intenta facilitar soluciones a los enigmas cuando ya no queda otra cosa. Y dijo una sola palabra. «Extranjero.» La volvió a decir. Cuatro, cinco veces. Tiene que significar algo. Luego aquel nudo. El nudo corredizo. Tú mismo lo has dicho. Ese asesinato huele a venganza y odio. Pero de todos modos estamos buscando en una dirección equivocada.

– Svedberg ha elaborado un mapa de la familia Lövgren -dijo Kurt Wallander-. No hay relaciones extranjeras. Sólo granjeros suecos y algún que otro artesano.

– No olvides su doble vida -atajó Rydberg-. Nyström describió a su vecino durante cuarenta años como normal. Y sin recursos. Después de dos días sabíamos que nada de eso era verdad. ¿Quién dice que no hay otro doble fondo en esta historia?

– ¿Qué te parece que debemos hacer, pues?

– Justo lo que estamos haciendo. Pero estar abiertos a reconocer que quizá seguimos una pista falsa.

Pasaron a hablar del somalí asesinado.

Ya desde que marchó de Malmö, Kurt Wallander le daba vueltas a un pensamiento.

– ¿Puedes quedarte un rato más? -preguntó.

– Sí -contestó Rydberg, asombrado-. Claro que sí.

– Es por algo relacionado con aquel policía -dijo Kurt Wallander-. Sé que sólo es una corazonada. Una característica discutible en un policía. Pero pienso que deberíamos vigilar a ese tipo, tú y yo. Por lo menos durante el fin de semana. Luego veremos si seguimos y metemos a otros en el tema. Pero si es lo que yo creo, que él está metido, que su coche no fue robado, a estas alturas debería estar nervioso.

– Yo soy de la opinión de Hanson: un policía no es tan idiota como para hacer ver que le han robado el coche si está planificando un homicidio -replicó Rydberg.

– Creo que os equivocáis -contestó Wallander-. De la misma manera que él se equivocó. Es decir, pudo haber pensado que el hecho de que haya sido policía apartaría todas las sospechas de él.

Rydberg se frotó la rodilla dolorida.

– Haremos lo que tú digas -accedió-. Lo que yo piense o deje de pensar no es importante, mientras tú consideres necesario seguir.

– Quiero que lo mantengamos bajo vigilancia -dijo Kurt Wallander-. Nos repartimos en cuatro turnos hasta el lunes por la mañana. Será duro, pero aguantaremos. Yo puedo vigilar por las noches si quieres.

Eran las doce. Rydberg opinó que podía cuidarse hasta la medianoche. Kurt Wallander le dio la dirección.

En aquel momento entró la secretaria con la pizza que Wallander había pedido.

– ¿Has comido? -preguntó.

– Sí -contestó Rydberg en tono vacilante.

– No lo has hecho. Cómete ésta y yo compraré otra.

Rydberg engulló la pizza sentado en el escritorio de Kurt Wallander. Luego se limpió la boca y se levantó.

– Tal vez tengas razón -dijo.

– Tal vez -contestó Wallander.

Durante el resto del día no ocurrió nada.

El coche continuaba desaparecido. Los bomberos rastreaban los lagos sin sacar otra cosa que piezas de una vieja trilladora.

Recibieron pocas pistas de la gente.

Los periodistas, la radio y la televisión llamaban sin cesar pidiendo informes sobre la situación. Kurt Wallander repetía su petición para que la gente llamase si podía dar alguna pista sobre un Citroën azul y blanco. Los preocupados responsables de los campos de refugiados llamaban para pedir más vigilancia policial.

Kurt Wallander contestaba con toda la paciencia que podía.

A las cuatro, una anciana murió atropellada por un coche en Bjäresjö. Svedberg, que había vuelto de su búsqueda, llevaba la investigación a pesar de que Kurt Wallander le había prometido que tendría la tarde libre.

Näslund llamó a las cinco y Kurt Wallander pudo oír que estaba bebido. Preguntó si había pasado algo, y si podía ir a una fiesta en Skillinge. Wallander le dio permiso.

Llamó al hospital dos veces para preguntar por el estado de su padre. Le dijeron que estaba cansado y ausente.

Poco después de la conversación con Näslund, llamó a Sten Widén. Una voz que Wallander reconoció contestó:

– Soy quien te ayudó con la puerta del granero -dijo-. El que tú adivinaste que era policía. Quisiera hablar con Sten si está por ahí.

– Está en Dinamarca comprando caballos -contestó la chica, que se llamaba Louise.

– ¿Cuándo vuelve?

– Quizá mañana.

– ¿Puedes decirle que me llame?

– Lo haré.

La conversación se acabó. Kurt Wallander tuvo la sensación de que Sten Widén en absoluto se encontraba en Dinamarca. Tal vez estaba al lado de la chica escuchando.

Tal vez estuvieran en aquella cama deshecha cuando llamó.

Rydberg no se ponía en contacto con él.

Dejó su informe a uno de los policías, que prometió dárselo a Björk en cuanto bajara del avión en Sturup aquella misma noche.

Luego repasó las facturas que había olvidado pagar a final de mes. Rellenó un montón de giros postales y los puso junto con un cheque en el sobre marrón. Comprendió que aquel mes no podría comprarse ni el vídeo ni el equipo de música.

Más tarde contestó una encuesta sobre si tenía la intención de participar en una salida a la ópera del Det Kongelige en Copenhague a finales de febrero. Contestó que sí. Woyzeck era una de las óperas que nunca había visto en escena.

A las ocho leyó el informe de Svedberg sobre el accidente de Bjäresjö. Comprendió enseguida que no había razón para formular una denuncia. La mujer salió a la calzada delante de un coche que iba a poca velocidad. El granjero que lo llevaba era de conducta irreprochable. Diferentes testigos eran unánimes. Hizo una anotación para dar el informe a Anette Brolin después de la autopsia de la mujer.

A las ocho y media, dos hombres empezaron una pelea en un bloque de pisos a las afueras de Ystad. Peters y Norén rápidamente lograron separar a los pendencieros. Eran dos hermanos conocidos por la policía. Se peleaban unas tres veces al año.

Un galgo fue registrado como desaparecido en Marsvinsholm. Como lo habían visto correr hacia el oeste, envió la denuncia a los compañeros en Skurup.

A las diez dejó la comisaría. Hacía frío y el viento llegaba a ráfagas. El cielo estrellado estaba límpido. Aún no nevaba. Se fue a casa, se abrigó con ropa interior de invierno y se puso un gorro de lana. Distraídamente regó las marchitas plantas de la ventana de la cocina. Luego se fue a Malmö.

Norén estaba de guardia durante la noche. Kurt Wallander prometió llamarlo varias veces. Pero Norén probablemente estaría ocupado con Björk, que regresaría y se enteraría de que sus vacaciones habían llegado a su fin.

Kurt Wallander se paró en un motel en Svedala. Dudó un rato antes de decidirse a cenar tan sólo una ensalada. No estaba seguro de que fuera la ocasión apropiada para cambiar sus costumbres alimenticias. Más bien sabía que correría el riesgo de dormirse si comía demasiado ante una noche en vela.

Tomó varias tazas de café bien cargado después de comer. Una señora mayor se acercó a venderle la revista Atalaya. Compró un ejemplar pensando que sería una lectura suficientemente aburrida para durarle toda la noche.

Poco después de las once, entró de nuevo en la E 14 y continuó los últimos kilómetros hasta Malmö. De repente empezó a dudar del sentido de la misión que le había asignado a Rydberg y que él mismo había asumido. ¿Cuánto crédito tenía derecho a dar a su intuición? ¿No deberían bastar las objeciones de Hanson y Rydberg para desistir de aquella vigilancia nocturna?

Se sentía inseguro, indeciso.

Y la ensalada no era suficiente comida para él.

Eran las once y media pasadas cuando entró en la calle que cruzaba la de la casa adosada amarilla donde vivía Rune Bergman. Al salir se bajó el gorro para taparse las orejas en aquella noche fría. Las casas a su alrededor estaban a oscuras. En la distancia se oía el chirrido de las ruedas de un coche. Se mantuvo en la sombra y entró en la calle que se llamaba Rosenallén.

Casi enseguida descubrió a Rydberg, que estaba al lado de un castaño alto. El tronco era tan grueso que daba sombra a todo el hombre. Wallander lo descubrió sólo gracias a que era el único escondrijo posible desde donde se podía controlar toda la casa amarilla.

Kurt Wallander se deslizó en la sombra del gran tronco. Rydberg tenía frío. Se frotaba las manos y golpeaba el suelo con los pies.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Kurt Wallander.

– No mucho en doce horas -contestó Rydberg-. A las cuatro se fue a una tienda a comprar. Dos horas más tarde salió a cerrar la verja, que se había abierto por el viento. Pero está alerta. Me pregunto si, a fin de cuentas, no tendrás razón.

Rydberg señaló una casa junto a la de Rune Bergman.

– Está vacía -dijo-. Desde dentro del jardín se domina la calle y la puerta de atrás. Por si se le ocurriera salir por allí. Hay un banco donde sentarse. Si llevas ropa de abrigo.

Kurt Wallander había visto una cabina de teléfonos camino de la casa de Bergman. Le dijo a Rydberg que llamara a Norén. Si no había pasado nada importante podía irse en su coche a casa.