Modin le miró.
– ¿Por qué quieres encontrarlos? -preguntó.
– Puede que hayan cometido un crimen. Un crimen grave.
– ¿El homicidio en Lenarp? ¿Es eso lo que quieres decir?
Kurt Wallander comprendió que no había ninguna razón para no contestar.
– Sí -respondió-. Creemos que fueron ellos.
Llegó a la Casa Celsius en el centro de Malmö poco después de las siete de la tarde. Aparcó en una calle próxima y se dirigió a la entrada principal, que estaba vigilada por un guardia de seguridad. Después de unos minutos, un hombre fue a buscarlo. Se llamaba Larson, había sido marinero y de él emanaba un olor a cerveza fácilmente identificable.
– Haas y Kraftzcyk -dijo Kurt Wallander cuando se hubieron sentado en el despacho de Larson-. Dos checos, solicitantes de asilo político.
La respuesta del hombre con aliento a cerveza llegó enseguida.
– Los jugadores de ajedrez -dijo-. Viven aquí.
«Ahora, coño», pensó Kurt Wallander. «Ahora sí.»
– ¿Están aquí en la casa?
– Sí -contestó Larson-. Es decir, no.
– ¿No?
– Viven aquí. Pero no están aquí.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que no están aquí.
– ¿Dónde coño están, pues?
– En realidad no lo sé.
– Pero viven aquí, ¿no?
– Han huido.
– ¿Huido?
– Es bastante frecuente que la gente huya de aquí.
– ¡Pero si han solicitado asilo político!
– Huyen de todos modos.
– ¿Qué hacéis entonces?
– Enviamos un informe, por supuesto.
– ¿Y qué pasa?
– En la mayoría de los casos, nada.
– ¿Nada? Personas que esperan saber si podrán quedarse o no en este país huyen, ¿y a nadie le importa?
– La policía tendrá que intentar encontrarlos.
– Eso no tiene sentido. ¿Cuándo desaparecieron?
– Se fueron a principios de mayo. Ambos sospecharían que se les iba a denegar la solicitud de asilo político.
– ¿Adónde pueden haberse marchado?
Larson abrió los brazos.
– Si tú supieras cuánta gente se encuentra en este país sin permiso de residencia -insinuó-. Los que quieras. Viven en casa de amigos, falsifican los papeles, se intercambian el nombre los unos con los otros, trabajan ilegalmente. Puedes vivir toda la vida en Suecia sin que nadie pregunte por ti. Nadie lo cree, pero es así.
Kurt Wallander se quedó sin habla.
– Eso es una locura -dijo-. Es una locura, coño.
– Estoy de acuerdo contigo. Pero es lo que hay.
Kurt Wallander gruñó.
– Necesito todos los documentos que tengas sobre estos dos hombres.
– No puedo entregarlos así como así.
Kurt Wallander explotó.
– Estos dos hombres han cometido un crimen -rugió-. Un doble asesinato.
– De todas formas no puedo entregarte los papeles.
Kurt Wallander se levantó.
– Mañana me entregarás los papeles. Aunque tenga que venir el mismísimo director general de la jefatura Nacional de Policía a buscarlos.
– Es lo que hay. Yo no puedo cambiar los reglamentos.
Kurt Wallander volvió a Ystad. A las nueve menos cuarto llamó a la puerta exterior de la casa de Björk. Rápidamente le explicó lo sucedido.
– Mañana anunciamos la búsqueda y captura -dijo.
Björk asintió con la cabeza.
– Convocaré una rueda de prensa para las dos -dijo-. Por la mañana tengo una reunión de cooperación con los jefes de policía. Pero haré que saquen esos papeles del campo.
Kurt Wallander se fue a casa de Rydberg. Estaba sentado en la penumbra de su balcón.
De pronto comprendió que Rydberg tenía dolores.
Rydberg, que parecía leer sus pensamientos, le confesó la verdad:
– Creo que no superaré esto. Quizá viva hasta Navidad, quizá no. -Kurt Wallander no supo qué decir-. Hay que aguantarse -añadió-. Pero mejor di por qué has venido.
Kurt Wallander se lo contó. Entreveía la cara de Rydberg en la penumbra.
Después se quedaron callados.
La noche era fresca. Pero Rydberg no parecía notarlo, vestido con su viejo albornoz, con las zapatillas en los pies.
– Tal vez hayan salido del país -dijo Kurt Wallander-. ¿Será posible que nunca los encontremos?
– En ese caso tendremos que vivir con ello, sabiendo que, pese a todo, conocemos la verdad -arguyó Rydberg-. La seguridad y la justicia no significan solamente que se castigue a las personas que hayan cometido crímenes. Igual de importante es que nunca nos demos por vencidos.
Rydberg se levantó con dificultad y fue a buscar una botella de coñac. Con la mano temblorosa llenó dos copas.
– Hay policías viejos que se mueren pensando en los viejos enigmas sin resolver -dijo-. Probablemente yo sea uno de ellos.
– ¿Nunca te has arrepentido de haberte hecho policía? -preguntó Kurt Wallander.
– Nunca. Ni un solo día.
Tomaban su coñac. Conversaban o se quedaban callados. Eran las doce cuando Kurt Wallander se levantó y se marchó. Prometió volver la noche siguiente. Al marcharse, Rydberg se quedó en la penumbra del balcón.
El miércoles 25 de julio por la mañana, Kurt Wallander hizo un repaso con Hanson y Martinson de lo sucedido después de la reunión del día anterior. Puesto que la rueda de prensa no estaba convocada hasta la tarde, decidieron hacer una visita a la feria de Kivik a pesar de todo. Hanson se encargó de escribir el mensaje para la prensa junto con Björk. Wallander calculó que él y Martinson habrían vuelto hacia las doce, como muy tarde.
Condujeron a través de Tomelilla y se quedaron atrapados en una larga caravana de coches al sur de Kivik. Torcieron y aparcaron en un erial, donde tuvieron que pagar veinte coronas al rapaz propietario.
En el momento en que llegaron a la zona de la feria que se alargaba hacia el mar empezó a llover. Sin saber por dónde empezar, observaron la enorme cantidad de puestos de venta y la muchedumbre. Entre el estruendo de los altavoces y los gritos de los jóvenes borrachos, fueron lanzados a un lado y otro por la multitud.
– Nos vemos en algún sitio por en medio -dijo Kurt Wallander.
– Deberíamos haber traído unos walkie-talkies por si pasa algo -dijo Martinson.
– No pasará nada -le tranquilizó Kurt Wallander-. Nos vemos dentro de una hora.
Vio a Martinson desaparecer entre la muchedumbre. Se subió el cuello de la chaqueta y empezó a caminar en la dirección contraria.
Después de una hora se encontraron de nuevo. Ambos estaban empapados e irritados por el gentío y los empujones.
– Ya está bien, qué coño -cortó Martinson-. Vamos a alguna parte a tomar un café.
Kurt Wallander señaló el tenderete de espectáculo que había delante de ellos.
– ¿Has entrado? -preguntó.
Martinson hizo una mueca.
– Había una montaña de grasa desnudándose -contestó-. El público rebuznaba como si fuese una reunión de salvación sexual. Qué porquería.
– Vamos al otro lado del tenderete -dijo Kurt Wallander-. Creo que hay algunos puestos de venta allí detrás. Luego nos iremos.
Avanzaron por el barro y se abrieron paso entre una caravana y los palos oxidados de una tienda.
Había unos pocos puestos de venta. Todos parecían iguales, lonas levantadas por palos de hierro pintados de rojo.
Kurt Wallander y Martinson descubrieron a los dos hombres al mismo tiempo.
Estaban en un puesto de venta lleno de chaquetas de cuero. En un letrero ponía el precio y Kurt Wallander tuvo tiempo de pensar que las chaquetas eran increíblemente baratas.
Detrás del mostrador se hallaban los dos hombres.
Miraron a los dos policías.
Kurt Wallander se dio cuenta demasiado tarde de que lo habían reconocido. Su cara aparecía muy a menudo en las fotos de los periódicos y por la televisión. La fisonomía del comisario Kurt Wallander había sido distribuida por todo el país.
Después todo ocurrió muy deprisa.
Uno de los hombres, al que habían puesto el nombre de Lucia, deslizó la mano por debajo de las chaquetas de cuero del mostrador y sacó un arma. Tanto Martinson como Wallander se echaron a un lado. Martinson se quedó liado con una de las cuerdas del tenderete del espectáculo, mientras que Wallander se golpeó la cabeza contra la parte trasera de una caravana. El hombre de detrás del mostrador disparó hacia Wallander. El tiro apenas se oyó, amortiguado por el ruido que salía de una tienda donde unos «jinetes de la muerte» daban vueltas en sus motos rugientes. La bala entró en la caravana, sólo a unos centímetros de la cabeza de Wallander, el cual vio al instante que Martinson tenía una pistola en la mano. Él estaba desarmado, pero Martinson sí llevaba su arma reglamentaria.
Martinson disparó. Kurt Wallander vio que Lucia se encogía y se llevaba una mano al hombro. El arma se le escapó de la mano y cayó fuera del mostrador. Soltando un rugido, Martinson se libró de las cuerdas de la tienda y se echó por encima del mostrador, directamente sobre el hombre herido. El mostrador se derrumbó y Martinson cayó entre un sinfín de chaquetas de cuero. Mientras tanto, Wallander corrió hasta hacerse con el arma que estaba en el barro. Al mismo tiempo vio que el Calvo huía y desaparecía entre la muchedumbre. Nadie parecía haberse dado cuenta del intercambio de disparos. Los vendedores de los puestos contiguos vieron asombrados a Martinson hacer su violento salto de tigre.