Se llevó una casete con una ópera de Puccini y se dirigió a su coche. En realidad le habría gustado cerciorarse de que Anette Brolin realmente había olvidado lo de la noche anterior. Pero lo dejó estar. Tenía que esperar.
Su hermana Kristina pudo explicarle que la asistenta que iría a la casa de su padre era una señora decidida, de unos cincuenta años, que probablemente no tendría problemas para cuidar de él.
– Mejor no lo podría tener -dijo al salir al patio a recibirlo en la oscuridad.
– ¿Qué está haciendo?
– Está pintando -contestó.
Mientras la hermana preparaba la cena, Kurt Wallander se sentó en el trineo del estudio a observar mientras aparecía el paisaje de otoño. El padre parecía haber olvidado por completo lo ocurrido unos días antes.
«Tengo que visitarle regularmente», pensó Kurt Wallander. «Al menos tres veces por semana, mejor siempre a la misma hora.»
Después de la cena jugaron a cartas con el padre un par de horas. A las once se fue a la cama.
– Me marcho mañana -le comunicó su hermana-. No puedo quedarme más tiempo.
– Gracias por venir -dijo Kurt Wallander.
Quedaron en que iría a buscarla a las ocho de la mañana siguiente y la llevaría al aeropuerto.
– Estaba completo desde Sturup -dijo-. Así que saldré de Everöd.
A Kurt Wallander le iba bien, ya que de todas formas se dirigiría a Kristianstad.
Un poco más tarde de medianoche entró por la puerta de su casa en la calle Mariagatan. Se sirvió una copa de whisky y se la llevó al cuarto de baño. Allí se relajó durante un largo rato sumergiendo su cuerpo en agua caliente.
Aunque intentaba olvidarlos, Rune Bergman y Valfrid Ström aparecían en sus pensamientos. Intentó entenderlos. Pero lo único que sacaba en claro era lo que había pensado muchas veces antes. Era un mundo nuevo que había surgido sin que él se hubiese dado cuenta. Como policía, seguía viviendo en un mundo antiguo. ¿Cómo iba a aprender a vivir en esta nueva era? ¿Cómo se maneja la enorme inseguridad que se siente ante los grandes cambios, que además ocurren demasiado deprisa?
El crimen del somalí era un nuevo tipo de asesinato.
El doble homicidio de Lenarp, en cambio, era un crimen a la antigua.
¿O no? Pensó en la brutalidad y en el nudo corredizo.
No lo sabía.
Era. casi la una y media cuando por fin se metió entre las sábanas frescas.
La soledad de su cama le sentaba peor que nunca.
Luego siguieron tres días en los que no pasó nada. Näslund volvió y logró resolver el problema del coche robado.
Un hombre y una mujer lo alquilaron para ir robando en diferentes lugares y luego dejaron el coche en Halmstad. La noche de los asesinatos se alojaron en un hostal de Båstad. El dueño del hostal les dio la coartada.
Kurt Wallander habló con Ellen Magnuson. Ella negó firmemente que Johannes Lövgren fuera el padre de su hijo Erik.
Visitó a Erik Magnuson otra vez y le pidió la coartada que olvidó en la primera visita.
Erik Magnuson estaba con su novia. No había razón para dudar de ello.
Martinson no obtuvo resultados acerca del viaje a Ystad de Lövgren.
Los Nyström mantenían su versión, al igual que los conductores de los autobuses y los taxistas.
Rydberg fue al entierro y habló con diecinueve familiares de los Lövgren.
No hallaron nada que les permitiera avanzar.
La temperatura se mantenía alrededor de los cero grados. Un día había tranquilidad absoluta en el aire, el siguiente soplaba el viento.
Kurt Wallander se encontró con Anette Brolin en un pasillo. Le dio las gracias por las flores. Aun así no estaba seguro de que realmente hubiera borrado lo que pasó aquella noche.
Rune Bergman continuó sin decir palabra, aunque las pruebas contra él eran aplastantes. Diferentes movimientos nacionalistas de toda Suecia intentaron responsabilizarse de la organización de su crimen. La prensa y otros medios de comunicación mantenían un encendido debate sobre el tema de la inmigración en Suecia. Mientras todo estaba tranquilo en Escania, ardían cruces por la noche delante de diferentes campos de refugiados en otras regiones del país.
Kurt Wallander y sus colaboradores del grupo de investigación que intentaba resolver el doble homicidio de Lenarp se apartaron de todo aquello. Sólo muy de vez en cuando comentaban asuntos que no tenían que ver directamente con la estancada investigación. Pero Kurt Wallander se daba cuenta de que no era el único que se sentía inseguro y confuso ante la nueva sociedad que estaba surgiendo.
«Vivimos como si sintiésemos nostalgia de un paraíso perdido», pensó. «Como si echásemos de menos a los ladrones de coches y los reventadores de cajas fuertes de antaño, que se quitaban cortésmente la gorra cuando les arrestábamos. Pero aquel tiempo ya pasó de forma irremediable y la cuestión es si realmente era tan idílico como nos gusta recordar.»
El viernes 19 de enero todo ocurrió de golpe.
El día empezó mal para Kurt Wallander. A las siete y media fue a la revisión anual de su Peugeot y a duras penas la pasó. Al repasar el protocolo de la inspección comprendió que tenía que hacer reparaciones por varios miles de coronas.
Volvió a la comisaría con el ánimo por los suelos.
Mientras se quitaba el abrigo, Martinson entró corriendo.
– Por fin, coño -dijo-. Ahora sé cómo fue Johannes Lövgren a Ystad y cómo volvió.
Kurt Wallander olvidó los problemas de su coche y notó que la excitación crecía de nuevo en él.
– No fue ninguna alfombra mágica -continuó Martinson-. Fue el deshollinador quien lo llevó.
Kurt Wallander se dejó caer en la silla.
– ¿Qué deshollinador?
– El maestro deshollinador Artur Lundin de Slimminge. De pronto Hanna Nyström recordó que el deshollinador pasó aquel viernes cinco de enero. Limpió las chimeneas de las dos viviendas y luego se marchó. Cuando la mujer dijo que había limpiado las de los Lövgren al final y que se marchó sobre las diez y media, empezaron a sonar campanas en mi cabeza. Acabo de hablar con él. Lo encontré trabajando en el centro de atención primaria en Rydsgård. Resulta que nunca escucha la radio ni ve la televisión y ni siquiera lee los periódicos. Él deshollina las chimeneas y dedica el resto de su tiempo a beber aguardiente y a cuidar de unos cuantos conejos. No se había enterado para nada de que hubiesen asesinado a los Lövgren. Pero me ha contado que Johannes Lövgren fue con él a Ystad. Como tiene una furgoneta y Johannes Lövgren iba en el asiento trasero, que no tiene ventanas, no fue tan raro que nadie lo viera.
– Los Nyström tendrían que haberle visto volver.
– No -repuso Martinson en tono triunfante-. Eso es precisamente. Lövgren le pidió a Lundin que parase en la carretera de Veberöd. Después se puede ir por un camino cerca del pantano hasta llegar a la parte posterior de la casa de los Lövgren. Es más o menos un kilómetro. Si Nyström lo hubiera visto desde la ventana, habría parecido que Lövgren volvía de la cuadra.
Kurt Wallander frunció el entrecejo.
– Aun así suena raro.
– Lundin es una persona muy directa; me contó que Johannes Lövgren le prometió una botellita de vodka si lo volvía a llevar a casa. Lövgren se bajó en Ystad y él siguió hasta unas casas del norte de la ciudad. Luego recogió a Lövgren a la hora convenida y lo dejó en la carretera de Veberöd, por lo que recibió su botellita de vodka.
– Bien -dijo Kurt Wallander-. ¿Coinciden las horas?
– Coinciden exactamente.
– ¿Le preguntaste sobre la cartera?
– Lundin dice que recuerda algo sobre una cartera.
– ¿Llevaba algo más?
– Lundin cree que no.
– ¿Vio si Lövgren se encontró con alguien en Ystad?
– No.
– ¿Dijo algo de lo que iba a hacer en la ciudad?
– Nada.
– ¿Podría ser que este deshollinador supiera que Lövgren tenía veintisiete mil coronas en la cartera?
– No lo creo. En absoluto parece un atracador. Creo que es un deshollinador solitario que vive contento con sus conejos y su aguardiente. Nada más.
Kurt Wallander pensó un rato.
– ¿Puede ser que Lövgren hubiera quedado en verse con alguien en aquella carretera del pantano? La cartera ha desaparecido, ¿no?
– Tal vez. Iré con una jauría de perros y rastrearé el camino.
– Hazlo enseguida -dijo Kurt Wallander-. Quizás así lleguemos a alguna parte.
Martinson dejó la habitación. Estuvo a punto a chocar en la puerta con Hanson, que entraba.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
– ¿Cómo te va con Bergman?
– Está callado. Pero está vinculado al crimen. Esa tal Brolin le detiene hoy.
Kurt Wallander no quiso comentar la actitud de desprecio que Hanson mostraba hacia Anette Brolin.
– ¿Qué querías? -inquirió sólo.
Hanson se sentó en la silla de madera al lado de la ventana con cara avergonzada.
– Quizá sepas que juego un poco a los caballos -empezó-. Por cierto, aquel caballo que me aconsejaste se puso a galopar. ¿Quién te había dado el soplo?
Kurt Wallander recordaba vagamente un comentario que había hecho una vez en el despacho de Hanson.
– Era una broma. Continúa.
– Supe que os interesa un tal Erik Magnuson que trabaja en el almacén central del Consejo General de Malmö. Pues hay un hombre que se llama Erik Magnuson que a menudo me encuentro en Jägersro. Apuesta alto, pierde mucho, y me he enterado de que trabaja en el Consejo General. Kurt Wallander se interesó de inmediato.