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– A los zorros hay que sacarlos de la madriguera -sentenció-. Espera un par de días. Pero luego suelta las fotos. Estuvo contemplando un largo rato las copias que le llevó Wallander.

– No existe lo que llamamos la cara del asesino -dijo-. Uno se imagina algo, un perfil, el tipo de pelo, la posición de los dientes. Pero nunca encaja.

El viento soplaba sin cesar en Escania aquel martes 24 de julio. Nubes rotas se perseguían sobre el cielo y las ráfagas de viento tenían la fuerza de una tormenta. Al amanecer, Kurt Wallander permaneció largo rato en la cama escuchando el viento antes de levantarse. Cuando se pesó en el cuarto de baño, vio que había perdido otro kilo. Eso le dio tanto ánimo que cuando aparcó en su sitio de la comisaría no notó el malestar que últimamente le había agobiado.

«Esta investigación se ha convertido en una cruz personal», pensó. «Atosigo a mis colaboradores, pero al final nos encontraremos otra vez ante un vacío.»

«Pero tienen que estar en alguna parte», pensó con ira al cerrar la puerta del coche. «En alguna parte, pero ¿dónde?»

En la recepción intercambió unas palabras con Ebba. Vio una anticuada caja de música al lado de la centralita.

– ¿Todavía existen estas cosas? -preguntó-. ¿De dónde la has sacado?

– La compré en un puesto de venta en la feria de Sjöbo -contestó ella-. A veces se pueden encontrar cosas interesantes entre todas las tonterías.

Kurt Wallander se marchó sonriendo. Pasó por los despachos de Hanson y Martinson y les pidió que fueran al suyo. Todavía no tenían ninguna pista del Calvo ni de Lucia.

– Dos días más -suplicó Kurt Wallander-. Si no conseguimos nada antes del jueves, convocaremos una rueda de prensa y soltaremos las fotos.

– Deberíamos haberlo hecho desde el principio -replicó Hanson.

Kurt Wallander no contestó.

Volvieron a examinar el mapa. A Martinson le tocaba continuar con la organización del repaso de diferentes cámpings, donde posiblemente podrían haberse escondido los dos hombres.

– Los albergues -sugirió Kurt Wallander-. Y todas las habitaciones particulares que se puedan alquilar durante el verano.

– Era más fácil antes -dijo Martinson-. La gente estaba quieta en verano. Ahora se mueven sin parar, coño.

Hanson seguiría investigando unas cuantas empresas de la construcción que eran conocidas por contratar trabajadores ilegales de diferentes países del este.

Kurt Wallander se metería entre los campos de fresas. No podía pasar por alto la posibilidad de que los dos hombres se escondiesen en alguno de los grandes cultivos de frutas. Pero el trabajo fue en vano.

Cuando volvieron a reunirse, avanzada la tarde, los informes eran negativos.

– Encontré un fontanero argelino -hizo el recuento Hanson-. Dos albañiles kurdos y un sinfín de trabajadores polacos. Me muero de ganas de escribirle unas líneas a Björk sobre eso. Si no hubiésemos tenido este maldito doble asesinato, podríamos haber hecho una limpieza en ese pantano. Ganan lo mismo que los jóvenes estudiantes que trabajan en verano. No tienen seguro. Si ocurre un accidente, los constructores dirán que no eran trabajadores de la empresa.

Martinson tampoco traía buenas noticias.

– Yo encontré un búlgaro calvo -dijo-. Con un poco de buena voluntad, podría haber sido el Calvo. Pero resultó ser médico en el hospital de Mariestad y podría presentar una coartada fácilmente.

El aire de la habitación era sofocante. Kurt Wallander se levantó y abrió la ventana.

De pronto recordó la caja de música de Ebba. Pese a que no había oído la melodía, todo el día había estado sonando en su subconsciente.

– Las ferias -dijo dándose la vuelta-. Deberíamos examinarlas. ¿Cuál es la próxima?

Tanto Hanson como Martinson sabían la respuesta.

La de Kivik.

– Comienza hoy -dijo Hanson-. Y acaba mañana.

– Entonces iré mañana -asintió Kurt Wallander.

– Es grande -objetó Hanson-. Deberías ir con alguien.

– Yo te acompañaré -se ofreció Martinson.

Hanson parecía contento por no tener que ir. Kurt Wallander pensó que posiblemente habría carreras de caballos el miércoles por la tarde.

Dieron por terminada la reunión y se despidieron. Kurt Wallander se quedó delante de su escritorio ordenando un montón de mensajes telefónicos. Los seleccionó para el día siguiente y se preparó para marchar. De pronto descubrió una nota que había caído al suelo. Se agachó y vio que había llamado el encargado de un campo de refugiados.

Marcó el número. Dejó pasar diez tonos y estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.

– Soy Wallander, de la policía de Ystad. Busco a un tal Modin.

– Yo mismo.

– ¿Habías llamado?

– Creo que tengo algo importante que decir.

Kurt Wallander aguantó la respiración.

– Se trata de los dos hombres que estáis buscando. He vuelto hoy de mis vacaciones. Las fotografías distribuidas por la policía estaban en mi mesa. Reconozco a esos dos hombres. Estuvieron una temporada en este campo.

– Voy para allá -dijo Kurt Wallander-. Espérame en tu despacho hasta que llegue.

El campo de refugiados quedaba a las afueras de Skurup. Kurt Wallander tardó diecinueve minutos en llegar. Se trataba de una vieja casa parroquial y solamente se utilizaba cuando todos los demás campos estaban al completo.

El encargado, que se llamaba Modin, era bajo y debía de andar por los sesenta años. Esperaba en el patio cuando Kurt Wallander llegó derrapando con su coche.

– El campo está vacío ahora -dijo Modin-. Pero estamos esperando a unos cuantos rumanos la próxima semana.

Entraron en su pequeño despacho.

– Explícamelo desde el principio -pidió Kurt Wallander.

– Vivieron aquí entre diciembre del año pasado y mediados de febrero -dijo Modin hojeando unos papeles. Luego fueron transferidos a Malmö. A la Casa Celsius, para ser más exactos.

Modin señaló la fotografía del Calvo.

– Se llama Lothar Kraftzcyk. Es ciudadano checo y ha solicitado asilo político, ya que se considera perseguido por pertenecer a una minoría étnica en su país.

– ¿Existen las minorías étnicas en Checoslovaquia? -preguntó Kurt Wallander.

– Creo que se consideraba gitano.

– ¿Consideraba?

Modin se encogió de hombros.

– Yo no me lo creo. Los refugiados que saben que tienen pocos argumentos para quedarse en Suecia aprenden pronto que una manera excelente de mejorar sus posibilidades es decir que son gitanos. -Modin tomó la fotografía de Lucia en la mano-. Andreas Haas -continuó-. También checo. Sus razones para solicitar asilo no las conozco. Sus papeles se mandaron con él a la Casa Celsius.

– ¿Y estás seguro de que estas fotografías son de esos dos hombres?

– Sí, estoy seguro.

– Continúa -dijo Kurt Wallander-. Cuenta.

– ¿Contar qué?

– ¿Cómo eran? ¿Ocurrió algo fuera de lo normal durante el periodo que pasaron aquí? ¿Tenían mucho dinero? Todo lo que puedas recordar.

– He intentado recordar -contestó Modin-. Eran bastante solitarios. Piensa que la vida de un campo de refugiados es lo más agobiante que le puede ocurrir a una persona. Jugaban al ajedrez. Un día sí y otro también.

– ¿Tenían dinero?

– No que yo recuerde.

– ¿Cómo eran?

– Muy reservados. Pero no antipáticos.

– ¿Algo más?

Kurt Wallander notó que Modin dudaba.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó.

– Éste es un campo pequeño -respondió Modin-. Ni yo ni nadie duerme aquí por las noches. Algunos días también estábamos sin personal. Sin contar la cocinera que preparaba la comida. Solemos tener un coche aparcado aquí. Las llaves las guardamos en la oficina. Pero, a veces, cuando llegaba por las mañanas, tenía la sensación de que alguien había usado el coche. Como si hubiese entrado en la oficina, tomado las llaves y se hubiese marchado con el coche.

– ¿Y sospechas que fueron estos dos hombres?

Modin asintió con la cabeza.

– No sé por qué -comentó-. Es sólo una sensación.

Kurt Wallander pensó.

– Las noches -dijo-. Entonces no había nadie aquí. Y tampoco durante algunos días. ¿Cierto?

– Sí.

– El viernes 5 de enero -dijo Kurt Wallander-. Hace más de medio año. ¿Recuerdas si estabais sin personal durante el día?

Modin hojeó su calendario de mesa.

– Aquel día estuve en una reunión extraordinaria en Malmö -contestó-. Había tal cantidad de refugiados que tuvimos que encontrar unos campos provisionales.

Las piedras empezaban a arder bajo los pies de Kurt Wallander.

El mapa comenzaba a vivir. En aquel momento le estaba hablando.

– ¿O sea que no hubo nadie aquí durante el día?

– Sólo la cocinera. Pero la cocina está en la parte de atrás. Podría no haber notado si alguien hubiera usado el coche.

– ¿Ninguno de los refugiados se iba de la lengua?

– Los refugiados no se van de la lengua. Tienen miedo. También los unos de los otros.

Kurt Wallander se levantó. De pronto tenía prisa.

– Llama a tu colega de la Casa Celsius y dile que voy para allá -dijo-. Pero no le digas nada sobre estos dos hombres. Sólo asegúrate de que el encargado esté localizable.