– ¿Y bien? -preguntó a medio camino entre la sorpresa y la impaciencia-. ¿Me vas a responder o te vas a quedar mirándome en silencio como si te hiciera gracia lo que te pregunto?
La oscuridad los rodeaba, pero la luz de una cabaña cercana permitía leer a la perfección uno de los carteles que había colgados por todo el complejo. Cuando Cooper soltó las bolsas y se acercó a ella, la expresión de Angel era de confusión.
El hombre la agarró por la muñeca, hizo que soltara la correa de la maleta y la cogió por los hombros para situarla justo enfrente de la señal de madera. Angel emitió un ruido ahogado y no opuso resistencia. En el cartel se leía: Reglas de Tranquility House.
Quizá porque no se podía creer lo que veían sus ojos, Angel leyó en voz alta aquellas palabras. «Por favor, respeten los sonidos de la naturaleza. Se prohíbe el uso de radios, televisiones y teléfonos móviles.» Cuando leyó la última de las reglas, Angel se dio la vuelta como una exhalación y miró a Cooper con expresión aterrada.
– ¿Cómo que «prohibido hablar»?
Una sonrisa sardónica fue lo único que obtuvo como respuesta.
No sabía si se debía a la estupefacción o al efecto que aquella sonrisa había ejercido sobre ella, pero la cuestión es que Angel no volvió a decir palabra hasta llegar a su cabaña. Y allí empezó lo realmente divertido. Cooper le cedió el paso, lanzó sus bolsas a un lado y cerró la puerta tras de sí.
Se la quedó mirando mientras sus ojos paseaban por las paredes pintadas de blanco, por la chimenea, la pila de troncos que había junto a ella y la pequeña cama cubierta por sábanas blancas, una manta de lana gris y coronada por una única almohada.
El silencio duró un par de minutos tras los cuales Angel miró a Cooper con expresión esperanzada.
– La revista correrá con los gastos necesarios para dejar la habitación en condiciones.
Cooper hizo un gesto de desaprobación.
– ¿Esto es cuanto hay?
Cooper asintió.
– ¿Me estás diciendo que no hay salón de belleza?
Otro gesto negativo.
– Y encima… ¿no puedo hablar con nadie?
Angel estaba tan abatida que le costaba mantener la expresión de seriedad.
– Es un lugar de retiro. No está permitido hablar en el edificio comunitario ni en ninguna zona. Pero puedes hablar cuanto quieras dentro de tu cabaña.
– Lugar de retiro. -Angel repitió aquellas palabras lentamente, como si no las hubiera oído antes-. Esto no es un complejo turístico, es un lugar de retiro.
Cooper se esforzó por contener una risotada.
– Efectivamente. No es un complejo turístico.
Angel entrecerró los ojos.
– Estás disfrutando, ¿verdad?
Lo cierto es que Cooper estaba disfrutando como un niño. Aquello significaba que no tenía por qué preocuparse; sin duda, aquella austeridad franciscana haría que Angel diera media vuelta y regresara muy pronto a casa. Al día siguiente, con toda probabilidad. O, en el peor de los casos, si la mujer decidiera quedarse, la mantendría recluida y alejada de él y de su familia.
Cooper se esforzó por borrar la expresión de petulante satisfacción de su rostro y abrió la puerta del pequeño armario que había en la habitación.
– Tranquila. No está todo perdido.
Tiró de algo que estaba en el estante superior y se lo entregó como si de un precioso regalo se tratara.
– Aquí tiene otra almohada, señorita Buchanan -dijo con solemnidad-. Acéptela como agasajo de bienvenida a Tranquility House. Y por favor, si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber.
Angel volvió a dedicarle una mirada suspicaz que transmitía algo difícil de definir; un plan, quizá, o tan solo ganas de sexo, teniendo en cuenta el «si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber» que él le acababa de endilgar.
Mierda, pensó Cooper. Aunque la sensación le resultaba sorprendente, lo cierto era que quien tenía ganas de sexo era él. Comenzó a notar un intenso calor en la entrepierna a la vez que su imaginación volaba y hacía que fantaseara con aquel ángel desnudo en la cama, la melena esparcida sobre una de las almohadas y la otra colocada debajo de su desnudo trasero. Se imaginó su boca recorriendo lentamente el trecho que iba desde la garganta hasta…
– Sabes, hay algo en ti que… -La voz de la mujer tenía tono de haber estado maquinando algo.
Sí, no cabía duda de que aquella mirada escondía algún tipo de maquinación que nada tenía que ver con el sexo. El calor que notaba cesó y el corazón le volvió a su ritmo habitual, lo cual, probablemente, llegaría a ahorrarle muchos problemas.
– Me voy -dijo intentando que no se le notara lo que había estado imaginando, y recordándose que pronto se libraría de ella-. Pero antes, hay algo más…
– ¿Sobre el menú de mañana?
El angelito aún creía que estaba en un complejo hotelero.
– Las comidas se sirven en el edificio comunitario, el más grande, seguro que lo encuentras. Pero quien lleva ese tema es Judd, así que no te puedo dar detalles sobre la comida.
Angel suspiró con gesto apesadumbrado.
– Está bien, me apañaré con lo que haya.
Cooper se aclaró la garganta.
– Bueno, esa actitud está bien porque… en Tranquility House tenemos una política un tanto férrea. Te las vas a tener que apañar también sin todo aquello que necesite pilas o electricidad.
Desvió la mirada hacia uno de los maletines que había cargado hasta allí.
– Como el portátil, por ejemplo.
– ¡No! ¡No me puedes quitar el ordenador!
– Lo lamento, pero esas son las reglas y no han cambiado desde que mis abuelos construyeron este lugar. Si tienes que escribir te puedo traer papel y bolígrafos.
– Ya tengo papel y bolígrafo -respondió Angel frunciendo el entrecejo. Tras un instante de duda, le hizo un gesto con la mano y añadió-: Está bien, todo tuyo.
Cooper se agachó para coger el maletín y Angel aprovechó para dar una patada a la enorme maleta con ruedas y desplazarla hasta un rincón de la habitación.
– ¿Tienes algo más? -preguntó Cooper.
– No, solo el portátil.
– ¿Algo más que funcioné con pilas o electricidad?
– Nada -respondió evitando mirarlo a los ojos.
Cooper se aclaró de nuevo la garganta.
– Creo recordar que mencionaste un teléfono móvil.
Angel meneó la cabeza y musitó:
– Soy una bocazas. -Entonces se acercó a otra de las bolsas, lo sacó y lo puso sobre la mano abierta de Cooper-. Aquí lo tienes. ¿Satisfecho?
– Si no tienes nada más -añadió en tono suspicaz.
– No.
– ¿Ah, no? Angel, soy un hombre pero tengo dos hermanas.
– No sé de qué me estás hablando -respondió apartando la mirada.
– Vamos, todas las mujeres que conozco tienen uno. Seguro que tú también traes…
– ¡Está bien! -admitió airada y algo azorada-. Pero no me puedo creer que tengas la poca vergüenza, la poquísima vergüenza de pedírmelo.
– ¿Pedirte el qué?
– Ya sabes… -comenzó a decir con inocencia-. Mi vibrador.
¿Su vibrador? La sorpresa inicial pronto cedió paso a nuevos pensamientos obscenos. Un vibrador. La imagen de Angel y su vibrador hizo que Cooper volviera a notar un calor y presión creciente en la entrepierna y a sentirse…
Estúpido.
– He estado a punto de caer -repuso con gesto de incredulidad-. Casi me lo creo.
Angel se quedó boquiabierta.
– No lo niegues. Supongo que sabes que me refería a tu secador. Venga, dámelo, cariño.
Angel se disponía a responder cuando Cooper posó un dedo sobre sus labios y le cerró la boca.
– Lo siento. Son las reglas. Las aceptas o te marchas.
Entre gruñidos de indignación se acercó a otra de las bolsas y tras hurgar en ella sacó el secador más grande que él había visto en su vida. Solo la boquilla era del tamaño de un repollo.
– Pero ¿qué demonios es eso? Eso no es un secador, es un arma de destrucción masiva.