Si las miradas mataran, Cooper habría sido fulminado.
– No te burles nunca de los utensilios para el pelo -bufó mientras lo apuntaba con el secador-. Me voy a vengar por esto, ya verás.
Sí, cariño, castígame largándote de aquí, pensó. De esa forma su familia, su identidad y su salud quedarían a salvo.
– ¿No quieres que te indique cómo llegar al hotel más cercano? -ofreció.
Cooper notó que Angel estaba a punto de empezar una discusión sobre aquel tema. En un intento de calmarla le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
– O si lo prefieres te indico el camino de vuelta a la carretera que lleva a la ciudad.
Angel se tensó.
– ¿Y dejar que te salgas con la tuya? Ni hablar -espetó, con mirada desafiante.
– Espera, espera, hazme el favor de esperar un momentito.
Angel se le acercó; la melena le cubría los hombros y su embriagador perfume flotaba en el ambiente.
De hecho, era tan embriagador que las palabras de Angel lo pillaron desprevenido.
– ¡Ya sé de qué te conozco! -exclamó, con un brillo diabólico en la mirada que aniquiló al angelito que había visto en ella hasta entonces-. Conque es aquí donde llevas escondido desde el año pasado. ¡Tú eres «la bestia negra de los tribunales», C. J. Jones, el abogado más tenaz, despiadado y que más casos ha ganado de todo San Francisco!
4
Angel estaba acostada en la espartana cama, sorprendentemente cómoda, sin otra cosa que hacer que no hacer nada. El silencio se le antojaba tan audible como el goteo de un grifo y la impenetrable oscuridad de la cabaña era otra de las distracciones que no le permitían dormir. El tupido bosque de los alrededores daba al lugar el aspecto y el olor del vivero de abetos de Navidad que visitaba cada diciembre, tan denso que incluso amortiguaba el fragor del mar.
– Soy una chica de ciudad -admitió en voz alta, pues quería asegurarse de que aquel profundo silencio no se debía a una súbita sordera.
Tras un rato más de tranquilidad inclemente se dio por rendida y abandonó su intención de dormir. No era capaz, estaba demasiado ocupada pensando que Cooper no era el director de hotel desconfiado por quien lo había tomado en un principio.
¡Era C. J. Jones! Se revolvió en el colchón, encantada por haber dado con el escurridizo socio del prestigioso gabinete DiGiovanni & Jones. Su menopáusica directora de la revista, Jane, iba a padecer uno de sus abrumadores sofocos cuando Angel la llamara para hacerle saber la excitante noticia.
Cuando la llamara desde una cabina telefónica. Suspiró. Era molesto haber perdido el móvil y el resto de las herramientas de la civilización, aunque no dejaba de ser un buen precio que pagar por el inesperado doblete. Los reportajes serían dos: uno sobre Stephen Whitney y el otro sobre el inesperadamente recluido C. J. Jones.
Aún no había sopesado la idea de entrevistar a Cooper. Él había salido de la cabaña después de que ella le mostrara sus documentos de identificación, aduciendo con un murmullo algo sobre ir a guardar sus efectos personales en la caja fuerte.
Le fastidiaba haber tardado tanto en reconocerlo; en fin, aquellas gafas que había llevado en la iglesia… ¿Para preservar su identidad, podría ser? Además, no esperaba encontrárselo ni iba en su busca.
Ni, por cierto, a conocerlo. Sabía de él desde hacía años, por lo que había leído en las revistas y por lo que había visto por sí misma. Tras llegar temprano a una cita en los juzgados, se había colado por curiosidad en una de las salas, abarrotada por un inusual número de curiosos.
Había atinado a sentarse en la última fila en el momento en que C. J. Jones se embarcaba en su alegato final en un caso de agresión, por desgracia famoso. A los pocos minutos, se había sentido transportada por el tono conciso y la irrefrenable pasión del orador, así como por sus ampulosos gestos. Según lo recordaba, entonces, llevaba el pelo más corto y el empaque de su porte era mayor.
Teniendo aquello en cuenta, no le resultaba extraño no haberlo reconocido en aquel Cooper espigado y de pelo largo ni en su aspecto confiado y tranquilo.
En cambio, lo que sí explicaba era aquella especie de comezón, de hormigueo, que había sentido en su presencia. Porque, claro, no era más que su olfato de reportera, que ya había reconocido al tipo e intentaba llamarle la atención sobre él.
Entonces pudo relajarse entre las suaves sábanas, confortada por disponer de una explicación racional. Desde luego, no le faltaban bazas a aquel hombre para despertar los sentidos en una mujer. De hecho, el día del juicio, ella había experimentado el más tonto de los enamoramientos. No le costaba admitirlo; ella era entonces joven, impresionable y, bueno, estaba deslumbrada.
Claro que, por otro lado, siempre había dispuesto de la madurez y la sabiduría suficientes para someter sus apetencias en aras del reportaje. Así había sido en aquella ocasión, concentrada en su trabajo, y así lo sería al día siguiente y al otro.
Todo lo cual la llevaba otra vez a preguntarse por qué Cooper había abandonado en San Francisco lo que era su dedicación… Bostezó; se le cerraban los ojos. Al levantarse comenzaría la jornada en que iba a averiguar todo lo que quería saber de él.
Tras despertarse con el canto de los pájaros, Angel permaneció en la cama con los ojos cerrados mientras se preguntaba si los petirrojos no habrían anidado bajo los voladizos de su edificio, tal como ocurriera la primavera anterior. Pero aún no era primavera y…
Abrió los ojos. Y tampoco estaba en San Francisco.
La luz del sol había encontrado una rendija en las cortinas por la que filtrarse. Había amanecido hacía un rato, aunque Angel no podía concretar más. En casa tenía el televisor del dormitorio programado para despertarla a las siete de la mañana con las noticias nacionales e internacionales del canal MSNBC.
Sin el acostumbrado escándalo que organizaba su despertador cada mañana, tuvo que buscar a tientas su reloj en la mesilla de noche. La claridad era tenue, y cuando lo encontró se lo acercó a los ojos para distinguir las manecillas.
Nueve de la mañana. Tarde, pero no tanto como para que no quedase café, ¿no? A diferencia de su apartamento, donde el preciado brebaje se hacía por su cuenta en una máquina automática, en aquel lugar tendría que ducharse y vestirse antes de recibir la dosis de cafeína.
En un increíble récord de diez minutos, avalado por (a) su necesidad de tomar café y (b) el tiempo que solía dedicarle a arreglarse el pelo, se había puesto unos vaqueros y una camiseta, y se estaba atando los cordones de sus botas de montaña, de un color verde chillón. Sin el glorioso secador y su difusor «control de rizos patentado», había tomado la precaución de no lavarse la cabeza. Para remediarlo, optó por un estilo infantil y florido, al gusto de la década de los sesenta, con un pañuelo de colores a modo de diadema.
El paseo entre la cabaña y el edificio principal resultó un muestrario de aromas frescos y silvestres. Los alojamientos de los huéspedes se diseminaban entre las gigantescas secuoyas y la vegetación ajardinada, pero el bloque de uso común se levantaba en el centro de un claro en forma de óvalo y tapizado de hierba. Sin árboles que dieran sombra, la cara exterior de la puerta indicada por el rótulo «Comedor» era cálida al tacto.
En el interior, Angel no percibió el olor del café.
Algo raro tenía que ocurrir, seguro. Echó un vistazo a la estancia vacía y distinguió las sencillas mesas de picnic y los hornillos calientaplatos dispuestos en la larga mesa situada en la pared del fondo. Al adentrarse se abrió una puerta interior, al lado del bufet, y por ella entró un hombre.
Angel reconoció a Judd Sterling, el amigo de la familia. Visto de cerca era decididamente guapo, aunque lo más notable era la gracia de sus movimientos, que parecían responder a una corriente de aire que ella no veía ni percibía.