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– Lo sé -dijo Kurt Wallander-. Pero tenemos que continuar.

Después de una rápida actuación de Martinson, disponían de una fotografía de Erik Magnuson, que encontraron en el archivo del Consejo General. Era de un folleto en el que el Consejo General presentaba su amplia actividad para unos habitantes que se suponía que eran ignorantes. Björk, que era de la opinión de que todas las instituciones estatales y municipales necesitaban sus propios departamentos de defensa para que en caso de necesidad pudiesen informar a la gente ignorante sobre la colosal importancia de aquella institución, encontraba el folleto estupendo. Sea como fuere, Erik Magnuson estaba al lado de su carretilla elevadora amarilla, vestido con un mono blanquísimo. Sonreía.

Los agentes observaron su cara y la compararon con algunas fotografías en blanco y negro de Johannes Lövgren. Entre otras, había una foto en la que Johannes Lövgren posaba junto a un tractor en un campo recién labrado.

¿Podrían ser padre e hijo el conductor del tractor y el conductor de la carretilla elevadora?

A Kurt Wallander le costaba fijarse en las fotos y hacerlas coincidir.

Lo único que veía era la cara ensangrentada de un anciano al que le habían cortado la nariz.

Sobre las once de la noche del viernes habían preparado sus planes de ataque. Para entonces, Björk los había dejado porque debía asistir a una cena organizada por el club local de golf.

Kurt Wallander y Rydberg aprovecharían el sábado para visitar de nuevo a Ellen Magnuson en Kristianstad. Martinson, Näslund y Hanson se repartirían la vigilancia de Erik Magnuson, y también confrontarían a su novia con la coartada dada. El domingo sería de vigilancia y de repaso adicional de todo el material de investigación. El lunes, Martinson, al que habían nombrado experto en ordenadores sin que lo solicitara, analizaría los negocios de Erik Magnuson. ¿Habría otras deudas? ¿Tendría algún tipo de antecedentes criminales?

Kurt Wallander le pidió a Rydberg que lo examinase todo a solas. Quería que Rydberg hiciese lo que llamaban una cruzada. Intentar unir acontecimientos y personas que a primera vista no tuviesen nada en común. ¿Existiría, a pesar de todo, algún punto de contacto hasta entonces invisible? Esto era lo que Rydberg iba a investigar.

Rydberg y Wallander salieron juntos de la comisaría. De repente Kurt Wallander se dio cuenta del cansancio de Rydberg y se acordó de su visita al hospital.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

Rydberg se encogió de hombros y contestó algo ininteligible.

– ¿Las piernas? -preguntó Kurt Wallander.

– Como siempre -contestó Rydberg, dejando entrever que no tenía más ganas de hablar de sus dolencias.

Kurt Wallander se fue a su casa y se sirvió una copa de whisky. Pero la dejó sin tocar en la mesa del sofá y se acostó. El cansancio lo venció. Se durmió, ajeno a todos los pensamientos que daban vueltas por su cerebro.

Soñó con Sten Widén.

Iban juntos a una ópera cantada en un idioma desconocido.

Kurt Wallander, al despertar, no pudo recordar la ópera con la que había soñado.

En cambio recordó, en cuanto se despertó a la mañana siguiente, algo que habían comentado la noche anterior. El testamento de Johannes Lövgren. El testamento que no existía.

Rydberg había hablado con el albacea al que habían recurrido las dos hijas supervivientes, un abogado a menudo solicitado por las organizaciones de granjeros del distrito.

No existía ningún testamento. Eso significaba que las dos hijas heredarían toda la inesperada fortuna de Johannes Lövgren.

¿Sabría Erik Magnuson que Johannes Lövgren tenía grandes recursos? ¿O habría permanecido tan callado ante él como ante su esposa?

Kurt Wallander se levantó de la cama con el propósito de no acostarse aquel día sin averiguar definitivamente si el padre desconocido del hijo de Ellen Magnuson era Johannes Lövgren.

Tomó un desayuno mal preparado y se encontró con Rydberg en la comisaría un poco después de las nueve. Martinson, que había permanecido vigilando en un coche delante de la casa de Erik Magnuson en Rosengård hasta que lo reemplazó Näslund, dejó una nota diciendo que no había ocurrido absolutamente nada durante la noche. Erik Magnuson estaba en su piso. La noche había transcurrido tranquila.

La mañana de enero era brumosa. Había escarcha en los campos pardos. Rydberg estaba cansado y silencioso al lado de Kurt Wallander en el coche. No empezaron a hablar hasta que se acercaron a Kristianstad.

A las diez y media se encontraron con Göran Boman en la comisaría de Kristianstad.

Juntos estudiaron la copia del interrogatorio que Göran Boman le había hecho a la mujer.

– No tenemos nada que la implique -declaró Göran Boman-. Le hemos pasado el aspirador a ella y a su entorno. No hay nada. Su historia cabe en un solo folio. Ha trabajado en la misma farmacia durante treinta años. Cantó en un coro durante unos años pero lo dejó. Pide muchos libros prestados a la biblioteca. Pasa las vacaciones con una hermana en Vemmenhög, nunca va al extranjero, nunca se compra ropa nueva. Es una persona que por lo menos en apariencia vive una vida totalmente pacífica. Sus costumbres son regulares, rozando la meticulosidad. Lo más sorprendente es cómo soporta vivir así.

Kurt Wallander le dio las gracias por su trabajo.

– Ahora nos toca a nosotros -dijo.

Se fueron a casa de Ellen Magnuson.

Cuando ella les abrió la puerta, Kurt Wallander pensó que el hijo se parecía mucho a su madre. No podía determinar si los estaba esperando. Sus ojos parecían ausentes, como si en realidad estuviese en otro lugar totalmente diferente.

Kurt Wallander paseó la mirada alrededor del salón. Los invitó a café. Rydberg se excusó pero Kurt Wallander aceptó.

Cada vez que Kurt Wallander entraba en un piso desconocido, pensaba que estaba mirando las tapas de un libro que le acababan de dar. El piso, los muebles, los cuadros, los olores, eran el título. Entonces empezaría a leer. Pero el piso de Ellen Magnuson era inodoro. Como si Kurt Wallander se encontrase en un lugar deshabitado. Respiró el olor a desolación. Una gris resignación. Sobre los pálidos papeles pintados colgaban carteles con motivos difusos y abstractos. Los muebles que llenaban la habitación eran anticuados y pesados. Unos manteles de encaje cubrían con pulcritud una mesa plegable de caoba. En una pequeña estantería había una fotografía de un niño sentado delante de un rosal. Kurt Wallander pensó que la única foto que tenía expuesta de su hijo era de la niñez. Como hombre adulto no estaba presente.

Al lado del salón había un pequeño comedor. Kurt Wallander empujó la puerta semiabierta con el pie. Para sorpresa suya, uno de los cuadros de su padre colgaba de una de las paredes.

Era el paisaje de otoño sin urogallo.

Se quedó observando la imagen hasta que oyó el ruido de la bandeja detrás de sí.

Era como si hubiese visto el motivo del padre por vez primera.

Rydberg se sentó en una silla junto a la ventana. Kurt Wallander pensó que algún día le preguntaría por qué siempre se sentaba al lado de una ventana.

«¿De dónde vienen nuestras costumbres?», pensó. «¿En qué fábrica secreta se producen nuestros hábitos y manías?»

Ellen Magnuson le sirvió el café.

Pensó que debía empezar.

– Göran Boman de la policía de Kristianstad estuvo aquí y le hizo unas cuantas preguntas -dijo-. No se sorprenda si le hacemos las mismas preguntas otra vez.

– Tampoco se sorprenda si recibe las mismas respuestas -replicó Ellen Magnuson.

Precisamente en ese instante, Kurt Wallander comprendió que era la mujer que tenía delante con quien Johannes Lövgren había tenido un hijo.

Kurt Wallander lo sabía sin que pudiera explicar por qué. En un momento arriesgado decidió mentir para obtener la verdad. Si no se equivocaba, Ellen Magnuson tenía muy poca experiencia con agentes de policía. Seguramente suponía que ellos buscaban la verdad, usando ellos mismos la verdad. Era ella quien debía mentir, no ellos.

– Señora Magnuson -dijo Kurt Wallander-, sabemos que Johannes Lövgren es el padre de su hijo Erik. No vale la pena que lo niegue.

Ella lo miró con miedo. Aquel rasgo ausente de su mirada desapareció de pronto. Volvía a estar presente en la habitación.

– No es verdad -dijo.

«Una mentira que pide clemencia», pensó Kurt Wallander. «Pronto se quebrará.»

– Claro que es verdad -atajó-. Nosotros lo sabemos y usted sabe que es verdad. Si a Johannes Lövgren no le hubieran matado, nunca nos habríamos molestado en hacerle estas preguntas. Pero ahora tenemos que saberlo. Y si no nos lo dice ahora, la obligaremos a contestar a estas preguntas ante un tribunal bajo juramento.

Ocurrió más deprisa de lo que había imaginado. De golpe se quebró.

– ¿Por qué queréis saberlo? -gritó-. Yo no he hecho nada. ¿Por qué no podemos tener nuestros secretos?

– Nadie prohíbe los secretos -respondió Kurt Wallander lentamente-. Pero mientras haya homicidios tendremos que buscar a los culpables. Por eso es nuestro deber hacer preguntas. Y necesitamos obtener respuestas.

Rydberg permanecía inmóvil en su silla al lado de la ventana. Observaba a la mujer con sus ojos cansados.

Juntos escucharon la historia. Kurt Wallander pensaba que era enormemente triste. La vida que se desplegaba delante de él era igual de melancólica que el paisaje escarchado por el que habían viajado aquella mañana.