Para empezar, era la madre del anterior propietario de Nea Thera… y ahora su única familiar viva.
Mientras veía a Kiru llenando las copas, Gabriel caviló sobre las complicaciones legales. Era obvio que el señor Kosmos estaba incapacitado para gobernar su imperio económico. Tal vez seguiría estándolo siempre: era muy posible que el borrado de memoria hubiese producido en su mente daños peores que los que había sufrido Kiru.
Además, ¿quién demostraría que ese varón oligofrénico que no aparentaba más de treinta años era el mismo Spyridon Kosmos al que todo el mundo conocía como un anciano decrépito sentado en una silla de ruedas?
Sospechaba que el Kosmos no iba a tener la iniciativa de solicitar la prueba de ADN. Y, desde luego, no sería Gabriel quien testificara por él.
Lo cual dejaba sólo a Kiru. Si se sometía a esa prueba, podría heredar una inmensa suma, pero al mismo tiempo demostraría que su cuerpo transportaba un dineral aún mayor en genes mutantes.
Dos fortunas que tampoco se hallaba en disposición de manejar, al menos sin la ayuda de un tutor legal.
Kiru le miró y sonrió. No parecía plantearse problemas de herencias ni pruebas genéticas. Había encontrado aceitunas, queso y frutos secos y se dedicaba a ejercer de perfecta anfitriona atlante.
Era evidente que Kiru seguía encaprichada de él. Gabriel se preguntó qué pasaría si se casaban. Como administrador de una fortuna de miles de millones de euros, seguro que le bastaba para llegar a fin de mes y pagarle el alquiler a Luque. Y permitirse algún que otro capricho más.
Después miró a Iris, que seguía hablando con Joey. La islandesa se percató de que Gabriel la estaba observando y también le sonrió. Al hacerlo, se le volvieron a marcar los hoyuelos que le habían encandilado durante la lectura de las cartas.
«Interesante dilema», se dijo. ¿Dinero o amor? Ya lo pensaría mañana.
Con la copa llena, Gabriel se acercó al corrillo que formaban Herman, Enrique y Valbuena.
– Nadie nos va a creer. ¿Qué nos inventamos? -dijo Herman. La terraza del palacio de Minos se abría a los acantilados y al mar. Sin duda, era la mejor ubicación de la isla para mirar el paisaje. También lo era para contemplar la destrucción. O la esperanza.
– Veamos -dijo Gabriel-. ¿Qué tal si le decimos a la prensa: «Vinieron los marcianos y, en vez de traer el fin del mundo, se lo llevaron?»
Después dio un sorbo de vino.
– Hmmm. Exquisito. Ventajas de ser el tipo más rico del mundo:
– Y probablemente el más malvado -apostilló Enrique.
– Lo uno tiene que ver con lo otro -añadió Herman-. Las grandes fortunas siempre nacen de grandes crímenes.
– No siempre -dijo Gabriel, rodeando los hombros de Enrique, que se puso colorado.
– ¿Por qué están ustedes tan seguros de que es menester inventarse una explicación? -preguntó Valbuena, retomando la discusión anterior.
Sus antiguos alumnos se volvieron hacia él como un solo hombre. Estaban perfectamente adiestrados para saber cuándo Valbuena iba a decir algo y no quería que aleteara ni una mosca.
– Un buen misterio puede acarrear menos inconvenientes que una mala mentira. La Humanidad no necesita saber lo que ha ocurrido. Me atrae la idea de que la gente se interrogue sobre el motivo de que esta concatenación de catástrofes haya cesado de forma espontánea. Sin duda, esto generará en el futuro algunos mitos muy interesantes.
Herman no parecía muy de acuerdo. Mientras lo discutía con Valbuena y Enrique, Gabriel se acercó a Alborada, que estaba solo, apoyado en el terrado y mirando los acantilados. O más bien contemplando la nada.
– Oye -le dijo.
Alborada se dio la vuelta. Tenía la copa en la mano, pero aún no la había probado.
– Qué -respondió, sin ninguna entonación. Parecía tan afectado como Joey por lo que le había ocurrido a Randall, o incluso más.
Gabriel le tendió su móvil.
– Ya ha vuelto la cobertura. Llama a Marisa.
Alborada frunció las cejas, sorprendido.
– ¿Cómo?
– Es tu mujer, ¿no? Estaba muy preocupada por ti. Llámala, anda.
«Hacéis muy buena pareja», estuvo a punto de decir, pero pensó que era un comentario demasiado sobrado. Una cosa era que ya considerara a Alborada menos capullo, y otra hacerle reverencias. De modo que regresó al corrillo que seguía discutiendo si presentarse ante los medios de comunicación como salvadores del mundo o seguir en el anonimato.
De momento, Gabriel les dejó hablar. Había una cuestión que lo atormentaba, pero de momento prefería no mencionarla.
Él le había hecho una promesa a la Gran Madre. Llevar su semilla por todo el Sistema Solar y, más tarde, por el resto de la galaxia.
Y cuando se le hace una promesa a una diosa, hay que cumplirla. De lo contrario, las consecuencias son imprevisibles.
Cuando Alborada terminó de hablar, se acercó al grupo y le devolvió el móvil a Gabriel. Después alzó la copa y dijo en voz alta:
– Quiero proponer un brindis.
Todos miraron en su dirección.
– Por Randall. Un hombre bueno. Yo… -Casi se le quebró la voz, pero se sobrepuso y dijo-: Le echaremos de menos.
– ¡Yo también quiero brindar! -exclamó Joey. Kiru le sirvió vino, y ella misma alzó su copa.
«En el fondo quizá sí se acuerda de él», pensó Gabriel.
– ¡Por Randall! -dijo Joey.
– Por Randall -corroboró Gabriel.
Pero nadie bebió, porque se dieron cuenta de que Valbuena todavía quería añadir algo.
– ¡Brindo por Atlas! El auténtico señor de la Atlántida.
Y todos bebieron a la salud del inmortal que se había entregado por salvar al mundo.
Epílogo
Era de noche. Joey había recargado el teléfono, e incluso después de hablar con sus padres el indicador de batería marcaba el noventa por ciento. Aprovechando que todo estaba tranquilo, abrió la carpeta de archivos visuales, encendió el proyector del móvil y lo apuntó hacia el techo.
Allí apareció la primera página del primer libro de los recuerdos de Randall, escrita en aquellos caracteres incomprensibles que habían desafiado a todos los descifradores.
Pero ahora, para Joey estaban tan claros como las letras del alfabeto latino.
Me llaman Atlas.
Soy inmortal.
No sé por qué.
Pero sé que un día lo averiguaré.
Tengo todo el tiempo del mundo.
Javier Negrete