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Era Rydberg desde el hospital.

– Se ha muerto -anunció.

– ¿Volvió en sí?

– Sí, en efecto. Diez minutos. Los médicos pensaban que había pasado la crisis. Y se murió.

– ¿Dijo algo?

La voz de Rydberg tenía un tono dubitativo cuando contestó.

– Creo que es mejor que vengas a la ciudad.

– ¿Qué dijo?

– Algo que no te gustará oír.

– Iré al hospital.

– Mejor a la comisaría. Te he dicho que está muerta.

Kurt Wallander colgó.

– Tengo que irme -declaró.

Su padre lo miró con rabia.

– No me quieres -afirmó.

– Volveré mañana -dijo Kurt Wallander preguntándose qué haría con la dejadez en la que vivía su padre-. Mañana seguro que vuelvo. Hablaremos, prepararemos la comida. Podremos jugar al póquer si quieres.

Aunque Wallander era un pésimo jugador de cartas, sabía que eso lo aplacaría.

– Vendré a las siete -recalcó.

Luego se dirigió otra vez a Ystad.

A las ocho menos cinco empujó las mismas puertas de cristal por las que había salido dos horas antes. Ebba le saludó.

– Rydberg está en el comedor -dijo.

Y así era, delante de una taza de café. Al ver su cara, Kurt Wallander comprendió que algo desagradable le esperaba.

4

Kurt Wallander y Rydberg estaban solos en el comedor. De lejos les llegaba el alboroto de un borracho que protestaba en voz alta por haber sido arrestado. Aparte de eso había silencio. Sólo se oía el suave zumbido de los radiadores. Kurt Wallander se sentó frente a Rydberg.

– Quítate el abrigo -dijo Rydberg-. Con el viento que hace tendrás frío al salir.

– Primero quiero oír lo que tienes que decirme. Luego decidiré si me quito el abrigo o no.

Rydberg se encogió de hombros.

– Se murió -dijo.

– Eso ya lo entendí.

– Pero volvió en sí un momento antes de fallecer.

– ¿Y habló?

– Hablar, lo que se dice hablar, quizás es demasiado decir. Balbuceó. O murmuró.

– ¿Pudiste grabarlo?

Rydberg negó con la cabeza.

– No se podía -dijo-. Casi era imposible oír lo que decía. Estaba delirando. Pero anoté todo lo que estoy seguro de haber entendido.

Rydberg sacó una vieja libreta rota del bolsillo. Estaba sujeta por una goma ancha y había un lápiz metido entre las hojas.

– Dijo el nombre del marido -empezó Rydberg-. Creo que intentaba preguntar cómo se encontraba. Luego murmuró algo que me fue imposible entender. Y entonces yo intenté preguntarle: ¿Quiénes os visitaron durante la noche? ¿Los conocíais? ¿Qué aspecto tenían? Ésas eran mis preguntas. Las repetí mientras estuvo despierta. Y creo que llegó a entender lo que le decía.

– ¿Qué contestó?

– Sólo logré entender una cosa. «Extranjero.»

– ¿«Extranjero»?

– Eso es. «Extranjero.»

– ¿Quería decir que los que los mataron eran extranjeros?

Rydberg asintió con la cabeza.

– ¿Estás seguro?

– ¿Suelo decir que estoy seguro sin estarlo?

– No.

– Pues eso. Ahora sabemos que su último mensaje para el mundo era la palabra extranjero. Como respuesta a quién cometió esa monstruosidad.

Wallander se quitó el abrigo y fue en busca de una taza de café.

– ¿Qué coño habrá querido decir? -murmuró.

– He estado pensando mientras te esperaba -contestó Rydberg-. Tal vez no tuvieran aspecto de suecos. Puede que hablaran un idioma extranjero o que hablaran sueco con acento. Hay muchas posibilidades.

– ¿Cómo es el aspecto de un no sueco? -preguntó Kurt Wallander.

– Ya sabes lo que quiero decir -contestó Rydberg-. Mejor dicho, uno puede imaginarse lo que pensaba y quería decir.

– Por tanto podría ser fruto de la imaginación.

Rydberg asintió de nuevo.

– Es absolutamente factible.

– Pero no muy probable.

– ¿Por qué iba a emplear los últimos momentos de su vida para decir algo que no fuera verdad? Las personas mayores no suelen mentir.

Kurt Wallander tomó un sorbo del café tibio.

– Eso significa que tenemos que empezar a buscar a uno o más extranjeros -dijo-. Preferiría que hubiera dicho otra cosa.

– Es de veras desagradable.

Se quedaron en silencio un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.

Ya no se oía al borracho en el pasillo.

Eran las nueve menos diecinueve minutos.

– Imagínate -dijo Kurt Wallander-. La única pista que tiene la policía del doble homicidio de Lenarp es que probablemente son extranjeros.

– Puedo pensar en algo mucho peor -contestó Rydberg.

Kurt Wallander entendía lo que quería decir.

A veinte kilómetros de Lenarp, un gran campo de refugiados había sido objeto de ataques racistas en varias ocasiones. Algunas noches habían quemado cruces en el patio y habían arrojado piedras a través de las ventanas; en la fachada de la casa había pintadas racistas. El campo de refugiados en el viejo castillo de Hageholm había sido instalado en medio de violentas protestas por parte de los pueblos de los alrededores. Y las protestas habían seguido.

La hostilidad contra los refugiados crecía.

Además Kurt Wallander y Rydberg sabían algo que el público en general no conocía.

A algunos de los solicitantes de asilo político los habían pillado in fraganti robando en una empresa que alquilaba maquinaria agrícola. Por suerte, el dueño no era de los opositores más radicales a recibir refugiados y por eso el asunto pudo ser acallado. Los dos hombres que habían cometido el robo ya no se encontraban en el país porque les habían negado el asilo.

Pero Kurt Wallander y Rydberg habían comentado en varias ocasiones lo que habría ocurrido si el asunto hubiera llegado a conocerse públicamente.

– Me cuesta creer -dijo Kurt Wallander- que unos refugiados en busca de asilo político cometieran un asesinato.

Rydberg le dirigió una mirada recelosa.

– ¿Te acuerdas que te dije algo sobre el nudo corredizo? -preguntó.

– ¿Algo sobre el nudo?

– No lo reconocía y yo sé bastante sobre nudos porque cuando era joven me pasaba los veranos navegando.

Kurt Wallander miró a Rydberg con atención.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Quiero llegar a que parece poco probable que el nudo sea obra de alguien que haya formado parte de los boy scout suecos.

– ¿Qué cojones quieres decir?

– Que el nudo lo ha hecho una persona extranjera.

Antes de que Kurt Wallander tuviera tiempo de contestar, Ebba entró en el comedor en busca de café.

– Id a casa a descansar para poder seguir -dijo-. No paran de llamar periodistas para que les contéis algo.

– ¿Sobre qué? -preguntó Wallander-. ¿Sobre el tiempo?

– Parece que han averiguado que la mujer ha muerto.

Kurt Wallander miró a Rydberg, que negaba con la cabeza.

– Esta noche no diremos nada -les advirtió-. Esperaremos hasta mañana.

Kurt Wallander se levantó y fue hasta la ventana. El viento arreciaba, pero el cielo seguía despejado. Tendrían otra noche fría.

– No podemos dejar de comunicarles la verdad -explicó-. Que ella tuvo tiempo de hablar antes de morir. Y si decimos eso tenemos que transmitirles lo que dijo. Y entonces habrá problemas.

– Podríamos intentar que no saliera de aquí -dijo Rydberg al tiempo que se levantaba y se ponía el sombrero-. Por razones técnicas de la investigación.

Kurt Wallander lo miró con sorpresa.

– ¿Y arriesgarnos a que luego salga a la luz que hemos privado a la prensa de información importante? ¿Que les hemos guardado las espaldas a unos criminales extranjeros?

– Afectará a muchos inocentes -dijo Rydberg-. ¿Qué crees que pasará en el campo de refugiados cuando se sepa que la policía está buscando a unos extranjeros?

Kurt Wallander sabía que Rydberg tenía razón. De repente se sintió inseguro.

– Lo dejamos hasta mañana -dijo-. Nos vemos, solos tú y yo, mañana a las ocho. Entonces decidiremos.

Rydberg asintió con la cabeza y se fue cojeando hacia la puerta. Allí se paró y se volvió hacia Wallander de nuevo.

– Hay una posibilidad que no podemos descartar -añadió-. Que realmente sean unos refugiados en busca de asilo político los que lo han hecho.

Kurt Wallander fregó su taza de café y la colocó en el escurreplatos.

«En el fondo lo deseo», pensó. «En el fondo deseo que los asesinos se encuentren en ese campo de refugiados. Entonces quizás haya un cambio en la actitud arbitraria y poco severa que permite que cualquiera y por cualquier motivo pueda cruzar la frontera sueca.»

Pero eso no se lo diría a Rydberg, por supuesto. Era una opinión que mantendría para sí.

Luchó contra el viento para llegar hasta su coche. A pesar del cansancio no tenía ganas de ir a casa. Cada noche la soledad le acechaba.

Puso el contacto y cambió la cinta de casete. La obertura de Fidelio llenaba el interior oscuro del coche.

El hecho de que su mujer lo abandonara tan de repente le llegó con total sorpresa. Pero en su interior se daba cuenta de que, aunque todavía le costaba aceptarlo, tendría que haberlo intuido mucho antes. Que estaba viviendo un matrimonio que se quebrantaba poco a poco por su propia tristeza. Se habían casado muy jóvenes y se dieron cuenta demasiado tarde de que se desarrollaban en direcciones diferentes. ¿No habría sido Linda la que había reaccionado frente al vacío que los rodeaba?